Y un día, se le prendió la lamparita: la inventó. Bueno, inventarla, inventarla… La convirtió en incandescente, lo que equivale a darle vida, durabilidad, estabilidad y potencia. Iluminó al mundo. El tipo era, lo fue toda la vida, un chico curioso y “metomentodo” que intuía que ese mundo apuntaba alto, se transformaba rápido y que él no podía estar ausente, ni lejos de ese desafío.
Cómo llega un chico a esa conclusión, es un misterio. Éste era Thomas Alva Edison. Casi todo lo que nos rodea, lleva su sello. Si estas líneas se leen a la luz de una lámpara, atrás está Edison; si en el ambiente suena suave algo de música, detrás está Edison; si escuchamos en la mañana un mensaje que quedó grabado en el teléfono inteligente, es Edison que está detrás; si tuvimos la delicadeza de enterarnos de las noticias que sacuden al mundo, hay de sobra, y que se envían a través de océanos y montañas, detrás está Edison, si vimos el último estreno de la película candidata al Oscar, detrás también está Edison.
Fue el gran inventor de lo que se dio en llamar la Segunda Revolución Industrial, entre 1850 y el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914, y que impulsó el desarrollo de adelantos impresionantes en transporte, como los motores a combustión y los aviones, en las telecomunicaciones, como el telégrafo, el teléfono y la radio, entre otros desarrollos que cambiaron para siempre los modelos de trabajo, de educación y hasta de convivencia ciudadana. Fueron los propios inventos, en especial en el terreno de las comunicaciones, los que hicieron que los efectos de esa Segunda Revolución Industrial llegasen a casi todo el planeta, al contrario de lo que había sucedido con la primera. Fue la primera globalización, pero entonces no se llamaba así.
Edison, que nació en 1847 en Milan, Ohio, estuvo metido (así lo hacía desde chico) en todo ese progreso. Si hoy se lo recuerda es porque el 17 de febrero de 1878, hace ciento cuarenta y seis años, patentó el fonógrafo, un aparato que permitía grabar el sonido de la voz humana, entre otros sonidos. Era un adelanto sensacional, al que no le dieron importancia. ¿A quién le importaba grabar la voz humana? ¿Para qué podía servir ese extraño cachivache? El gran éxito de Edison fue la lamparita eléctrica, que desde entonces es símbolo de creatividad. Lamparitas ya había, el inglés Humphrey Davy había ideado una a inicios de 1800; pero el artilugio duraba nada, requería mucha energía y era carísima. Edison la perfeccionó. Es verdad que era un genio, pero también era un pícaro que tomaba los ensayos de otros y los pulía, los enriquecía, los hacía posibles, palpables, reales. Eso hizo con la lamparita. Empezó a buscar un material para hacer el filamento que la tornara incandescente y duradera. Ensayó el platino, pero lo descartó por caro, buscó en el carbón, en el hollín, envió a sus colaboradores a Japón, a América del Sur y a Sumatra a buscar fibras vegetales desconocidas, extrañas, ansiosas de ser descubiertas, hasta que optó por un filamento de bambú carbonizado. El 21 de octubre de 1879 la probó con un éxito sensacional: aquella curiosa bola de cristal duró más de cuarenta horas encendida. Era el mundo iluminado que se avecinaba; los mercados lo supieron enseguida: cayeron en picada las acciones de las compañías de alumbrado a gas.
Para sintetizar, si eso es posible, al genio de Edison le debemos el micrófono de carbón, y los que llegaron después, que se usó muchos años en los teléfonos y las radios; las baterías de níquel de hierro, más económicas que las de ácido y plomo, destinadas a alimentar unos autos eléctricos, en la época improbables. Le debemos el kinetoscopio, un precursor del proyector de cine, el fonógrafo, de tan mala prensa ni bien inventado, el mimeógrafo capaz de hacer gran cantidad de copias gracias al papel esténcil, el dictáfono, usado para grabar la voz y para capturar discursos que debían luego ser transcriptos tal como habían sido dichos. Dato curioso, un hijo moderno del dictáfono, conocido por su nombre comercial, Dictabelt, era usado a menudo en los años 60 por Evelyn Lincoln, secretaria del entonces presidente de Estados Unidos, John Kennedy.
Edison también hizo grandes contribuciones al mundo del cine. En 1889 comercializó, porque además era un as para los negocios, la película de celuloide de 35 milímetros; no la pudo patentar porque ya lo había hecho George Eastman que también había registrado ya la marca Kodak. Lo que sí hizo Edison fue patentar las perforaciones laterales de la película, un cambio vital en el desarrollo de la fotografía y el cine.
Inventó todo lo que pudo, y pudo mucho, a lo largo de sus ochenta y cuatro años de vida: le contabilizan mil noventa y tres patentes correspondientes a otros tantos inventos que en muchos casos nos hicieron la vida más cómoda, más rica y más amplia y más inteligente.
Y todo en la vida de Edison empezó con una gran mentira. Con una gran mentira, además, dicha por su madre. A los ocho años Thomas era un chico inquieto y muy curioso, todos los chicos lo son a esa edad. Pero Thomas hacía experimentos, le daba por la química o algo parecido, y su laboratorio era el sótano de su casa. Algunas de aquellas experiencias terminaron en desastre. Pero quien haya sido un chico feliz y no haya estado a punto de incendiar su casa con un experimento que no podía fallar, que tire la primera piedra.
Una mañana Thomas regresó de la escuela con un sobre cerrado y una nota secreta de su maestro dirigida a su madre. La mujer la leyó, lloró y abrazó muy fuerte a su hijo. Cuando Thomas le preguntó que decía aquella nota del maestro, su mamá, Nancy Elliot, maestra ella también, le reveló: “Me dice ‘Su hijo es un genio, esta escuela es muy pequeña para él y no tenemos buenos maestros para enseñarle. Por favor, enséñele usted en casa”. Así fue, desde ese día, la educación de Thomas, la sentimental también, estuvo en manos de sus padres, en especial de su madre; su padre lo impulsaba a la lectura y le regalaba diez centavos cada vez que terminaba de leer un libro.
Edison recién supo la verdad muchos años después, cuando ya era un inventor consagrado, sus padres estaban muertos y él, por azar, encontró en el desván de los papeles viejos aquella nota de su maestro que, en realidad, decía: “Su hijo está mentalmente enfermo y no podemos permitirle que venga más a esta escuela”. Esa mañana, el que lloró fue Edison que luego anotó en su diario: “Thomas Alva Edison fue un niño mentalmente enfermo, pero gracias a una madre heroica se convirtió en el genio del siglo“. Si aquel energúmeno de maestro hubiese sabido ver que en las distracciones, los descuidos, la despreocupación y los yerros de aquel alumno latía el alma de un muchacho que se iba a montar a grupas de la Segunda Revolución Industrial; si aquel energúmeno de maestro no hubiera mandado la nota que mandó, a lo mejor hoy no teníamos ni lamparitas.
Cuando empezó a cumplir una edad con dos cifras, Thomas ya había leído “La caída del Imperio Romano”, de Edward Gibbon, un británico considerado el primer historiador moderno, murió en 1794 para más datos. También había leído las fantásticas novelas de Charles Dickens y algunos de los dramas más densos de Shakespeare. En 1859, a los doce años, empezó a vender lo que pudiese en el tren que cubría Port Huron, donde vivía con su familia, con Detroit. Vendía diarios, verduras, moras, manteca, lo que fuere. El tren regresaba de Detroit a Port Huron seis horas después, que Thomas pasaba en la biblioteca de la Asociación de Jóvenes, que es hoy la Biblioteca Gratuita de Detroit.
También se las ingenió para acomodar, en uno de los vagones de carga del tren, una especie de laboratorio en miniatura para seguir con sus experimentos y con sus probables invenciones. Tuvo la suerte de que un amigo que trabajaba en el “Detroit Free Press” le regalara un juego de tipos móviles. Con eso y una prensa de mano, Thomas creó una publicación semanal, el “Grand Trunk Herald”, que vendía en el tren de ida y vuelta: llegó a tirar cuatrocientos ejemplares.
Ya adolescente Thomas también tuvo una vida singular. A los quince años salvó de morir atropellado por un tren al hijo del telegrafista de la estación, que le consiguió un trabajo y le enseñó el alfabeto Morse. Total, que un año después el chico Edison había inventado un repetidor automático capaz de transmitir señales telegráficas entre diferentes estaciones. A los veintiún años, en 1868, inventó un aparato para el recuento mecánico de votos, que le bocharon porque podía favorecer el fraude electoral. Así que, desencantado de la política, al año siguiente él y su amigo Franklin Pope se ofrecieron como ingenieros electricistas, nadie había oído hablar nunca de algo así, un trabajo del que Edison huyó pronto porque se supo mal pago.
Se fue a New York, donde le pagaron muy bien después de poner a punto un indicador telegráfico que anunciaba los precios del oro en la Bolsa de valores y que se había destartalado. Trabajó luego un tiempo en la Western Union y en 1876, al borde de la treintena, se mudó a Menlo Park, en New Jersey y reunió a un grupo de técnicos, mecánicos, ayudantes, todas almas inquietas como la suya, para establecer allí una “Fábrica de inventos”, título alegórico que demuestra que Edison sabía que un invento es uno por ciento de inspiración y el resto esfuerzo y dedicación, como en todo.
Edison no llegó solo a Menlo Park, se había casado en 1876 con Mary Stilweel, una de sus empleadas, y el matrimonio quedó encantado con la zona rural, un poco bucólica, donde habían instalado su laboratorio dedicado a la investigación y el desarrollo de lo que fuere: Edison decía que se podía construir cualquier cosa que la imaginación ideara. Fue allí que mejoró el telégrafo y empezó a trabajar en una máquina que pudiera grabar mensajes telegráficos, lo que le llevó a plantearse la posibilidad de grabar sonido. Y fue en Menlo Park donde ideó y fabricó el primer fonógrafo que presentaría el 17 de febrero de 1878. ¿Cómo era aquel esperpento de aparato? Edison había ideado una máquina que “traducía” las vibraciones producidas por el habla y las imprimía en, en forma de surcos, en una hoja de papel. Después, al pasar esos surcos debajo de un “lector” de grietas, valga la tonta e involuntaria parábola, se reproducía la voz humana. Para presentar su invento y antes de patentarlo, Edison grabó las dos primeras líneas de “Mary had a Little Lamb – María tenía un corderito”, las vibraciones de su voz hirieron el papel, después él le dio de vueltas a una manivela y se oyó su voz en aquellos versos infantiles. Ese mismo año mejoró el micrófono transmisor que fue el artificio que perfeccionó las comunicaciones telefónicas. La consagración, si eso era posible, le llegó con la lamparita incandescente, eso quiere decir que no se fundía, que presentó en octubre de 1879. La noche vieja de ese año, en Menlo Park, Edison ya era “El mago de Menlo Park”, hizo funcionar un novedoso sistema de alumbrado armado con cincuenta y tres focos.
En 1880 se asoció con J. P. Morgan, (entre paréntesis, el museo Morgan de New York es fantástico), para fundar la Edison Electric. Era un hombre con iniciativa, emprendedor y con espíritu comercial: un canto al capitalismo en desarrollo y al océano de oportunidades que ofrecía la sociedad americana. En 1883 patentó lo que llamó el “Efecto Edison” que consistía, si está permitido el disparate, en una lamparita al revés. Ahora se trataba de hacer pasar la electricidad desde un filamento hacia una placa metálica colocada en el globo de una lámpara incandescente. ¿Adónde llevaba ese invento? En principio, a ningún lado; pero fue el paso inicial de la válvula termoiónica que sería de tremenda importancia en el desarrollo y expansión de la radio y la televisión que, en los años 40, 50 y 60 funcionaban con “lámparas” o válvulas en su interior. Es la prehistoria, pero no es tan lejana. Morgan, que también era un as para los negocios aunque no hubiese inventado nada en la vida, terminó con los años por comprar las acciones de Edison y fundó General Electric.
Los años de 1880 fueron de guerra y de tragedia para Edison. En 1884 murió su mujer, por una aparente sobredosis de morfina, y Edison se casó dos años después, a los treinta y nueve años, con Mina Miller, que era veinte años más joven. Tuvieron tres hijos. La guerra estalló por culpa de la electricidad y de los buenos negocios, que también provocan también muchas guerras. En esos años, la iluminación en calles y espacios públicos era un gran mercado en expansión, en Estados Unidos, en Europa y en algunas ciudades de América, La alimentación de esas luces era dada por generadores de corriente continua (CC). Pero Westinghouse Electric había desarrollado transformadores de corriente alterna (CA) que hacían posible hacer llegar el prodigio a distancias más largas y a través de cables más delgados y baratos, además de reducir el voltaje en el destino final que era las casas de sus clientes. No estaba nada mal. La CA se usaba en pequeñas empresas y en los hogares; la CC de Edison daba energía a grandes ciudades.
Tal vez el gran inventor sintió que su emporio, y su negocio, podían trastabillar y sostuvo en público, su palabra era dogma, que la CA usaba altos voltajes muy peligrosos. Cuando en 1886 Westinghouse instaló sus primeros sistemas de CA, Edison lo atacó: “Es tan cierto como la muerte que Westinghouse matará a un cliente dentro de los seis meses posteriores a la instalación de cualquier sistema; se trata de algo nuevo y requerirá una gran número de experimentos para que funcione de manera práctica”.
Si no sentía peligrar su emporio, tal vez Edison estaba de verdad preocupado por el alto voltaje de los sistemas de CA que, mal instalados, mal manejados, mal usados, eran un riesgo para los usuarios. También es cierto que la Edison Elecric tampoco quería cambiar a CA: llevaba más de cien instalaciones en funciones y modificar el estándar implicaba trabajar a pérdida. En 1887, Edison perdía participación en el mercado frente a Westinghouse, que ya llevaba sesenta y ocho centrales eléctricas de CA frente a las ciento veintiuno de CC de Edison. En 1888, cuando la CA montada en postes causó una serie de accidentes, algunos fatales, Edison se unió al inventor Harold Brown en una campaña dura contra la CA. Esto fue lo que se conoció como “La guerra de las corrientes” y llegó hasta el Congreso de Estados Unidos al que se le pidió una legislación que controlara el voltaje de las instalaciones de CA. “Controlar” implicaba limitar.
Edison y Brown llegaron mucho más lejos: intentaron demostrar que la CA, a la que combatían, era el sistema más adecuado para aplicar en la flamante silla eléctrica, lo que dejaba en claro su peligrosidad. Lograron incluso que las primeras ejecuciones fuesen alimentadas por un generador de la Westinghouse. Era una jugada un poco sucia porque metía en la guerra de las corrientes a ese estúpido designio humano que pretende que la Justicia ejecute al prójimo sin hacerlo sufrir. Era una jugada barrosa y cayó mal entre los accionistas de Edison, que ya estaba un poco retrasado en el nivel de ganancias respecto de sus competidoras. Hubo algo más, pasó años después, pero es justo recordarlo porque a menudo, en nombre del progreso, gana espacio la insensatez y la impiedad.
Es la historia de la elefanta Topsy. La habían capturado en el sureste de Asia y la habían llevado, bebé, a Estados Unidos para hacerla actuar en el Porepaugh Circus de Coney Island. La promocionaban como “La primera elefanta nacida en Estados Unidos”. Topsy tenía un entrenador, o domador, o lo que fuere, James Fielding, que era un hijo de mil frustraciones: la alimentaba con cigarrillos encendidos y whisky. Un día, Topsy se hartó e hizo lo que debía: aplastó al imbécil con lo que dejó al mundo un poco más limpio y sano. Pero su arranque de furia hizo que la vendieron al Luna Park, el parque de atracciones de Coney Island, donde la adoptó un nuevo entrenador, Whitey Ault, al que un día Topsy persiguió por las calles de la ciudad. Ya no la aceptaron en ningún otro circo, ni en ningún zoológico.
Sus dueños decidieron sacrificarla. En principio hablaron de ahorcarla, pero la American Society for the Prevention of Cruelty to Animals (Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad en los Animales) protestó. Entonces planearon electrocutarla. Edison que todavía seguía en una disputa, ahora con Nikola Tesla, sobre los peligros de la CA y las ventajas de la CC, abogó para que Topsy fuese ejecutada con corriente alterna. El 4 de enero de 1903, a Topsy le dieron de comer zanahorias mezcladas con cuatrocientos sesenta gramos de cianuro de potasio; le colocaron encima un soporte metálico y le metieron sus patas enormes en unas sandalias metálicas. Murió en menos de un minuto por la electricidad producida por una fuente de 6.600 voltios. Está todo filmado. No es grato de ver. A la ejecución asistieron mil quinientas personas.
No hay pruebas de que Edison haya decidido, al menos de forma directa, el asesinato de Topsy. Ni siquiera hay pruebas de que, como se afirmó, él mismo haya sido quien filmó la ejecución del animal. En cambio, los responsables de brindar asistencia técnica y eléctrica para la muerte de Topsy sí eran funcionarios de la Edison Electric Iluminating Co., de Brooklyn. No fue posible relacionar a Edison con una empresa que utilizaba sus patentes. En julio de 2003 una estatua, erigida en el Coney Island Museum trató de hacer algo de justicia con la desdichada Topsy.
Elefantes aparte, en años anteriores al de la muerte de Topsy Edison siguió con sus inventos geniales.
En 1885, la polémica relación de Edison con Nikola Tesla llegó a su fin cuando Tesla renunció a la Edison Machine Work, el 4 de enero, y se pasó al año siguiente a la Westinghouse y a la corriente alterna. El duelo entre ambos es historia aparte. Tesla era un ingeniero e inventor que había nacido en 1856 en lo que hoy es Croacia y entonces era parte del Imperio Austríaco. Se interesó en el electromagnetismo y en el desarrollo de la robótica, el control remoto, el radar, las ciencias de la computación todavía en pañales y la física nuclear que nadaba en la teoría. Tesla era otro genio que al parecer sembró el embrión de la radio, sin ahondar mucho porque no entendía, o decía no entender, el fenómeno físico que la originaba.
Había llegado a Estados Unidos en 1884 reclutado por el gerente de la Edison, Charles Batchelor, que lo había conocido en París durante la supervisión de una instalación eléctrica. Tesla emigró y trabajó todo ese año en los talleres de Edison, en el Lower East Side de Manhattan. La historia a contar algún día revela que, tal vez, no había espacio para dos genios en las huestes de Edison. Hubo una promesa de dinero que nunca se cumplió y que quedó entre los protagonistas como una broma de Edison mal comprendida, o no comprendida por Tesla que, de paso, estaba más a favor de la CA que de la CC defendida por Edison. El hecho es que el tipo, en la entrada de su diario del 4 de enero de 1885, sintetizó la crisis con una sola frase: “Adiós a Edison Machine Works”. Era un genio parco.
Edison siguió con sus inventos porque ni sabía, ni quería hacer otra cosa. Hoy, y desde hace años, en la punta de la Torre Eiffel, doscientos ochenta y cinco metros allá arriba, hay una estatua de cera de Edison, junto a otra de Gustave Eiffel, ambas junto a la de una de las hijas de Eiffel. Están ubicadas en un pequeño espacio con muebles de madera, un piano, paredes también de madera empapeladas y adornadas con pinturas al óleo. Es el pequeño apartamento que Eiffel se hizo construir mientras dirigía las obras de la Torre, que se inauguró en 1890. Medio mundo quiso ser invitado a ese sitio, que tiene una vista espectacular de París. Eiffel invitó a unos pocos. Entre ellos estuvo Edison, que le regaló uno de sus fonógrafos.
En los últimos años de su vida siguió con sus inventos y perfeccionó los que ya estaban patentados. En 1887 tuvo la fortuna, que rara vez golpea esa puerta, de ser reconocido en vida por su genio y por haber levantado el primer centro de investigación y desarrollo en New Jersey. Tres años después estaba metido, lo estaba desde chico, en el desarrollo del primer “vitascope”, un proyector de cine que fue presentado en 1895 en Atlanta, que modificaba el “phantoscopio” que había patentado el estadounidense Charles Jenkins y que dio paso a la exhibición de las primeras películas mudas. Edison vio llegar al siglo XX mientras desarrollaba el primer dictáfono, el mimeógrafo y el kinetoscopio gracias al que, en 1904 presentó “El gran robo del tren”, un corto filmado mudo, un clip de diez minutos, en el que intentó combinar audio con las imágenes mudas en movimiento con la idea de que de esa mezcla surgieran “imágenes sonoras”.
El mundo lo aclamó como el “Mago de Menlo Park”, como el padre de la era eléctrica y como el inventor más grande que haya existido. Lo merecía. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Edison, un pacifista, se opuso a que su genio se aplicara al armamento. El gobierno de Estados Unidos le pidió entonces que diseñara dispositivos defensivos para barcos y submarinos. Lo hizo, mientras buscaba mejorar la resistencia y durabilidad del caucho, vital para los vehículos de combate, el hormigón y el etanol.
Edison recibió la última patente, la número mil noventa y tres, un año antes de su muerte. Su salud ya se había deteriorado bastante, pero trabajaba con intensidad aunque ahora en su casa. Recibía las visitas de sus amigos más cercanos: el aviador Charles Lindbergh, la Nobel Marie Curie, el gran empresario Henry Ford y el presidente Herbert Hoover. El hombre que había dedicado buena parte de su vida al sonido, había perdido la audición, lo que implicaba “una declaración de la maestría de Dios”, diría Jorge Luis Borges de su propio destino, ciego y a cargo de la Biblioteca Nacional.
Edison murió a las nueve de la noche del 18 de octubre de 1931 en New Jersey. Tenía ochenta y cuatro años y seguía de buen humor. Decía en los últimos meses de su vida, que ya podía “oler las flores”. El último rasgo extraño de su agitada vida de inventor, que había empezado con aquella gran mentira de su madre, ocurrió minutos antes de su muerte. Despertó de un coma profundo, con la audición recobrada, sacudido por las notas estremecidas de su autor preferido: Beethoven, que llegaban desde su fonógrafo favorito. Miró a su esposa, Mina, y dijo adiós con tres frases entrecortadas: “Ya terminé. Es muy hermoso allí. Dios eterno”.
Thomas Alva Edison, aquel chico al que no entendían sus maestros, pudo ver completamente cambiado a aquel mundo que tanto había ayudado a cambiar. Tal vez también supuso que lo había inventado todo.