La adversidad lo hizo más grande. Hoy se usa una palabra de espantosa sonoridad, resiliencia, que proviene del inglés, para cifrar la capacidad de adaptación del hombre, o de cualquier ser vivo, frente a un agente perturbador o a una realidad adversa. Pero cuando a Alexander Solyenitzin lo condenaron al destierro, el 12 de febrero de 1974, hace ya medio siglo, esa palabra ruidosa no existía en los diccionarios del idioma español: la capacidad de adaptación era coraje, valor, entereza, porfía, audacia y esfuerzo.
Los griegos, gente sabia si la hubo, penaban los delitos graves con la muerte. Y los muy graves con el destierro, porque juzgaban que vivir lejos de casa era peor que la muerte. A Solyenitzin lo mataron tantas veces y tantas veces sobrevivió, como la cigarra de María Elena Walsh, que al final ni supieron qué hacer con él, cómo entenderlo, cómo manejarlo, cómo asimilarlo y le permitieron volver a su patria donde, sobre el final de su vida, Solyenitzin hasta hizo buenas migas con Vladimir Putin, que ya es decir.
El Nobel desterrado
Cuando lo desterraron ya era un grande. Cuatro años antes, en 1970, le habían dado el Nobel de Literatura por su obra monumental y testimonial. La que entonces era Unión Soviética se llevó siempre muy mal con los libros, sus autores y los Nobel. Que lo diga Boris Pasternak, autor de una extraordinaria novela, “Doctos Zhivago”, a quien le impidieron ir a buscar su premio, lo persiguieron, lo llamaron “oveja sarnosa” y su novela no fue publicada en la URSS hasta 1988. Los muchachos comunistas sospechaban, acaso con razón, que Pasternak tenía contactos con la CIA. No se puede todo en la vida.
A Solyenitzin también le impidieron ir a buscar su Nobel. Lo que no pudieron es callarlo, entonces lo desterraron: Stalin lo habría asesinado. Pero en 1974 Stalin hacía veintiún años que estaba muerto y sus herederos, salvo Nikita Khruschev que había estado encantado con Solyenitzin y su pluma, habían vuelto sobre sus pasos, los de Stalin, y habían regresado a aquella especie de zarismo ornamentado con marxismo leninismo. Una mezcla peligrosa y fatal.
Solyenitzin era un físico y matemático graduado en la Universidad de Rostov, que fue a dar a las ciencias exactas por una voltereta del destino: lo que quería, era ser un gran novelista. Había nacido en 1918, el 11 de diciembre, a un año del triunfo de la Revolución Soviética, de la derrota rusa en la Primera Guerra Mundial y del advenimiento de Lenin como hombre providencial destinado a salvar a la nación. La providencia nunca está para esas cosas, pero la gente de fe es gente de fe. Era hijo de un terrateniente cosaco, que murió antes de su nacimiento, con lo que cargó desde chico con ese espíritu de gran tragedia que permea el alma rusa. A los diez años leyó de cabo a rabo “Guerra y Paz”, de León Tolstoi, y se imaginó entonces autor de una novela épica de esa misma dimensión. Lo hizo. Su biblia literaria es “Archipiélago Gulag”, que revela los horrores de la Rusia soviética y de los campos de concentración y muerte del estalinismo; son páginas que la pluma de Solyenitzin escribió bajo aquel legado de Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Solyenitzin pintó su aldea interior, las calles de su alma, los laberintos de sus sueños; por cierto, también lo hizo con la gran aldea rusa, pero su pluma, la que sacudió a Occidente, siguió las sendas de su propia vida, condenada desde joven.
En 1941, el año en el que la Alemania de Adolf Hitler invadió la Unión Soviética, Solyenitzin, de veintidós años, fue reclutado por el Ejército Rojo como oficial de transportes primero y de artillería luego. Peleó en la batalla de Kursk, el mayor enfrentamiento de tanques de la historia, que enderezó, después de Stalingrado, el camino de los rusos hacia la cancillería de Hitler en Berlín. Pero en febrero de 1945, dos meses antes de la victoria sobre los nazis. Solyenitzin fue detenido en Prusia Oriental acusado de “actividades antisoviéticas”, definición vasta y amplia que lo abarcaba todo.
El escritor, detenido
Al parecer, el oficial Solyenitzin había intercambiado algunas cartas con un camarada, cartas en las que había deslizado algunos comentarios poco favorables, o que alguien consideró poco favorables, o no poseedores de fervor soviético, sobre la conducción de la guerra, Total, que fue encerrado en la temible prisión moscovita de Lubianka, sede de la temida NKVD, la policía del estado que después fue KGB, y condenado a ocho años de trabajos forzados en diferentes campos de concentración del régimen estaliniano. Sólo después de unos años, sus conocimientos en física y matemáticas lo llevaron, siempre preso y vigilado por la Seguridad del Estado, a un centro de investigación científica para presos políticos en Ekibastuz, Kasajistán.
En los años 50, Solyenitzin era un presidiario que trabajaba como minero, albañil y maestro de escuela cuando, un mes después de la muerte de Stalin, en marzo de 1953, fue liberado de la prisión, pero se le mantuvo su condena de “destierro a perpetuidad”. Lo enviaron a otra prisión, la de Kok Teren, hoy República de Kasajistán, hasta que en 1956, y cuando soplaban otros aires en la URSS, fue liberado y rehabilitado: todo de lo que había sido acusado, ahora era nada. Y los años de prisión y hambre habían sido un error lamentable. Lo dejaron vivir en el centro de Rusia donde empezó a escribir sobre sus propias experiencias. Allí nació su primera gran novela: “Un día en la vida de Iván Denísovich”, que es a la vez su primera gran obra de denuncia sobre los campos de concentración soviéticos, los gulags de Stalin. Narraba uno de los muy escasos días “buenos” del prisionero Denísovich, en el que le era permitido acceder a un manjar: un pedazo de pan, una taza de caldo y una cucharada de avena. Ese era el menú que había recibido Solyenitzin en sus años de convicto.
La novela recién fue publicada en 1962. Aquellos aires de 1956 no eran vientos tempestuosos, sino una suave brisa que le había permitido a Khruschev achacar todos los males de la nación a Stalin, lo hizo en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS en febrero de 1956, y hacer borrón y cuenta nueva con el pasado. Era esa brisa la que había liberado de su prisión a Solyenitzin en 1956. A finales de esos años e inicios de los 60, Khruschev estaba embarcado en una exitosa carrera espacial, la economía de la URSS vivía cierto reverdecer que le permitía incluso financiar a la Cuba comunista de Fidel Castro, y le plantaba cara a los Estados Unidos: ese año, 1962, en el que se publicó “Un día en la vida…” fue el de la crisis de los misiles cubanos, que no eran cubanos sino rusos, instalados en la isla de Fidel y que apuntaban todos a Estados Unidos. La novela fue un éxito. El propio Khruschev pidió que se ocupara de editarla al poeta Aleksandr Tvardovski, que dirigía la revista literaria más importante de la URSS, “Novy Mir – Nuevo Mundo”. De esa forma, Solyenitzin y su alter ego Denísovich, fueron famosos dentro y fuera de la URSS.
Aquella primavera duró nada. En 1964 Khruschev fue barrido del poder y su sucesor, Leonid Brezhnev llegó a la conclusión, entre otras, que la polémica sobre Stalin y el estalinismo había llegado demasiado lejos. Dos años después “Un día en la vida…” fue prohibida y a Solyenitzin le negaron el premio Lenin de Literatura. En la URSS empezaron a circular copias clandestinas del libro prohibido y su autor entró en la categoría siempre peligrosa de “disidente” soviético.
Solyenitzin volvió a usar su golpeada vida personal para otros de sus libros. Había sufrido un tumor del que fue operado en Uzbekistán y delineó entonces “Pabellón de cáncer”, o “Pabellón de cancerosos”, según la editorial que lo traduzca al español. De nuevo, sus páginas trazaban una gigantesca metáfora que igualaba la enfermedad, y su metástasis, con el sistema político y social de la URSS. Una de sus páginas interrogaba: “Un hombre genera un tumor y muere. ¿Cómo puede vivir un país que ha generado los campos de trabajo y el exilio?” La pregunta no era retórica, estaba dirigida a quienes quisieran oírla. Muchos la oyeron, pero pocos de esos muchos la escucharon.
El personaje Solyenitzin era también muy particular, como sus novelas. Parecía un monje cristiano ortodoxo, vestido con ropas holgadas y descuidadas, rodeado de una aureola de misticismo entre religioso y ascético que acentuaba una barba bíblica y unos gestos parcos y templados. La leyenda dice que cuando empezó su relación con quien sería su mujer, Natasha, con quien tuvo tres hijos, le anticipó que sus citas durarían una hora, poco más, y estarían ceñidas al horario del cierre de las bibliotecas. Tenía una concepción de Rusia como la de una nación histórica particular, acaso diferente, que la hacía única; esa visión identificaba a Solyenitzin con cierta forma de nacionalismo que, junto al misticismo religioso, fueron dos pilares sobre los que apoyó su vida y su obra.
Las críticas a occidente
Tampoco estaba convencido de que los sistemas democráticos liberales fuesen la panacea: todo se subordinaba en suma, al destino de la nación. Solyenitzin era un disidente no sólo del comunismo soviético: juzgaba que las sociedades occidentales estaban llenas de mediocridad y condenaba de ellas el materialismo, el individualismo y el ateísmo que, sostenía, estaban en los cimientos de la civilización occidental. Sobre el final de su vida, sus críticos, sus admiradores también, vieron un sesgo nacionalista en los llamados de Solyenitzin a regresar a los valores tradicionales de Rusia, a la que juzgaba una alternativa para superar la democracia liberal y el comunismo totalitario. Una tercera vía sostenida por la tradición. Saltaron entonces algunas luces de alerta que creyeron ver en el escritor que había denunciado los crímenes de Stalin una deriva no liberal, o iliberal, hacia un nacionalismo autoritario, vecino al fascismo. En 1967 Solyenitzin había escrito: “No tengo ninguna esperanza en Occidente, y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón”.
Sobre finales de los años 60 e inicios de los 70, e régimen soviético era indiferente a las sutilezas de Solyenitzin. En 1969 lo expulsaron de la Unión de Escritores de la URSS y al año siguiente, cuando la Academia Sueca le otorgó el Nobel de Literatura por “la fuerza ética” con la que había seguido la tradición de la literatura rusa, el régimen le impidió viajar a Estocolmo para recibir el premio. Recién lo haría, ya desterrado, en 1974.
El gobierno de Brezhnev no estaba para honores: lo que pretendía era apoderarse del manuscrito de la nueva obra de Solyenitzin que estaba en barbecho pero de la que ya tenía noticias. Era “Archipiélago Gulag”, la sensacional denuncia contra los campos de la muerte de Stalin. A los líderes soviéticos le hacía maldita gracia que saliera a relucir el pasado ominoso de la URSS en un momento político de la Guerra Fría definido por un término amplio y generoso que prometía más que lo que daba: “coexistencia pacífica”, una fórmula sobre la que se posaban las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la URSS, para reconocerse como tales y respetar sus llamadas “zonas de influencia”, otro eufemismo.
La obra cumbre de Solyenitzin
El manuscrito, o lo que fuese, los originales de “Archipiélago…”, estaban entonces en manos de la secretaria del escritor, Yelizaveta Veroniánskaya. En agosto de 1973, la mujer fue detenida y torturada, y los originales de la novela de Solyenitzin pasaron a manos de la Seguridad del Estado soviético: Yelizaveta se suicidó ni bien regresó a su departamento después de su captura. Al menos eso fue lo que informó la historia oficial. “Una víctima del miedo al Gulag”, dijo Solyenitzin, que sintió, o supo, que ya no tenía sentido mantener “Archipiélago…” en secreto. Entonces autorizó desde la URSS su publicación en París. Antes, escribió una dedicatoria dolida y reveladora: “Con el corazón oprimido, durante años me abstuve de publicar este libro, ya terminado. El deber para con los que aún vivían podía más que la obligación con los muertos. Pero ahora, cuando pese a todo, ha caído en manos de la Seguridad del Estado, no me queda más remedio que publicarlo inmediatamente. (…) Lo dedico este a todos aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar esto. Y perdón porque no lo vi todo, no lo recordé todo, no lo intuí todo”.
Para Brezhnev y sus funcionarios fue demasiado. El 12 de febrero de 1974 detuvieron a Solyenitzin, que ya era una figura de renombre mundial, lo era incluso cuando le concedieron el Nobel en 1970, lo acusaron de traición, le quitaron su ciudadanía y lo expulsaron de la Unión Soviética. Fue a parar primero, junto a su mujer y a sus tres hijos, a Fráncfort del Meno, República Federal de Alemania. Al año siguiente se radicó en Estados Unidos, en Cavendish, un pueblo del estado de Vermont. Desde allí fue de nuevo implacable con Occidente porque era un mundo, dijo, “lleno de demagogia, del materialismo práctico de los intereses económicos, de la tiranía de las modas, de la irresponsabilidad periodística, de la confusión espiritual y el reino del hedonismo y la pornografía”.
“Archipiélago…” provocó una gran polémica en ese Occidente “lleno de demagogia” del que hablaba Solyenitzin. Más que polémica, dejó sin argumentos a los defensores del comunismo. La obra de no ficción era algo más que una descripción minuciosa y terrible de aquellos “gulags” estalinistas extendidos por todo el territorio soviético como un gigantesco archipiélago, en el que reinaba el terror, los trabajos forzados, la tortura y los fusilamientos. Nadie mejor que Solyenitzin para describirlo: “Yo he estado dentro de la panza roja y ardiente del dragón. No fue capaz de digerirme. He venido a ustedes cual un testigo de cómo es estar allí dentro”.
La cara oscura del comunismo
No era sólo el contenido de la obra, editada hasta 1976 en tres tomos gigantescos de profunda humanidad, no eran sólo las revelaciones que hacía sobre un mundo desconocido o ignorado en Occidente, o que Occidente decía ignorar o desconocer, no sólo se trataba de dejar al desnudo los años del llamado “terror rojo”; era también la oportunidad de su publicación la que sonaba como un campanazo. En los inicios de los años 70, los seguidores del comunismo en Europa, y también en América Latina, donde muchos de sus fieles se preparaban a “tomar el cielo por asalto” en sus países, tenían a la URSS en una muy alta consideración: era el primer estado obrero que había vencido al fascismo de Adolfo Hitler; era también y aun con sus yerros, un exponente triunfal de la dictadura del proletariado vaticinada por Carlos Marx, seguida por Vladimir Lenin y llevada al triunfo en la Segunda Guerra por José Stalin.
Solyenitzin mostraba en “Archipiélago…” su otra oscura y sangrienta cara. Al mismo tiempo exponía, sin proponérselo, la doble moral de quienes en Occidente exigían libertad, vigencia de los derechos humanos, abolición de la pena de muerte y vidas dignas, pero que eran tolerantes y hasta laudatorio cuando esos mismos derechos eran arrasados del otro lado de la ya legendaria “Cortina de hierro”.
Cuando en la URSS soplaron de nuevo otros vientos, Solyenitzin regresó a su tierra, que era todo cuanto quería. Lo favoreció la política de apertura y transparencia que diseñó y llevó adelante Mikhail Gorbachov, que anuló los cargos por traición que pesaban sobre él y le devolvió su ciudadanía. Volvió por fin a casa el 27 de mayo de 1994, cuando gobernaba la Federación Rusa Boris Yeltsin, y recorrió el país entero en lo que fue una agitada e inolvidable gira en la que fue recibido como un héroe cívico: en cierto modo lo era. Se instaló al oeste de Moscú, en una casa con ladrillos a la vista que miraba hacia el río y hacia la sombra generosa de sus árboles.
La vuelta a su tierra
Volvió a ejercer su pensamiento crítico hacia la ex URSS, aplicable ahora a la Federación Rusa que estaba a punto de caer en manos de Vladimir Putin. A su llegada al poder, Putin mantuvo una relación ríspida, en todo caso fría, con Solyenitzin, acicateado por el pasado anti estalinista del escritor y por su visión desoladora del sovietismo que había padecido en carne propia. Putin llegaba para restablecer de algún modo aquello que Solyenitzin había denigrado: las antiguas glorias soviéticas a las que ensalzó cuando hizo pública su convicción de que la disolución de la URSS había derivado en un desastre político y social. Por su parte, el antiguo disidente, que en 2000 se asomaba a los ochenta y dos años y no había perdido ni pelo ni mañas, tampoco cesó en sus críticas desesperanzadas hacia la Rusia de sus amores, como tampoco cesó en su visión desesperanza y fatalista de Occidente.
Sin embargo, de alguna extraña manera, Solyenitzin y Putin desarrollaron cierto vínculo igualmente raro. Putin adoptó gran parte de las críticas de Solyenitzin a Occidente, y tomó como suyo, incluso lo adaptó, el concepto del escritor que afirmaba que Rusia es en realidad parte de una civilización diferente. Sin llegar a claudicar del todo en sus convicciones, Solyenitzin aceptó, toleró, transigió y de alguna forma justificó la determinación de Putin de ser duro con sus críticos, de ejercer el control total sobre los recursos naturales de Rusia y de concentrar el poder político. En el otoño de su vida, sostenía lo mismo que en sus años jóvenes: todo estaba supeditado a la nación.
Putin llegó a hacer lo que la URSS no había hecho nunca: otorgó un premio literario estatal a Solyenitzin y afirmó que muchas de las decisiones de su gobierno habían estado inspiradas en los consejos del gran escritor. A su muerte, le dedicó una breve elegía: “”Estamos orgullosos de que Alexander Isayevich Solzhenitsyn haya sido nuestro compatriota y contemporáneo. Lo recordaremos como una persona fuerte, valiente y con una enorme dignidad”. Repitió el elogio diez años después, en 2018, cuando se inauguró en Moscú una estatua en honor de Solyenitzin: “Profesaba un amor sin fronteras hacia su patria. Sin embargo, es más allá de sus ideas donde se encuentra su verdadera herencia: ‘Archipiélago Gulag’ es la obra que nos obligó a mirar dentro de las sombras más densas”.
Solyenitzin, el viejo batallador que desnudó el horror estalinista, murió por una insuficiencia cardíaca el 3 de agosto de 2008 en Moscú. Tenía ochenta y nueve años.