Suena el teléfono. La chicharra parece un rugido que rebota contra las paredes vacías. Hace varias horas que las llamadas se repiten. Pero la chica no atiende. Hasta que cansada, o tal vez aburrida, levanta el auricular y saluda. Del otro lado, un silencio, como si el que había discado ya hubiera perdido las esperanzas de obtener respuesta. Es un hombre de mediana edad. La voz transmite su nerviosismo, las palabras salen tropezadas. Se presenta como puede y suelta la primera pregunta, quizá la única que tiene, la única que importa “¿Por qué lo hiciste?”. Brenda Spencer, la chica de 16 años responde tranquila, despreocupada: “¿Sabés que pasa? No me gustan los lunes. Tenía que hacer algo para levantar el día”. Cuando el periodista trató de hacer otra pregunta, de construir algún reproche, la joven colgó el teléfono. La charla la estaba aburriendo de nuevo.
Masacre en la escuela
El 29 de enero de 1979, 45 años atrás, se produjo uno de los primeros ataques a una institución educativa en Estados Unidos, uno de esos tiroteos que hoy se volvieron habituales. Había algunos antecedentes sangrientos, con muchas víctimas, pero este, el de la Grover Cleveland, una escuela primaria de San Diego, California, tuvo características especiales. Y la justificación más extraña y célebre por parte del perpetrador.
Faltaban pocos minutos para las 8.30 de la mañana. Varios chicos esperaban en la vereda a que se abrieran las puertas del colegio, para empezar la semana. El director Burton Wragg los saludó animadamente mientras ingresaban. Hasta que de pronto una sucesión de ruidos graves, secos. Como si se tratara de portazos furibundos, aunque todos supieron que no eran portazos. Durante los primeros segundos nadie entendía qué sucedía. Después ya quedó claro que alguien estaba disparando hacia la puerta de la escuela, hacia los chicos. El director Wragg y Mike Suchar, portero y hombre de mantenimiento de la institución, se desesperaron por hacer que los chicos salieran de la zona de fuego, por ponerlos a resguardo. Algunos ya estaban en el suelo, con alguna parte del cuerpo sangrando. El primero en caer fue Wragg, el director. Intentó seguir protegiendo a sus chicos y se puso en pie como pudo. Después fue el turno de Suchar. También fue alcanzado por una bala mientras cubría con su cuerpo a uno de los alumnos. Varios de los que corrían para resguardarse se resbalaban con los charcos de sangre que empezaban a formarse.
La policía tardó pocos minutos en llegar. Los disparos continuaban. Una tormenta de balas que parecía no tener fin. En los escasos y breves silencios sólo se escuchaban los gritos y llantos de los chicos. Robert Robb, uno de los primeros policías hizo su ingreso corriendo, desesperado por asistir a alguno de los chicos que estaban tirados –heridos o aterrados-en la galería de ingreso de la escuela. Después de poner a resguardo al primero y de que alguna bala le pasara cerca, mientras regresaba a buscar a otro, una bala que entró por su cuello lo derribó. El francotirador sabía lo que hacía, tenía buena puntería. Otro policía paró a un camión de basura que pasaba por la esquina, le pidió al conductor que se bajara, se puso él tras el volante y estacionó el vehículo en la puerta del colegio para que funcionara como escudo y así permitir que pudieran entrar los médicos que habían llegado en decenas de ambulancias.
De a poco, escapando de la zona de fuego, sacando a los heridos por la parte de atrás del edificio, la policía fue entendiendo los sucesos. Pese a la enorme cantidad de balas, 30 cinturones de proyectiles, había un solo tirador.
Buscando a la tiradora
No tardaron demasiado en determinar de donde provenían los disparos. De la casa de la vereda de enfrente a la escuela. Tampoco pasaron demasiados minutos hasta que alguno recordó que unos meses antes, la adolescente que vivía en esa casa había disparado con un rifle de aire comprimido contra los vidrios de la escuela. En esos frenéticos y terribles minutos se develó el misterio. El que disparaba no era un ex combatiente, ni un delincuente con otro objetivo ulterior. Era una adolescente con aspecto aniñado, que había pasado, pocos años antes, por esas aulas: Brenda Spencer, la chica de 16 años que vivía sola con su papá en la casa de enfrente.
Era una chica flaquita, con anteojos, pelo largo enrulado y rojizo, que pasaba mucho tiempo sola en su casa, esperando que el padre llegara del trabajo y del bar.
El jefe del operativo se negaba a aceptar la realidad. Estaba convencido que una joven era incapaz de provocar tanto daño. Se terminó de convencer cuando la vio apostado en una ventana, apuntando contra el operativo de evacuación de la escuela. Brenda apuntaba a su blanco y sonreía.
El grupo Swat se puso al frente de la crisis. Los chicos heridos fueron llevados al hospital y los otros, con paciencia y cautela, fueron alejados del lugar, del alcance de las balas de Spencer. Gran parte del trabajo de la policía consistió en contener a los padres desesperados que se acercaban al lugar tras escuchar las noticias en la radio y querían atravesar los distintos cercos de seguridad para rescatar a sus hijos.
A esa altura se sabía que tanto Burton Wragg, el director, como Mike Suchar, el hombre de mantenimiento, los dos hombres que intentaron proteger a sus alumnos, habían muerto.
Un negociador se puso en contacto con Brenda para convencerla de arrojar el arma y entregarse. La chica no parecía dispuesta a hacerlo. Cada tanto volvía a disparar. Los especialistas se preguntaban cuántas balas tenía en su poder. Las negociaciones se extendieron por 6 horas. Ella no cedía. Amenazaba continuar con su matanza. Las municiones parecían no tener fin.
La hamburguesa salvadora
El negociador le cambió de tema. Le fue preguntando por sus gustos, por la música que escuchaba. Hablaron un rato de las canciones de moda, de las que estaban al frente de los charts en esos días: Le Freak de Chic, los Bee Gees, Village People, Da Ya Think I´m Sexy ese encantador doble plagio de Rod Stewart. Brenda le dijo, también, que le gustaban las hamburguesas. El negociador le prometió una Whopper doble de Burger King si se entregaba. Ese fue el punto de quiebre. La chica aceptó de inmediato y se terminó convirtiendo en su única condición para rendirse. Apenas le mostraron la bolsa papel madera con la hamburguesa, las papas fritas y una gaseosa en un vaso transpirado de plástico, abrió la puerta de su casa, tiró el rifle a un costado y con las manos en alto se entregó.
La casa estaba casi vacía. Una heladera, dos colchones en el piso, decenas de latas de cerveza y de botellas de whisky vacías. Y muchas cajas de municiones apiladas contra una pared. Los investigadores descubrieron que Brenda había tomado mucho whisky y que lo había mezclado con varias pastillas de Tegretol, su medicación para la epilepsia.
Un amigo de la edad de Brenda se acercó a la policía para contar que, la semana anterior, la adolescente le había asegurado que en muy poco tiempo haría algo muy grande, algo que por fin la haría famosa.
El casi centenar de policías que rodeaba la casa no podían creer la fragilidad de la adolescente. Medía menos de 1.60 mts, apenas pasaba los 45 kilos de peso. Miraba a través de unos anteojos amplios mientras el pelo ondulado y colorado llegaba hasta su cintura. Escoltada por varios hombres, con las manos esposadas, la hicieron ingresar en un patrullero. Brenda se mostraba tranquila, casi no hablaba, no había ni desesperación, ni rabia, ni angustia en sus gestos.
La historia detrás de la asesina
La historia se fue reconstruyendo de a poco. Una madre que la había abandonado, un padre abusivo y bastante ausente. Para Navidad, Brenda había pedido un radiograbador para poder pasar sus cassettes y armar los típicos mixtapes con las canciones que pasaban en la radio. Pero el padre le regaló un rifle 22 semiautomático y cajas con 500 municiones. “Pedí algo para escuchar mis canciones y me regaló un arma”, le dijo Brenda a sus interrogadores.
En ese momento se supo que un periodista había logrado comunicarse con Spencer, el padre de Brenda. El hombre habría dicho que le regaló el rifle con la esperanza de que la chica se suicidara. Apenas apareció la nota publicada, Wallace Spencer negó los dichos y afirmó que se trató de un invento del cronista. Ante la policía dijo que le regaló el arma porque a veces salían a cazar juntos y que Brenda había demostrado tener muy buena puntería.
El saldo final de la tragedia fue de dos muertos, el director y el de mantenimiento, los dos héroes que con sus cuerpos cubrieron a los chicos que estaban por empezar su semana escolar. Hubo también 9 heridos; 8 alumnos y un policía. Algunos debieron permanecer internados varias semanas y varios fueron intervenidos quirúrgicamente. Todos quedaron con secuelas. Pero esas no fueron las únicas víctimas. Sóla las más inmediatas, las más evidentes. Toda la comunidad educativa quedó con stress postraumático. Hubo conversaciones, cursos, psicólogos puestos por el gobierno estatal. Algunos de los sobrevivientes siguen recordando con precisión el horror de esa mañana. La escuela se mudó de lugar a los pocos años. La matrícula había bajado mucho; los fantasmas del tiroteo no se despejaban. El dolor seguía estando allí, como si los disparos no se hubieran apagado, como si desde cualquier ventana vecina una mañana cualquiera los estuviera esperando agazapada Brenda o alguien como ella, que quería hacer más divertido un lunes aburrido.
Brenda fue condenada a prisión perpetua por los dos homicidios. Con la salvedad de que a los 25 años la pena podía ser revisada. La defensa cambió varias veces de versión para morigerar la responsabilidad de la chica. Habló de abusos sexuales por parte del padre, de la obnubilación de los medicamentos mezclados con el alcohol, de un brote pasajero. En alguna ocasión volvió a hablar de aburrimiento, de la molestia que le causaban los ruidos provenientes de la escuela, de la necesidad de agitar un lunes monótono, de la necesidad de hacer algo que le diera notoriedad. Sus pedidos para conseguir la libertad fueron rechazados año a años. La última vez fue en 2021. Su siguiente oportunidad será en 2025. Brenda tiene 61 años.
La canción de la masacre
A fines de enero de 1979, Bob Geldof estaba de gira por Estados Unidos con su banda The Boomtown Rats. Eran los primeros pasos en ese país y los músicos debían ir a radios locales para hacer notas y que el público se enterara de sus actuaciones nocturnas. Mientras esperaba que lo entrevistaran en una radio de Atlanta, se distrajo leyendo los cables que salían rítmicamente de la máquina del télex. Se detuvo en una frase en particular. Uno de esos cables consignaba que tras la masacre de Grover Cleveland, el colegio primario de San Diego, cuando el periodista llamó a su casa y le preguntó por qué había hecho eso (Tell me why, machaca la canción), Brenda Ann Spencer le respondió que no le gustaban los lunes. Geldof se debatió entre el horror por las muertes (en ese momento todavía de número incierto) y la fascinación por la frase. Al llegar al hotel comenzó a escribir una letra para un nuevo tema que pensaban poner como lado B de su próximo single. Lo hizo en ritmo de reggae aunque luego Johnnie Fingers, compañero de banda, modificaría eso. I Don´t Like Mondays, pocas semanas después, se convirtió en un gran éxito que llegó al número 1 en Inglaterra, el único en la carrera de The Boomtown Rats y de Geldof, quien luego se haría famoso ya no por sus canciones sino por su labor humanitaria a través de la grabación de temas benéficos con seleccionados de artistas y mega festivales cuya recaudación se destinaba a África.
Muchos después, cuando le preguntaron sobre la canción, Bob Geldof se mostró arrepentido. Dijo que había servido para hacer perdurar el tiroteo y a su perpetradora, que de otra manera se hubiera olvidado. Que ese fue un efecto que nunca calculó al imaginar una letra con la inesperada respuesta de la chica.