Matt Groening cumple 70. Su carrera no se detuvo. Él lo sigue intentando. Los Simpsons siguen en el aire. Desencanto finalizó luego de su quinta temporada y tiene nuevos proyectos entre manos mientras se dedica a criar a sus 10 hijos junto a la artista plástica argentina Agustina Picasso. De todas maneras, es sencillo valorar su importancia en la vida de millones de personas y en la industria del espectáculo. Su legado será haber creado el programa televisivo que cambió la manera de contar, la familia más memorable de la cultura pop y, principalmente, haber conseguido que su programa se convirtiera en una referencia ineludible en millones de conversaciones y situaciones cotidianas.
Desde que las redes sociales se convirtieron en el centro de buena parte de la conversación pública, Los Simpsons no sólo es la gran serie animada de la historia de la televisión (y en esa frase tal vez sobre la palabra animada) sino que se convirtió en una maquinaria de profecías: todo el futuro inmediato (es decir nuestro presente) parece haber sido anunciado en los Simpsons. El mundo se convirtió en Springfield. Otra interpretación posible: Los Simpsons como un I Ching amarillo: cualquier capítulo que se vea da una respuesta del mundo contemporáneo.
Él, de todas maneras, tiende a restarle importancia a su trabajo: “Los dibujos animados son para los que no escribimos demasiado bien, ni somos grandes dibujantes. Uno combina esas dos mitades de talento trunco y hasta puede conseguir una carrera”, bromeó.
Matt Groening nació en Portland el 15 de febrero de 1954. Su padre era historietista, cineasta y publicitario. Se llamaba Homero. Su madre, maestra y ama de casa, Margaret. Pero le decían Marge. Los dos primeros hijos del matrimonio fueron Mark and Patty. En tercer lugar llegó Matt. Y después las dos menores, Lisa y Maggie.
Él es el padre de Los Simpsons. Pero en realidad, ellos son sus padres y sus hermanas. Expliquémonos.
Matt Groening le puso los nombres de su familia a sus personajes más famosos. Con el desarrollo de la serie, también apareció el abuelo y Groening prefirió dejar la elección del nombre a los guionistas. Lo llamaron Abraham sin saber que el abuelo del creador de la serie se llamaba igual.
Luego de terminar la secundaria, Groening fue a Evergreen, en Washington, una universidad progresista, muy permisiva, que ampliaba el horizonte de los alumnos, pero cuyo título no era demasiado considerado porque las exigencias no eran intensas. Para muchos sólo era un juntadero de hippies que le rehuían al esfuerzo. “Todos los freaks con alguna tendencia creativa merodeaban por ese campus”, dijo alguna vez Groening.
A los 23 años se mudó a Los Ángeles. Quería ser escritor. Iba a intentarlo. Pero mientras tanto debía ganarse la vida, sobrevivir. Trabajó de lavacopas, de ayudante de cocina, de extra en alguna película muy mala, de ghostwriter, de vendedor nocturno en la, ahora en boca de todos, disquería Hollywood Licorice Pizza.
Hasta hizo una prueba como redactor de la revista TV Guide que vendía millones de ejemplares semanales cumpliendo lo que prometía su título: una guía exhaustiva de la programación televisiva de la semana. Groening escribió varias reseñas pero fue rechazado porque en una de ellas deslizó la palabra lesbiana. Cuando le llamaron la atención, él les dijo que la protagonista de la película era lesbiana. “Puede ser –respondió el que nunca sería su jefe-. Pero a nuestros lectores esas palabras no les gustan”. Y tuvo que seguir buscando trabajo. En ese episodio podemos ver dos señales del éxito que vendrá, dos características que van a distinguir su obra: la tendencia irrefrenable a llamar a las cosas por su nombre y a descubrir el costado ridículo del mundo, a ver lo que los demás prefieren no ver.
Matt veía cómo sus amigos iban abandonando sus sueños, cómo la realidad los iba derrotando. Veía a los que vivían en pensiones y vagaban todo el día creyendo que el gran protagónico caería del cielo. Y no quería eso para él. Si quería triunfar debía trabajar, intentarlo. Una de sus guías era Artists Only, una canción de Talking Heads incluida en el disco More Songs about Buildings and Food, en la que se enumeran con ironía las excusas que dan los pretendidos artistas para explicar sus derrotas: No lo puedes ver hasta que esté terminado/ No tengo que probarlo ¡Soy muy creativo!
Uno de esos trabajos que aceptaba para pagar el alquiler, le permitió que lo que él hacía se difundiera. Lo contrataron para manejar una fotocopiadora. En sus ratos libres, sacaba copias de sus cartas familiares. En vez de escribir extensas misivas a sus familiares sobre sus frondosos fracasos californianos, Matt dibujaba unos comics en los que satirizaba la situación y congelaba momentos y escenas de esos días. Los empezó a distribuir entre amigos, conocidos y clientes del local. Y tenían muy buena aceptación. Después entró a trabajar en un pequeño diario local, Los Angeles Reader. Hacía de todo. Era corrector, resumía algunos cables, atendía el teléfono y resolvía aquellas cuestiones destinadas al cadete. Hasta que un día, el director del diario vio uno de sus fanzines que ya se llamaban Life in Hell y le ofreció publicar sus historietas en el diario. Al poco tiempo pasó a tener una columna musical que muy rápidamente se convirtió en cualquier otra cosa. Groening expresaba entusiasmos, caprichos y odios acérrimos y arbitrarios. Llegó a hablar de grupos que no existían.
Un tiempo después compiló alguna de sus tiras y publicó su primer libro (Life in Hell, con los años, tendría muchos volúmenes divididos temáticamente). Junto con otros colegas, algunos de los cuales conocía de la universidad, armó una pequeña agencia que se dedicaba a vender el trabajo artístico de ellos, sus tiras cómicas, a diarios de todo el país. Es lo que pretende y sueña cualquier historietista (y hasta cualquier columnista) local. Que su trabajo sea sindicado. Es decir, que se publique simultáneamente en muchos diarios de distintos lugares de Estados Unidos. En poco tiempo Life in Hell, con sus personajes con orejas de conejo y su mirada llena de sarcasmo y acidez, llegó a 250 diarios de todo Estados Unidos.
En 1987, Matt Groening recibiría la propuesta que le cambió la vida. Y que cambió la televisión, el lenguaje televisivo, para siempre.
James L. Brooks era uno de los hombres más exitosos de Hollywood. Todo lo que tocaba se convertía en un suceso. Había sido el artífice de The Mary Tyler Show (y de sus spin off) y de Taxi en la televisión. En cine ganó varios Oscars con La Fuerza del Cariño. También dirigió Detrás de las Noticias y Mejor, Imposible entre otras. En 1987 volvió a la TV produciendo The Tracey Ullman Show.
Brooks contactó a Groening para adaptar Life in Hell como cortos animados y que se convirtieran en una de las secciones del programa. Luego de las primeras conversaciones, Groening temió que la televisión, ese monstruo voraz, se comiera su creación. Y ante algunas cláusulas poco claras de los primeros borradores del contrato en el que no quedaba claro si perdía los derechos sobre las tiras o no, decidió proponer otra historia. Lo único que tenía era Life in Hell y no lo iba a poner en riesgo, ni siquiera aceptaba venderlo a buen precio. Debía recurrir a otra cosa si quería trabajar en televisión.
Allí se le ocurrió esa familia, que todavía no era amarilla. Un hijo revoltoso, una hermana muy inteligente y razonable, una bebé, la madre y ese padre. Mientras esperaba que James L. Brooks lo hiciera pasar a su oficina, decidió que los personajes llevaran los nombres de sus padres y sus hermanos. Le pareció que ponerle Matt al protagonista podía ser malinterpretado por el productor, que creyera que era un megalómano o un caprichoso; no quería asustarlo de entrada. En seguida barajó bautizarlo como su hermano mayor, pero eligió Bart, porque le gustó que fuera anagrama de brat (malcriado).
Los cortos se emitieron durante casi dos años regularmente en el programa de Tracey Ullman, a quien no le gustaban demasiado (pero que cuando Los Simpsons empezaron a recaudar millones reclamó derechos aunque perdió la contienda judicial). El show no anduvo bien de rating y los cortos, más allá de buenas críticas, no provocaron ningún tipo de conmoción, ni trajeron nueva audiencia.
Sin embargo, Groening y Brooks sentían que tenían algo especial entre manos. El productor le ofreció a Fox hacer un programa con esa familia dibujada. Las negociaciones fueron más fluidas de lo que ellos habían imaginado. A fines de 1989 el primer programa estaría al aire. El acuerdo económico era razonable pero lo más importante que consiguió Brooks fue una cláusula que le impedía a la cadena meterse en los contenidos del programa. La cadena no tenía poder de veto.
Y esa libertad fue la que terminó de producir el fenómeno. El otro factor fue que ninguno de los involucrados pensó que durarían demasiado al aire como programa independiente. Uno de los productores repetía la frase: “Trece y a casa”. Es decir, hacían los trece programas por los que habían firmado contrato y debían seguir con otro proyecto. Por eso debían poner todo en cada capítulo, esa temporada que ellos consideraban la única que disfrutarían debía ser impecable.
Los Simpsons no nacieron amarillos. Eran unos bocetos en blanco y negro que el dibujante principal del programa decidió pintar de amarillo. Deseaban evitar que la piel fuera caucásica como la de la mayoría de los dibujos animados.
La serie se estrenó el 17 de diciembre de 1989. Nadie imaginó lo que vendría después. Ni siquiera sus creadores confiaban tanto en su obra. Sabían que habían hecho algo nuevo pero dudaban de cómo sería recibido. ¿Un dibujo animado para grandes? ¿Repleto de chistes filosos, amargos? ¿Un programa lleno de perdedores? ¿Sin condescendencia, sin una gota de sentimentalismo, casi impiadoso? El gran éxito televisivo de los ochenta era su contracara. Otra familia. Los Cosby. El humor era naif, siempre había un mensaje, los conflictos terminaban siendo menores, nunca faltaba la moralina. Los Simpsons venían a patear todo eso. Se venían a sentar encima de la mesa familiar.
La animación, los dibujos animados, permitieron traspasar límites que una ficción tradicional no hubiera podido.
Eran también otros tiempos en los que la libertad para el humor, para la crítica social, para la parodia y la sátira eran mayores. Porque en Los Simpsons había parodia, crítica social, pero siempre antes que nada un buen chiste. Groening y Brooks no eran carteros que mandaban mensajes. Se reían sin pontificar, sin prejuicios, sin buscar quedar bien con alguien, sin ensañarse con ninguno.
El programa se convirtió en un fenómeno. Recaudó millones de dólares, generó fanáticos, cientos de millones de dólares en merchandising de todo tipo, instaló un nuevo lenguaje y multiplicó imitadores y shows (animados o con actores) que se inspiraron en su desparpajo, en la inteligencia, en las situaciones genuinamente cómicas y a la vez incómodas.
Groening entendió desde el principio que el secreto estaba en los guiones. El programa tenía que estar bien escrito. Por eso la sala de guionistas es el corazón de Los Simpsons. “No importa cómo está dibujada”, repetía. Al revés que las otras animaciones, la atención estaba en el guión. Luego pasaba a los dibujantes pero mientras tanto el trabajo de reescritura era feroz. Cada capítulo cuenta con la participación de más de decenas de guionistas. El que lo firma como autor es el que desarrolló la idea central, el que aportó la trama. Pero el resto de las líneas puede tener varios padres.
Y pedía algo más: que las situaciones tuvieron profundidad emocional, que hubiera humanidad en esos personajes amarillos.
Hay quienes están convencidos de que todas las respuestas del mundo actual están dentro de los Simpsons. Y se empeñan en mostrarlo a través de las redes sociales con las capturas y citas que, casi siempre, encajan a la perfección, funcionan como analogía perfecta. Eso, mal que le pese a algunos tuiteros, sólo demuestra la capacidad de Groening y su equipo para comprender, para decodificar su tiempo.
Otro de los grandes secretos de los Simpsons es cómo entendió el aire cultural de su época. Las referencias culturales se amontonan por capas pero sin molestar al espectador, sin abrumarlo. Son pequeños guiños constantes que divierten al que los entiende y no perturban al que no logró captarlos. Hoy esas referencias no funcionan de la misma manera porque los consumos culturales (TV, música, cine, literatura) son menos hegemónicos que a fines del Siglo XX. Se diversificaron y segmentaron tanto que alguien que es una súper estrella para un joven de 20 años es absolutamente desconocido para un hombre de 40.
“El personaje que más quiero es a Lisa. Ella va a ser mejor, va a progresar, evolucionar, va a poder escapar de Springfield. Los otros, es obvio, van a estar atrapados allí de por vida, no van a mejorar”, dijo Groening hace un tiempo.
Por otra parte, Springfield es un mundo con sus propias reglas, autosuficiente, coherente (Groening es un gran creador de mundos).
Los tres Beatles vivos en ese momento, Mick Jagger, Keith Richards, ídolos del hip hop, los actores y actrices más famosos, políticos, deportistas, cantantes y escritores han hecho sus apariciones en el programa. Nadie se niega. Es más, muchos a lo largo de estas tres décadas han hecho lobby para ser incluidos. Y consiguieron que hasta un recluso como Thomas Pynchon apareciera con una bolsa de súper en su cabeza para mantener en secreto su identidad.
Los fanáticos de la serie hostigan a Groening afirmando que la serie perdió su esplendor hace mucho tiempo. Él se defiende y alega que los tiempos cambiaron y con ellos los espectadores. Y afirma que sigue muy orgulloso de los capítulos que se siguen emitiendo 35 años después de su estreno. Ya se superaron los 700 capítulos.
La revista Time lo nombró el mejor programa del siglo XX. Es el programa más longevo en la historia de la tv norteamericana en permanecer en el prime time.
Los Simpsons no son inmunes a los tiempos que corren. La sombra de la cancelación cayó sobre ellos. El personaje de Apu, los actores que hacen el doblaje y no pertenecen a la etnia que representa el dibujo animado, y otras cuestiones los pusieron por un tiempo en el centro del debate. Desde uno de los capítulos, Lisa mirando a cámara pareció responder a sus detractores: “Algo que empezó décadas atrás y que fue aplaudido e inofensivo, ahora es políticamente incorrecto. ¿Qué se puede hacer?”
Pero con el tiempo, Groening cedió e hizo varias de las modificaciones por las hordas de la corrección política.
Lo que parece evidente es que en este clima actual de intolerancia, ánimo cancelador y del reclamo reflejo de censura, Los Simpsons no podrían haber nacido. Ni sus creadores podían pensar que iban a hacer carrera con personajes tan poco propensos a lo honorable y lo correcto, sin épica y molestos, ni los directivos se hubieran animado siquiera a pensar en emitir un programa tan poco edificante.
Matt Groening creó Futurama en 1993, que ocurre en el siguiente milenio. Tuvo 4 temporadas con excelente recepción crítica y un moderado éxito de público. Luego un regreso de otros 5 años en 2008 y la promesa de su vuelta para el año que viene. En 2108 estrenó Desencanto en Netflix.
Prometió que nunca dejaría de dibujar Life in Hell pero la jubiló en 2012. Sentía que había perdido el tono, que ya se repetía.
Groening se casó en 1986 con Deborah Caplan, la amiga que consiguió que su tira se sindicara. Tuvieron dos hijos. Al primero le puso Homero como sus padres, el real y el de ficción. Fue, dijo, una manera de reivindicar a su propio padre: “Le puse tu nombre al personaje pero también a mi hijo”, le dijo. Aunque cada vez que puede aclara que su padre era un hombre brillante e inquieto, que soportó razonablemente bien que el padre de los Simpsons llevara su nombre. Aunque cuando se enteró de las características del personaje no le gustó demasiado, exigió una condición innegociable: el Homero de ficción debía amar y tratar bien a su esposa.
Luego de divorciarse de Deborah en 1999, Matt empezó en 2007 una relación con Agustina Picasso, una artista argentina integrante del grupo Mondongo, con la que tuvieron 7 hijos. Adoptó también a la hija que tenía Agustina. Hoy se dedica a criar a sus ocho hijos pequeños y tiene una buena relación con los mayores que ya se acercan a los 40 años.
Su esposa, en una entrevista que dio hace unos años al diario Perfil habló de la relación de Groening con sus hijos: “Es un padre de ensueño. Yo vengo de una familia rota desde que nací, una infancia que fue el laberinto del terror. Y haber conocido a Matt como pareja fue un grito de felicidad, conocerlo como padre me conmueve todos los días. Él es la razón y el norte de todos estos chicos; él es la paciencia, la palabra serena, el cuidado responsable de cada uno y su sentido sagrado del humor”.