Sara Rus murió sin saberlo. Ignoraba que su vida era finita. Había caído en su propia trampa: nunca supuso que le llegaría la muerte. No era consciente de su deterioro. Sus últimos días fueron tristes y dolorosos, aunque ella no lo advirtiera. Había engañado a su familia, a su entorno cercano, a los periodistas, a la comunidad, a quienes conocían su historia. Ya había sobrevivido a tanto que parecía inmune. Pudo esquivar el Holocausto, a la dictadura militar, a la pérdida de un hijo, a la incertidumbre de no saber. La venció el tiempo. Fue abandonando la vida de a poco. “Nosotros también pensábamos que iba a ser eterna”, dice Natalia, su hija.
Murió la mañana del 24 de enero de 2024. Mañana hubiese cumplido 97 años. Seguía viviendo en su departamento de siempre, en el barrio de Belgrano, saturada de tulipanes: tulipanes en los floreros, en los cuadros, en las fotos. Había color en su casa. Había elegido rodearse de vida. Se vestía con tonalidades alegres, se maquillaba. Era elegante, coqueta, pispireta. Le gustaba salir bien en las fotos. Recibía a todos en su casa: periodistas, documentalistas, estudiantes de universidades, de colegios secundarios, de escuelas primarias. Su combustible era el ejercicio del recuerdo. Vivió para contar. Luchó para no olvidar. Repetía, como mantra, que peleaba por la memoria, la verdad y la justicia.
Se puso aros, un collar y se pintó los labios. Posó con el pañuelo blanco para las fotos. Dijo, antes de empezar una entrevista en 2018 publicada en Infobae, “tengo 91 años, ¿pueden creerlo ustedes?”. Bromeaba. Se reía. Veía el lado bueno de las cosas. Incurría en una lectura positiva de la vida. “Era la antítesis de una sobreviviente del Holocausto”, calificó su amiga y psicóloga Diana Wong. Lo que relataba era atroz, recreaba las miserias más inconcebibles de la raza humana. Lo que transmitía era bonhomía, templanza, amabilidad. Había un desbalance entre qué y cómo lo decía. Había un extraño equilibrio de tristeza y calidez en su testimonio. Parecía devolver un relato entrenado. Parecía tomar distancia de su propia historia.
Era una mujer sabia: hablaba en tercera persona. “Sara Rus es una sobreviviente del Holocausto y una madre de un hijo desaparecido. Esta es Sara Rus, que sigue contando su historia porque se siente obligada a hacerlo, para nunca olvidar lo que pasamos”. Esa era Sara Rus: la mujer polaca y judía que sobrevivió a los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial y que en Argentina tuvo un hijo al que la dictadura militar hizo desaparecer. Hablar de sus peripecias era su misión. Su hija Natalia decía que repasar su historia le sostenía el espíritu, le rejuvenecía el alma, le inyectaba vitalidad.
Fue en simultáneo: cuando dejó de enseñar su vida, de recibir a los curiosos que querían entender cómo podía tolerarse tanto dolor, empezó su deterioro. Habrá sido después de la pandemia, cuando la fragilidad de su salud ya restringía el ingreso de cualquiera. Intentaba que su presencia no se diluyera. Mandaba audios, recibía cartas, agradecía que su testimonio sirviera para no olvidar. Porque en definitiva Sara sabía que cuando hablaba de ella no hablaba solo de ella. Su vida era un salvoconducto de la memoria: lo que había pasado entre 1939 y 1945 en Europa y lo que había sucedido entre 1976 y 1982 en Argentina permanecía en su voz.
Pero Sara no contaba todo: clasificaba el tenor de sus vivencias y discernía la crueldad del espanto. Lo que había vivido ya era muy pesado para recuperarlo. “Yo no cuento grandes tragedias porque no es mi estilo. Algunos sobrevivientes cuentan cosas terribles que ni yo quiero creer. Me parece que son hechos que no son creíbles, que no se pueden entender. Jamás contaría algunos detalles, porque ya con la historia es bastante”.
Sara y el Holocausto
Lo bastante de su historia empieza en Lodz, Polonia. Bajo el nombre de Schejne María Laskier nace Sara, el 25 de enero de 1927. Dijo que su niñez estuvo colmada de cariño y que no conoció las mieles de la adolescencia. Su infancia avanza hasta sus primeros grandes recuerdos, hacia la anécdota de los alemanes y de su violín. “Hay momentos que siempre los cuento porque fueron muy fuertes en mi vida. Como cuando tenía doce años y los alemanes entraron a Lodz como si fuera su casa, sin luchar ni nada: no rompieron ningún edificio, solo destruyeron el templo judío. Yo de chiquita quería tocar el violín porque un amigo de papá que era violinista dijo que tenía muy buen oído. ‘Yo te enseño a tocarlo pero te tienen que comprar uno’, me dijo. Mis padres entonces me compraron el violín. Yo lo adoraba y lo empecé a tocar de oído, todo de oído. ¿Las notas? Qué voy a saber las notas. Esto fue antes de que estallara la guerra. Justo entraron los alemanes a mi casa y vieron el violín en la mesa donde trabajaba mi papá que tenía un taller de costura. Preguntan en alemán ‘¿de quién es este violín?’. Le contesta mi madre también en alemán, porque en mi casa todos hablábamos alemán. ‘A mi nena le gusta tocar el violín’. ‘Ah, ¿te gusta tocar el violín?’, dice y lo rompe a pedazos en la mesa. Esa fue la primera impresión que tuve de los alemanes. Pensábamos que podían ser personas normales, aunque ya se sabía lo que eran, pero yo al ser tan chiquita no podía apreciar tanta maldad. Así los conocí”.
La invasión alemana fue en 1939. Con vallas de maderas y alambres de púas, sellaron una zona de fábricas para aislar a judíos y gitanos del resto de la civilización. El gueto de Lodz fue el hogar de la familia Rus durante cuatro años. Más de 165.000 judíos quedaron confinados en la segunda reclusión más grande de la ocupación nazi. Se conformaron con una habitación asignada. “Fueron momentos muy difíciles. Yo siempre quise tener un hermano. Justo mi mamá se quedó embarazada cuando estalló la guerra. Esas cosas que no debían haber pasado y pasaron. Mi mamá tuvo un nene en el gueto. Fue un varón hermoso. Vivió tres meses nada más. Falleció de desnutrición porque mi madre no tenía leche. Yo era chiquita y salía corriendo a buscar un poco de leche para él, porque la repartían en un jarrito a las mujeres embarazadas. Me ponía en la fila a las cinco de la mañana para que me dieran un poquito de leche para mi hermano y las mismas mujeres embarazadas me sacaban porque creían que la quería para mí. ‘Vos nena andate de acá’, me gritaban. Por hambre se hace cualquier cosa. Al año mi madre queda embarazada otra vez. Creo que fue un nene. Los alemanes lo mataron al nacer. Y ya no tuve más hermanos”.
Sara decía que hubo cosas que no debieron haber pasado y pasaron. Y sabe también que hubo otras cosas que el destino había preparado para ella. Como el sol en la tempestad o la flor en la sequía, es la historia de amor en tiempos de barbarie. “Trabajaba en una fábrica de sombreritos para niños. Tenía mucha cancha para coser porque en mi casa ya cosía. Los domingos eran libres. Nos podíamos encontrar con familia, con amigos. Un día mi papá salió a pasear un poco, a tomar un poco de aire, y se encontró con un joven, un lindo joven. Bernardo se llamaba. Empezaron a charlar y lo invitó a casa. Era un muchacho bien vestido, usaba botitas, era canchero. Muy bonito, muy linda cara. Cuando se emocionaba, empezaba a tartamudear, se atragantaba con sus palabras. No sé si mi hija alguna vez lo notó. Yo ya me sentía una mujer adulta. Tenía quince años pero trabajaba, cuidaba a mi mamá. La verdad es que lo miraba mucho, me gustaba. Pero tenía que disimularlo porque al lado mío él era un señor. Mi madre se dio cuenta de que no lo disimulé bien. Cuando el muchacho se fue, le avisó a mi padre: ‘La nena miró demasiado a este muchacho. Acordate, que no traiga cosas raras a casa’. Y él empezaba a venir cada vez más seguido. Ya teníamos confianza, pero no éramos novios ni nada parecido. Un día estábamos charlando y nos pregunta a dónde nos gustaría ir cuando terminara la guerra. Nosotros teníamos dos ideas: Palestina o Argentina, porque un hermano de mi mamá ya estaba en Argentina. Este muchacho en el gueto me pregunta si tenía una libretita. En esa época todas las nenas teníamos una. ‘Sí, tengo’, le dije. Él la agarró. Escribía y dibujaba muy bien. Era prácticamente un pintor. Con lápiz hacía retratos increíbles. Dibujó la clave de sol e hizo rayas como si fuera a escribir una partitura. ‘Yo te pongo una fecha para que nos encontremos en Buenos Aires’, me dijo. Anotó una fecha: 5 del 5 del ‘45. Estábamos en el ‘44. Yo la guardé como un tesoro. Claro, cuando llegamos a Auschwitz nos sacaron todo y a mí esta libreta. Pero yo ya tenía la fecha en la cabeza. Pero la guerra no terminó muy pronto”.
En julio de 1944, Sara, su padre y su madre fueron deportados al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Se quedaron en Auschwitz los que habían sido designados para trabajar. Ellos siguieron hacia Birkenau. Caminaron los tres kilómetros, las tristemente célebres “marchas de la muerte”. Birkenau fue una fábrica de muerte: en 18 meses mataron a 850 mil personas. Ellos desconocían su destino. Vivieron escenas de desconsuelo, terror y miserias. El dolor eternizado revaloriza los momentos felices. Los cotiza. Los deconstruye. “Salvé a mi madre y después la encontré. Esos fueron dos grandes momentos de alegría. Los alemanes no tenían sentimientos, no les importaba nada. Cuando llegamos a Birkenau desde Auschwitz, los hombres ya no salieron con nosotras, los llevaron a otras barracas. Esa fue la última vez que vi a mi padre. Yo estaba con mi madre, pero de repente nos separaron porque ella parecía muy débil. A mi madre la llevaron a la izquierda y a mí a la derecha. Yo estaba con las mujeres, pero no conocía a ninguna. En ese momento solo existía mi madre para mí. Al verme sola sin mi mamá, me atrevo a acercar a un alemán gordo, con un rebenque así de grande. Las otras mujeres me tiraban para atrás y me decían ‘no, nena, te va a matar’. Les dije: ‘Bueno, que me mate, yo quiero estar con mi mamá’. Me acerco al alemán: ‘¿Cómo te atrevés a presentarte frente mío?’. Me lo dice en alemán y yo le entiendo todo. Le contesto: ‘Vos me sacaste a mi mamá’. Así nomás, no lo traté de usted. ‘¿Y vos hablás alemán?’. Le dije que sí. ‘Andá a buscar a tu madre’, me dice y me la traje para mi lado. Las otras mujeres desaparecieron: seguramente fueron gasificadas o de cualquier manera liquidadas. Pero yo seguía con mi madre. Esa fue una felicidad tremenda”.
Sara estaba con su madre, pero en Birkenau, un campo de exterminio. Lo que pasó después escondía en un escenario de atrocidades otra pequeña gran felicidad. “Al llegar nos hicieron desnudar a todas para controlarnos y ver nuestra higiene. En ese momento tenía pelo largo. Mi madre estaba al lado mío. Entramos a un lugar y vemos escrito en alemán ‘Eine Laus dein Tod’, ‘un piojo, tu muerte’. Yo pensaba que mi pelo debía tener miles de piojos. Mi madre pensaba que me iban a matar. Llegamos a la revisión. A mi madre con otras personas la llevaron a empujones no sabía hacia dónde. Con el pelo largo, me sacan de la fila, me sientan en una silla y me empiezan a revisar el pelo. No encuentran un piojo. Fue mi salvación. Me cortaron las trenzas, me dejaron el pelo cortito y me llevaron a empujones a un lugar lleno de vapor. Había mujeres desnudas y peladas. Ni me daba cuenta que las estaban pelando porque estaba muy ocupada con mi pelo corto. Entré y no sabía dónde estaba mi mamá. De repente no tenía más mamá. Empiezo a gritar ‘mamá, mamá’. Había una persona chiquitita, pelada, que parecía muy viejita, sentada en un escalón. Agarro a esta señora y le pregunto: ‘¿Usted no vio a mi mamá?’. La señora me dice: ‘Hija, te estaba esperando. Yo soy tu madre’. Este fue un momento feliz”.
Después de Auschwitz y Birkenau llegó Mauthausen, otro campo de concentración pero en Austria. Eran los primeros meses de 1945. Ella tenía por entonces 17 años. Sara narró, en la nota publicada en 2018 en este medio, una historia de resurrección. “Llegamos, nos bajaron de los vagones. Estaba con mi madre totalmente sin fuerzas. No podíamos ni ponernos de pie. Teníamos que caminar desde la estación hasta el campo. Era terrible. Mi mamá se caía: yo creía que estaba muerta y no tenía fuerzas para arrastrarla. El grupo ya se había alejado bastante de nosotros. Las guardias alemanas estaban furiosas con nosotras. Una le dijo a la otra: ‘Vos arreglate con la señora que yo me voy con la niña’. Yo sabía lo que querían decir: la iban a matar. ‘Yo no voy a dejar a mi madre. Si querés podés hacer conmigo lo que se te antoje’, les dije en alemán. En ese interín, viene un hombre del ejército alemán sin la SS y pregunta qué es lo que estaba pasando acá. Les dice a las alemanas que se vayan a cuidar al grupo de gente. Él me pregunta qué había pasado: le dije que no sabía si mi madre vivía o no porque ya no abría los ojos. Teníamos un tapadito y nos habían dado un jarrito. Me dijo que fuera al arroyo que pasaba por ahí cerca y que agarrara un poco de agua para tirárselo a mi madre. Podía ser que se haya desmayado por el cansancio. Le tiro un poco de agua y le empiezo a hablar. Ella abre los ojos. ‘Mamá, ¿me vas a ayudar?’. ‘Bueno vamos, vamos’, me dice y comienza a moverse. Podés imaginar mi alegría al verla otra vez con vida. De a poco empezamos a llegar al campo. Allá nos agarraron, nos metieron en un galpón. Había mucha gente tirada ya, no sabíamos si estaban muertos o si seguían vivos. Llegamos y empezamos a escuchar lo que decían ahí. ‘No tomen agua’, nos decían y nosotras moríamos de sed. ‘Nos van a dar agua envenenada’, nos avisan. No sé qué pasó que salí un minuto de la barranca, pasó una persona con una cuchara con manteca. Se la saqué y se la metí a mi madre en la boca”.
Contaba sucesos que no sabía que su memoria conservaba. Y lo celebraba. Era mayo de 1945: se palpitaba la avanzada de los Aliados mientras se acercaba la fecha que había escrito Bernardo en su libreta. La historia, créase o no, concede algunas coincidencias sugerentes. “Los alemanes empiezan a entrar y decirnos ‘¿quién viene con nosotros?’ porque se acercaban los americanos. Podés imaginarte quién quería ir con ellos. ¿Sabés qué día vinieron los americanos? Entraron el 5 del 5 del ‘45. Cuando ven esta escena de personas sin fuerzas y con un aspecto espantoso, desde el oficial con el rango más alto hasta el soldado empiezan a llorar. No podían creer lo que estaban viendo. Para nosotros había terminado la guerra”.
Sara era libre. La vida se había normalizado. Ya no necesitaba resolver cómo sobrevivir un día más. Quería dedicarle tiempo a sus pasiones. “Desde Austria empecé a pensar en Bernardo. Gente que pasaban por el campo decía que lo habían matado y yo sufría mucho. Una chica viajó a Lodz a buscar a su hermana y volvió a Austria con una carta. En Polonia se había encontrado con una amiga suya que conocía a Bernardo. Estas cosas que tienen que ocurrir, viste… Bernardo sabía que yo había sobrevivido con mi madre y me mandó una carta a través de esta chica que decía ‘te estoy esperando, si no te encuentro nunca me voy a poder casar’. Yo no lo podía creer”.
Se dirigieron a Lodz donde su madre consiguió empleo temporal. Bernardo estaba en Katowice trabajando como investigador. Sara fue en su búsqueda: era una joven inquieta y arriesgada. Viajó en tren sin saber dónde encontrarlo. Se instaló con un grupo de refugiados judíos que fundaron una agrupación. Allí conoció un chico que la orientó: le dijo en qué edificio podía estar su novio y le informó que la jornada laboral terminaba a las seis de la tarde. Hizo guardia allí. El resto es testimonio de Sara: “No veía a ningún conocido hasta que de repente aparece el hermano de Bernardo, que yo había conocido en el gueto de Lodz. Casi me descompongo. Empiezo a gritarle ‘Miete, Miete’. Se llamaba Maximiliano pero le decíamos Miete. Se da vuelta, me ve y enloquece. ‘Mi hermano te está esperando’, me dice. Él lo llama por teléfono. Me cuenta que escuchaba ruidos de sillas, gritos, que era como una revolución de alegría. Me llevó a la casa donde estaba Bernardo. Y el encuentro fue increíble. Perdimos el habla, no podíamos hablar de la emoción”.
No fue desde el 5 del 5 del ‘45 pero fue para siempre. Enamorados y juntos volvieron a Lodz. Se casaron para tranquilidad de su madre. A él le habían prometido un supuesto puesto de gobernador de una ciudad. Se trasladaron hacia allí: “Vivimos en una casa que no se podía creer. Estaba llena de alfombras, tenía una recepción grande, un living comedor y dormitorios arriba”. Pero el sueño duró poco. Los polacos empezaron a rebelarse ante la autoridad de Bernardo. Ellos se paseaban con lujos en una época crítica de posguerra. El disparo de una carabina hacia su dirección fue suficiente amenaza para huir. Se dirigieron a un campo de refugiados en Berlín donde Sara se convirtió en una reconocida actriz. Su tío los esperaba en Argentina: les avisó que por decisión política los judíos tenían prohibida la entrada al país, pero que podían ingresar vía Paraguay. Después de algunos meses en Alemania, decidieron abandonar Europa. Era 1948 y empezaba otro capítulo de su vida.
Sara y la dictadura
“No sabíamos hablar el español. Entendíamos todo al revés. En Paraguay nos llevaron a un hotel, nos sirvieron el desayuno. Estuvimos varios meses hasta que pasamos hacia Argentina de manera ilegal. Acá nos pusieron presos porque cruzamos el río Paraguay en un bote todo roto en el que casi nos hundimos, pagando para que nos hicieran entrar. Éramos diez personas en total. Llegamos a Clorinda con una lluvia tremenda. Se ve que desde una choza le avisaron a la policía. Vino un policía a caballo y vio el grupo de gente. No entendíamos nada. Miró a mi madre toda mojada y creo que le dio lástima. La sentó arriba del caballo y nos llevó a su casa. Nos dieron de comer, nos dieron calor, y al otro día vino un colectivo y nos llevó a una cárcel de Formosa. Los carceleros también nos atendieron de manera increíble pero no nos entendíamos. Llamaron a alguien para que pudiera hablar con nosotros. Vino una familia de judíos de Formosa que nunca vamos a olvidar. Pusieron plata para que pudiéramos salir. Nos llevaron a una iglesia que estaba llenos de judíos que habían pasado por lo mismo que nosotros. Nos avisaron que nos iban a mandar de vuelta a Paraguay. Pero mi esposo no quería volver. Dijo que le iba a mandar una carta a Eva Perón. En ese momento se empezaba a decir que Evita ayudaba a la gente. Le escribió una carta en polaco. Se ve que ella la hizo traducir porque nos respondió que no nos preocupáramos, que no nos iban a mandar a Paraguay, que nos iban a llevar a Buenos Aires”.
Se asentaron en Villa Lynch, en la casa de su tío, en 1948. Le habían construido una casilla especial a ella y a su marido. “Nos moríamos de calor pero no importaba”, describió. Bernardo aprendió el oficio de anudador textil. Comenzaban a progresar. Sara había tenido un accidente en una fábrica de aviones durante su confinamiento en Mauthausen. En un turno nocturno, no divisó un riel en el piso, se tropezó, cayó hacia atrás y casi muere, desangrada por las heridas y afectada por las infecciones. Le habían asegurado que no iba a poder ser madre. Solía llorar por las noches. En Argentina, un médico le juró que iba a hacer todo lo posible para que tuviera un hijo. El embarazo fue traumático pero fue. El 24 de julio de 1950 nacía Daniel Lázaro Rus, el sueño de Sara, el momento más feliz de su vida.
Su hijo hablaba solamente el idish porque sus padres todavía no se habían aprendido el castellano. Cinco años después llegó Natalia, la segunda hija de Sara y Bernardo: “Fueron unos años increíbles, una felicidad absoluta”. Daniel se convirtió en uno de los alumnos más destacados de su colegio, hacía natación en un club de San Martín, era hincha de Boca y quería aprender a tocar el piano. “Desgraciadamente mi hijo soñaba con ser físico nuclear. Estaba en séptimo grado y el maestro estaba enloquecido porque ya le había dicho que quería ser físico nuclear. Nosotros ni siquiera sabíamos lo que significaba. Terminó la facultad y entró a trabajar en la CNEA (Comisión Nacional de la Energía Atómica) en el ‘76. En el ‘77 ya se había muchos amigos. Yo no sabía que estaba de novio con una chica”.
El 15 de julio de 1977 a las 14:30 se llevaron a Daniel Rus de la puerta de su lugar de trabajo. “Me acuerdo que era un viernes. Él ayudaba a su padre en el trabajo. Habíamos comprado un auto y él tenía que venir a repartir las telas. Pero no venía y no sabíamos qué pasaba. Llamamos a la comisión y nos dijeron que ya se había ido. Empezamos a llamar a la policía para saber si lo habían arrestado casualmente y a todos los hospitales por si había tenido un accidente. Después me contaron que pasó una camioneta y se llevó a 16 ó 17 personas”.
“Sabíamos que una semana antes se habían llevado a un amigo de él, a Jorge Badillo. Nosotros ya sabíamos lo que pasaba: queríamos mandarlo a Uruguay, a cualquier lado, con tal de sacarlo del país. Y él nos decía: ‘¿Qué hago yo? No hago nada. A mí no me van a llevar’. Seguro que no lo iban a llevar. Y seguro que lo llevaron”, dijo Sara. Ya había sostenido estoica e incólume el crudo relato de su supervivencia en el Holocausto. La historia sin definición de su hijo la convertía en una mujer permeable, vulnerable. Contó que en 2017, en un homenaje de la CNEA a los desaparecidos, conoció a una mujer especial: “Mientras preparábamos los mosaicos y los azulejos, se acerca una señora diciendo que quería conocer a Sara Rus. Me la presentan. ‘¿Usted sabe que yo fui la novia de su hijo?’. Me descompuse, me tuve que sentar. Él nunca me la había presentado. Ella me contó que estaba muy enamorada de él: ‘Nunca lo olvidé, nunca’. Fue muy fuerte escuchar esto después de tantos años, desde el ‘77 hasta hoy”.
La búsqueda fue absoluta, obstinada y exhaustiva. Recorrieron países, instituciones, agotaron todas las vías de información. Bernardo les escribió una carta a Jorge Rafael Videla, a Emilio Eduardo Massera y a todos los directivos de la Junta Militar. Recibieron respuestas de evasión: decían desconocer la condición de “desaparecido” y asumían con cinismo el compromiso de la búsqueda. “No sé si lo mataron enseguida. No creo, seguramente estuvo detenido mucho tiempo. Es terrible pensar qué tortura le hicieron. Ellos copiaron el modelo de los nazis. No se puede entender que exista tanta maldad en un ser humano. Los que sobrevivieron contaron que recibían electricidad en los pies, en los cuerpos. Estaban tan preparados para hacer sufrir…”. Es lo último que dijo en la entrevista antes de entrar en llanto. Se entiende así cuando jura que el momento más triste de su vida “fue cuando me di cuenta que nunca iba a recuperarlo”.
A Sara la vencía la pérdida de su hijo. Perdía contra su propia consigna: “Hay momentos que viví y son muy fuertes, y por dentro es difícil contener las lágrimas. Pero trato de no llorar. La gente me mira: ellos lloran, yo veo que están emocionados y me mantengo con fuerzas para no lagrimear. A veces me sale. Pero hay otras veces que la cuestión de mi hijo me remueve mucho”. La mujer que soportó el frío, el hambre, la guerra y el horror se desarmaba cuando reconstruía la historia de Daniel.
Durante el proceso de investigación sobre el paradero de su hijo, Sara cruzó la Plaza de Mayo para dirigirse al Ministerio del Interior donde tal vez conseguía datos. No obtuvo respuestas pero en el trayecto halló consuelo y resguardo. “Cuando estaba llegando ya veía unas mujeres raras sentadas en los bancos de alrededor. Yo en la fila para entrar al Ministerio escuché que ellas tenían el mismo problema que yo. Me senté en uno de esos bancos, hablé con una y me dice que son de las primeras que empezaron a andar por ahí. Les dije: ‘Yo me quedo con ustedes. Todo lo que hagan, voy a hacer yo’”. Se afilió: era una Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Su tarea consistía en perpetuar la historia y estimular la memoria. “Estamos por una finalidad: destacar las maldades que le han hecho a nuestros hijos y decirles a los chicos que no se olviden lo que vivimos. Porque nunca se olvida a un hijo”. Para una mujer que sobrevivió al Holocausto y que es madre de un hijo desaparecido, los parámetros del dolor no son los convencionales. “El dolor es algo que te queda adentro, instalado en tu cuerpo y que jamás vas a poder sacar, más allá de todo lo que hagas y de todo lo feliz que puedas ser”. Su táctica para engañar o paliar la pena era justamente la que la mantenía activa: “El dolor se cura hablando, sacándolo y compartiéndolo con gente que me quiere escuchar”.
No solo hablaba Sara. Enseñaba también el pañuelo blanco, la carta dirigida a Videla escrita por su marido y el álbum de fotos que resumía su trayectoria: imágenes de sus años de actriz, recortes periodísticos de sus obras de teatro, retratos de Bernardo y de Daniel. Decía, a sus 91 años, estar siempre dispuesta a explayarse: “Conozco personas que jamás podrían contar su historia. Algunos sí pueden contarla porque sienten que sobrevivieron para eso: yo quedé viva para contar mi historia y para que jamás se repita”. Su deseo era que estos tormentos no se olvidaran. Repetía que le importaba la memoria y que por más que la entendieran, nadie iba a saber jamás lo que vivió. Pero no lo decía perturbada o afligida: no era un relato cargado de pena o nostalgia. Hablar la aliviaba. El recuerdo de su historia la liberaba. Quería que la recordaran con alegría. Pensaba que iba a ser eterna. No se equivocó.