A 45 años de la misteriosa muerte de Mengele: un ACV en la playa, un largo ocultamiento y el tardío examen de ADN

Fue uno de los peores criminales nazis. Cuando el Tercer Reich fue derrotado, lo capturaron pero logró huir hacia la Argentina. Cuando el Mossad atrapó a Eichmann, cruzó a Paraguay y luego se instaló en Brasil, donde vivió con una identidad falsa. Cómo murió el 7 de enero de 1979, quién lo protegió, las dudas y cómo se descubrió que el cadáver pertenecía a él

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Josep Mengele murió 45 años
Josep Mengele murió 45 años atrás en una playa brasilera. Recién se conoció la noticia 6 años después.

6 de junio de 1985. Cementerio de Embú, Brasil. Romeu Tuma, el jefe de la policía federal brasilera, mira, circunspecto, las maniobras. Da algunas órdenes, exagerando algún ademán. Sabe que lo están mirando y que al día siguiente su foto estará en la tapa de los diarios. Tres empleados del cementerio ya levantaron la tierra y, con cuidado, subieron a la superficie el cajón. Hay decenas de fotógrafos y camarógrafos (en el medio de ellos, camuflados, debe haber varios agentes secretos). Todavía las máquinas hacían ruido con cada foto. Click. Click. Un forense, el Doctor De Mello, controla las maniobras de apertura del féretro desgastado por la tierra y el paso del tiempo. Hay, también, un par de funcionarios brasileros. A un costado cuatro hombres de traje, rubios. Son Sepp Wolker, el cónsul alemán en San Pablo y tres oficiales investigadores de la policía de, en ese entonces, Alemania Federal. Uno de ellos también saca fotos. Click. Click. En un rincón, algo más alejado del resto, un matrimonio mayor. Apenas se abre el féretro, la mujer comienza a llorar con congoja. Se tapa la cara con las manos y da un inútil paso atrás para intentar pasar desapercibida. Son los Bossert, la pareja que cobijó al muerto los últimos años de vida en Brasil y los que lo enterraron, bajo un nombre falso, en ese cementerio. La policía exigió que estuvieran presentes para que señalaran con exactitud en el lugar en el que yacían los restos.

El Jefe Tuma sigue de cerca el procedimiento y da órdenes innecesarias. Calcula que sale en cada una de las fotos, no sea cosa de que se queda fuera de las primeras planas del día siguiente. Click. Click.

Unos hombres con guantes manipulan los huesos. Lo primero en salir son la dentadura y el cráneo. El Dr. De Mello los examina y luego los muestra, con una mezcla de orgullo y solemnidad, a los periodistas (y a los curiosos que ya empezaron a amontonarse). Click. Click. Después los deposita con cuidado en un cajón blanco.

Mengele -a la izquierda- en
Mengele -a la izquierda- en Brasil durante la década del setenta bajo su falsa identidad de Wolfang Gerhard. Después de estar en Argentina y en Paraguay, el criminal de guerra recaló en Brasil (Photo by Robert Nickelsberg/Getty Images)

Cuando la extracción de los huesos finaliza, los periodistas se abalanzan sobre Romeu Tuma, quien había estado hablando con el Dr. De Mello. Querían saber si los restos pertenecían a quién todos creían. El Jefe de Policía antes de responder señaló al matrimonio Bossert que se retiraba cabizbajo y dijo que muy posiblemente se los investigara por haber cobijado a un criminal de guerra. Después respondió lo que todo el mundo quería saber: “Todavía no podemos afirmar con total certeza que se trate del cuerpo de Joseph Mengele. Recién eso lo sabremos en dos semanas. Pero los primeros indicios indican que después de años de búsqueda, al fin, hemos dado con él”.

Para entender qué había sucedido hay que retroceder más de seis años, hasta el 7 de enero de 1979. Esa tarde, en Bertioga, un pequeño pueblo costero del estado de San Pablo, es como cualquier otra; allí todos los días se parecían entre sí. Sus pocos habitantes pasan las tardes en la playa. Un verano apacible y caluroso. Hasta que esa tarde, de la que hoy se cumplen cuarenta y cinco años, un suceso desarma la tranquilidad cotidiana. Un cuerpo yace en la arena. Un hombre mayor fue escupido por el mar. Lo rodean tres personas. Domina el silencio. Ninguno hace demasiados esfuerzos por reanimarlo. Es evidente que el hombre ya está muerto.

Un policía acude e intenta alguna maniobra. Lo hace sin esperanzas: sólo sigue un difuso protocolo. Si no hubiera testigos, si no estuviera esa pareja mayor que no se despega del cuerpo y que luce muy preocupada, el agente ni siquiera hubiera intentado luchar contra lo inexorable. Lo que el policía no sabe es que está frente a uno de los personajes más sádicos y abyectos del Siglo XX, Joseph Mengele, que bajo una identidad oculta vivía desde hacía años en Brasil.

Luego, los pasos de rigor. El traslado del cadáver, el certificado de defunción, la identificación del cuerpo, el entierro. En Bertioga, en 1979, vivían unas pocas miles de personas. Para la identificación recurrieron a los documentos que acercaron dos de esas tres personas que estaban junto al cuerpo en la playa: los Bossert, una pareja de origen húngaro que convivía con el muerto.

Cuando Mengele era Wolfgang Gerhard.
Cuando Mengele era Wolfgang Gerhard. Una imagen tomada durante alguna jornada de la primera mitad de los años setenta en Brasil

Según transcribió el médico, el hombre que estaba sin vida en la morgue del hospital tenía 54 años y se llamaba Wolfgang Gerhard. Parecía mucho más viejo (en realidad tiene 14 más). Tal vez por eso, por su mal estado físico para la edad consignada, pareció natural que la muerte se hubiera originado en un ACV que le sobrevino mientras nadaba en las aguas frías. No se había ahogado. No tenía ninguno de los signos de los que son derrotados por el mar.

La identidad que Mengele había elegido para ocultarse no era casual. Wolfgang Gerhard era un hombre que él había conocido y que había muerto súbitamente; eso le permitió quedarse con sus documentos y moverse sin dificultades. Los Bossert llevaron el cuerpo hasta el cementerio de Embú y lo enterraron junto a la madre de Gerhard. Los empleados del cementerio, como se trataba de un pueblo chico, se apesadumbraron al saber que el muerto era Gerhard, al que no veían hacía tiempo, y quisieron abrir el cajón para despedirse. Los Bossert se opusieron férreamente para no desmontar su plan de ocultamiento.

El matrimonio de origen húngaro dio aviso a Rolf Mengele, el hijo de Josef. En los últimos años había habido algún contacto entre padre e hijo. Y Rolf hasta lo había ido a visitar, una especie de ajuste de cuentas con el pasado, un intento vano por entender la historia de su padre. Después fueron años de cartas esporádicas y de reproches y vergüenza por parte del hijo.

Un periodista alemán contó que un hombre algo alcoholizado una noche le contó que él, durante buena parte de la década del setenta, enviaba regularmente dinero a Brasil para la manutención de Joseph Mengele. El dinero provenía de lo producido en una finca de la familia Mengele. Unos días después, ya sobrio, el hombre desmintió sus dichos. Pero la justicia allanó su vivienda y encontró cartas de varios años atrás que probaban que Mengele había vivido en Brasil. Uno de ellos, de enero de 1979, informaba de su muerte en el mar. Eso hizo que la justicia alemana y la brasilera se movilizaran para dar con sus restos. Cuando fueron a ver al matrimonio Bossert, los que habían enviado la carta, ambos reconocieron los hechos y describieron las circunstancias de la muerte del criminal nazi.

El Dr. Romero Muñoz le
El Dr. Romero Muñoz le muestra a sus alumnos el cráneo de Joseph Mengele y explica el método seguido para la identificación de sus restos

La revelación del hallazgo de la tumba en que estaba enterrado Mengele y la historia corroborada por la gente que tuvo contacto con él los últimos años de su vida y por su hijo no terminó de convencer a todos. Varios investigadores en Estados Unidos seguían creyendo que estaba vivo. Lo mismo pensaban el Mossad y Simon Wiesenthal, el célebre cazador de nazis, obsesionado desde hacía décadas con hallar a Mengele. Dos veces habían estado muy cerca de Mengele desde el final de la Segunda Guerra pero él había logrado escapar. La primera fue en 1945 cuando fue detenido por los norteamericanos y puesto en un campo de detención. Al no tener tatuaje de las SS pudo durante varios días ocultarse bajo otra identidad falsa, la primera de muchas que utilizaría en los años posteriores; decía llamarse Fritz Hollman. Después, cuando el cerco se cerraba sobre él, consiguió alguien que lo ayudara –otra constante en su vida- a escapar. En 1960 el Mossad estuvo a punto de secuestrarlo en Argentina cuando logró atrapar a Eichmann; por horas, Mengele logró fugar hacia Paraguay.

Joseph Mengele fue un monstruo que encontró en el ámbito deshumanizado de Auschwitz, en el que la vida no valía nada, la excusa perfecta para desarrollar su perversidad bajo la fachada de experimentos médicos que se encuentran entre los más tremendos y crueles de la historia de la humanidad. Su nombre surgió en los primeros juicios de Nuremberg y desde ese momento se convirtió en uno de los hombres más buscados.

Fue por eso que los estudios que analizaron los huesos exhumados, la dentadura y demás no sólo lo realizaron los forenses brasileros. También intervinieron médicos y agentes enviados por Estados Unidos, Israel y Alemania. Antes de que el dictamen se diera a conocer, Rolf Mengele, el hijo, reconoció que finalmente habían hallado a su padre, que él sabía de su paradero final desde el momento de su deceso, pero que prefirió no darlo a conocer para evitarles problemas a las familias que habían ayudado a su padre en los últimos años de su vida.

Claro que los estudios que se podían realizar en 1985 todavía no otorgaban certeza científica. Se basaban en testimonios, cartas manuscritos, documentos, registros médicos recuperados de Europa, fichas dentales. Esa pequeña brecha de incertidumbre era lo que no dejaba tranquilos a los que lo habían perseguido desde hacía décadas. Creían que lo de la muerte en el mar, la tumba en el pequeño cementerio de Embú y demás se trataba de otro ardid para escapar de la justicia.

Durante los años posteriores a la muerte en el mar del criminal nazi hubo decenas de denuncias de personas que creyeron haberlo visto en algún lugar del mundo; destinos tan dispares como Argentina, Unión Soviética, Hawái o Centroamérica.

Tanto es así que en febrero de 1986, el año del hallazgo de los restos en el cementerio de Embú, el Departamento de Estado norteamericano empezó su propia investigación para dar con el paradero de Mengele; tenían la convicción de que seguía con vida. Tres meses después, los gobiernos de Estados Unidos, Israel y Alemania coordinaron un plan de rastrillaje por toda Sudamérica para capturarlo y llevarlo hasta los tribunales. No sabían todavía, o no creían, que llevaba seis años muerto.

Las dudas se despejaron de manera absoluta cuando en 1992 se realizó un examen de ADN con muestras que extrajeron de su hijo Rolf. Se determinó que esos huesos eran de Mengele. Finalmente ya no cabían dudas de que el Ángel de la Muerte estaba muerto. La búsqueda de casi medio siglo se dio por finalizada.

Josef Mengele fue conocido como
Josef Mengele fue conocido como el Ángel de la Muerte. En Auschwitz desplegó su crueldad con experimentos inhumanos

El cuerpo de Josef Mengele, el de los experimentos macabros e inhumanos, el prófugo de tres décadas, no fue repatriado ni reclamado por su familia. Nadie quiso que enfermos y fanáticos acudiesen en peregrinación al lugar de su sepultura, ni que lo convirtiesen en un santuario de la perversidad y el mal.

Sin embargo, desde hace unos años, los huesos de Mengele son utilizados para estudiar. El Dr. Daniel Romero Muñoz encabezó el equipo que realizó los estudios que determinaron que esos huesos pertenecían al criminal de guerra. Treinta años después, Romero Muñoz se enteró que luego de su trabajo nadie había reclamado los restos y que seguían arrumbados en una caja en el archivo del Instituto de Medicina Legal de San Pablo. Pidió autorización para utilizarlos en sus clases y desde ese momento se encuentran en su cátedra. Con ellos muestra cada una de las marcas –por ejemplo, la cicatriz de una fractura en la pelvis que Mengele sufrió cuando se cayó de una moto en Auschwitz- que permitieron identificarlo, los utiliza para que los alumnos aprendan a cotejar la información que surge de los documentos con los huesos exhumados. Una paradoja de la historia.

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