El domingo 11 de febrero de 1945, después de conferenciar durante casi una semana, los “Tres Grandes” se despidieron cuando se libraban las últimas batallas de la Segunda Guerra Mundial en Europa. El líder soviético Iósif Stalin, el británico Winston Churchill y el norteamericano Franklin Delano Roosevelt ya se conocían. Se habían reunido hacia un poco más de un año en Teherán, Irán, el 28 noviembre de 1943 después de la derrota alemana en Stalingrado y antes del desembarco aliado en Normandía el 6 junio de 1944. Ahora Rusia estaba a 70 kilómetros de Berlín y sus tropas ocupaban gran parte de la Europa Oriental mientras los occidentales habían frenado su avance por la batalla de las Ardenas. Al margen de estas cumbres, Roosevelt y Churchill encontraron varias veces: en Washington DC, Casablanca (Marruecos) y El Cairo (Egipto). Para no perder la costumbre “los aliados occidentales”, antes de viajar a Yalta, Crimea, se reunieron en La Valetta, Malta el 2 de febrero de 1945. Luego, los dos realizaron un largo y no menos peligroso periplo para llegar hasta el Mar Negro y verse con “El Tío Joe” (Uncle Joe) como llamaban a Stalin.
“Si Stalin no puede verse con nosotros en el Mediterráneo estoy dispuesto a ir a Crimea y celebrar la entrevista en Yalta”, le dijo Roosevelt a Churchill, al poner en marcha la “Operación Argonaut”, el traslado secreto a Malta y luego a Yalta. En las horas que pasaron los dos estadistas y sus estados mayores en la isla estudiaron sus necesidades, ambiciones y planes para negociar con Stalin. Por cierto ignoraban que desde tiempo antes la inteligencia soviética le acumulaba informaciones para esta cumbre al “El Hombre de Acero”. El 3 de febrero, después de una cena en el buque de guerra “Quincy” las delegaciones partieron hacia el aeropuerto de Saki en Crimea en un C-54 Skymaster especialmente acondicionado al que llamaban “la vaca sagrada”. Estaba previsto que no irían acompañados por unas numerosas comitivas pero al final viajaron alrededor de 700 y lo hicieron en varios aviones.
El príncipe Maquiavelo decía que “la primera impresión que uno guarda del gobernante y de su inteligencia se adquiere al ver los hombres que lo rodean. Cuando son competentes y fieles, siempre se lo puede considerar juicioso, ya que ha sido capaz de reconocer su capacidad y mantenerlos fieles. Pero cuando son lo contrario, uno se forma siempre una opinión desfavorable de él, porque al primer error que cometió fue elegirlos.” Para esta cumbre “los Tres” se presentaron rodeados con sus primeras espadas civiles y militares pero no todos atravesaban su mejor momento físico. Roosevelt, con su parálisis a cuestas, llegó después de asumir su cuarto mandato presidencial y se lo veía muy débil. Lord Moran, el médico de Churchill, anotará en su diario: “Para el ojo clínico de un médico, el presidente ofrece el aspecto de un hombre muy enfermo. Presenta todos los síntomas del endurecimiento de las arterias del cerebro en fase muy avanzada, tanto que solo le doy unos meses de vida. Pero los hombres cierran los ojos cuando no quieren ver, y los norteamericanos no pueden hacerse a la idea de que su presidente está acabado. Su hija no cree que está verdaderamente enfermo”. También escribió sobre Harry Hopkins, el asesor más importante del jefe de la Casa Blanca desde 1928: “Fui a verlo, está muy desmejorado. Está materialmente con un pie en otro mundo, tenía un aspecto cadavérico.” Winston Churchill acababa de padecer una gripe alta pero logró sortearla cuando llegó a Malta después de un día en cama. Luego de aterrizar los dos tuvieron que realizar un sacrificado viaje de cinco horas en automóvil entre el aeropuerto de Saki y el Palacio Livadia, residencia veraniega del zar Nicolás II.
El soviético Iósif Stalin con sus 66 años se mostraba fuerte, como dominando la escena, fumaba un cigarrillo tras otro y cuando no deseaba incomodar tomaba su pipa Dunhill. Pese a que intentaba mostrarse condescendiente con los invitados no dejaba de ser un criminal. Solo así se puede entender, entre tantos ejemplos, que le haya comentado a su intérprete Boris Podzerov: “Sabes demasiado, debería enviarte a Siberia”.
La primera sesión formal se realizo el 4 de febrero y se discutió durante tres horas sobre la situación militar y el presidente americano paso gran tiempo sin hablar. Al día siguiente, entre otros temas, se trató el papel de Francia en la Comisión Aliada de Control para Alemania. Según Stalin los franceses no tenían un Ejército y que habían hecho poco por la causa Aliada y Churchill se irritó, y luego le comentó a Lord Moran que el soviético “habla de Francia como de un país sin pasado. ¿No conoce la historia? ¿Stalin lee libros?”
La preocupación británica era cómo se presentaría el futuro, “cuando los norteamericanos se hayan vuelto a su tierra e Inglaterra se quede sola para contener el poderío de Rusia.” Stalin no se mostraba muy interesado en la organización de la paz, sí le interesaba las fronteras con Polonia, las indemnizaciones de guerra, es decir lo tangible. El botín de guerra. En un momento afirmó: “A nosotros nos interesa las decisiones no las discusiones”, mientras Roosevelt se veía preocupado por fijar un mundo con normas. Fue en las sesiones de trabajo donde Stalin dejó estupefactos a sus dos socios cuando se trató la cuestión de las reparaciones de guerra, al sugerir que Alemania fuera obligada a pagar 20.000 millones de dólares incluyendo gran parte de su industria pesada. La mitad de los dólares serian para Rusia a fin de financiar su reconstrucción. Además propuso desmembrar a Alemania.
Uno de los temas más importantes que tenían en carpeta fue “la cuestión polaca”. En siete de las ocho sesiones de trabajo conversaron sobre el futuro de Polonia, país que lindaba con Rusia y cuya invasión nazi y soviética desato la guerra en septiembre de 1939. Había dos gobiernos polacos en el exilio: uno dependiente del comunismo en Lublin y el prooccidental en Londres. Para Roosevelt no era una cuestión menor porque en los Estados Unidos vivían seis millones de polacos de segunda generación y su mayoría se inclinaban por el Partido Demócrata. En la mesa de Yalta interesaba cómo conformar un gobierno provisional polaco, cómo celebrar elecciones libres y qué fronteras debía contenerlo. Después de amplios debates, el canciller soviético Molotov (el mismo que había acordado la ocupación con su par nazi Ribbentrop en agosto de 1939) dijo el 9 de febrero que se debía reorganizar el gobierno de Lublin “sobre una base democrática más amplia, incluyendo a jefes democráticos de Polonia misma y también a los que vivían en el exterior”. Nada de lo tratado se cumplió, Roosevelt no estaba en condiciones de golpear la mesa. Es más, Hopkins opino en privado que su “presidente no desea ponerse mal con Stalin, está completamente seguro de que Rusia colaborará con él después de la guerra para edificar un mundo mejor”. El gran interrogante británico fue: “Estando el ejército rojo donde está, ¿no es demasiado tarde para intentar negociar? ¿No se hizo el mal en Teherán?” Churchill hablo de ingenuidad al sostener que “en una alianza los aliados no deben engañarse mutuamente”. La falsa respuesta de Stalin fue que “jamás accederé a subyugar cualquier acción de cualquiera de las grandes potencias al juicio de las pequeñas potencias” o “Polonia debe ser fuerte y la Unión Soviética está interesada en la creación de una Polonia poderosa, libre e independiente”. Lo cierto fue que la URSS no cumplió nada y no se realizaron elecciones libres en Polonia, ni en Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Además de Polonia al Primer Ministro británico lo develaba la situación en Grecia, de fuerte influencia sobre el Canal de Suez, donde los partisanos comunistas eran muy fuertes. El 11 de febrero Stalin le dijo a Churchill: “No quiero criticar nada ni intervenir. Me considero totalmente satisfecho con dejárselo a usted.”
Durante la tercera sesión plenaria se trató el tema de las Naciones Unidas que terminaría de definirse en la conferencia de Postdam en julio de 1945, aunque ya había unos bosquejos realizados en las reuniones en Dumbarton Oaks, Washington DC, de agosto de 1944. Roosevelt buscaba un foro dedicado a preservar la paz porque “Estados Unidos no estaba dispuesto a mantener un gran ejército en Europa… por lo tanto se limitaría a conservarlo dos años”.
¿Qué países deberían integrar las Naciones Unidas? ¿Las repúblicas soviéticas deberían ser miembros de la organización? ¿A quiénes deberíamos invitar? Como afirmó el historiador David Reynolds en “Cumbres” a Stalin nunca le interesó Naciones Unidas como institución porque creía que la seguridad dependería de la fuerza militar y de los acuerdos entre las grandes potencias, pero al ver la importancia que le atribuían los norteamericanos “estuvo dispuesto a seguirles la corriente y obtener concesiones a cambio.” ¿Cómo integrar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y compatibilizarlo con el poder de veto de EE.UU., la URSS y Gran Bretaña? Francia fue permanente recién en 1958 y Brasil no pudo integrarlo como permanente aunque se consideraba una “potencia asociada”.
El ex Secretario de Estado (1945-1947), James F. Birnes, recuerda en sus Memorias, que en la sesión del 7 de febrero, cuando se analizó la futura participación de las naciones latinoamericanas en el organismo, una primera condición era que debían pertenecer aquellas naciones que habían declarado la guerra. Estaban también las que habían roto relaciones diplomáticas con el Eje y Roosevelt consideró asimismo a las naciones “asociadas”, las que no habían declarado la guerra pero colaboraban con la provisión de sus materias primas a los EE.UU. Según el economista Alieto Guadagni durante toda la contienda la Argentina proveyó de carne y granos bajo el sistema de “libras bloqueadas” (inmovilizadas en una cuenta en Londres).
Iósif Stalin no estaba de acuerdo con el ingreso argentino a las Naciones Unidas y así lo hizo ver en Postdam: “En Argentina el gobierno es menos democrático que en Italia, y, sin embargo, Argentina es miembro de la organización de las Naciones Unidas. Si es sólo un gobierno, es un gobierno democrático; pero si es ‘responsable’, resulta ser otra clase de gobierno.” En esos momentos de la cumbre de Yalta, los EE.UU. no reconocían al gobierno argentino de facto de Edelmiro J. Farrell (asumió el 25 de febrero de 1944), y los países latinoamericanos habían retirado sus embajadores en Buenos Aires (menos Chile, Bolivia y Paraguay), profundizando el aislamiento argentino. Gran Bretaña, por pedido especial de Franklin Roosevelt, retiró a su embajador David Kelly.
Cuarenta y dos días antes de la caída de Berlín, el 27 de marzo de 1945 el gobierno de Edelmiro J. Farrell declararía la guerra a las menguadas y exhaustas potencias del Eje y cinco días más tarde el gobierno militar de facto fue reconocido por los EE.UU. y recién fue admitido en las Naciones Unidas el 11 de mayo de 1945 gracias a las fuertes presiones del Grupo Latinoamericano. La incorporación argentina trajo aparejada la admisión de Ucrania, Bielorusia y el gobierno comunista de Lublin. La cumbre terminó con una declaración sobre la “Europa liberada”. No todo fue dicho en Yalta ya que en julio de 1945 en Postdam, Alemania, “los Tres” volverían a encontrarse. Esta vez, ante el fallecimiento de Roosevelt, participó Harry Truman y Churchill sería reemplazado por Clement Attlee porque había perdido las elecciones. Todavía no se hablaba de “cortina de hierro”, “guerra fría” y no se habían tirado dos bombas atómicas sobre Japón.