Tal vez, sólo tal vez, este año, cuando se cumple un siglo de su muerte, sepamos cómo y de qué murió Vladimir Illich Uliánov, un nombre que acaso diga poco pero que quedó oculto durante la mayor parte de la vida de su dueño por el apodo que él mismo eligió para moverse en los ambientes revolucionarios europeos de finales del siglo XIX y los inicios del XX: Lenin.
Es más sencillo reconstruir la vida clandestina del que fuera héroe de la Revolución Rusa, que afirmar de qué murió Lenin el 21 de enero de 1924, hace hoy cien años. Lenin esta algo devaluado hoy. Los honores que durante casi un siglo le rindieron frente a su catafalco instalado en la Plaza Roja, con el cadáver embalsamado, trajeado y maquillado, que parecía dotado todavía de una chispa de vida, han pasado ya a mejor vida, como el homenajeado y en realidad, la Rusia de Vladimir Putin se anima a debatir si Lenin no estaría mejor sepultado que exhibido.
Si algo tiene la muerte es que es total y que el último trazo de la vida se empeña en dejar más o menos en claro qué es lo que acaba con ella. Con Lenin no pasa eso. Las hipótesis sobre su muerte son varias: la historia oficial habla de un masivo derrame cerebral, sin que se haya especificado nunca qué lo provocó. Otra hipótesis habla de una ateroesclerosis galopante que derivó en el infarto cerebral. Lenin tenía cincuenta y tres años al morir y no padecía ningún factor de riesgo que justificara la obstrucción de sus arterias por acumulación de lípidos y colesterol: no era obeso, no era hipertenso, no era diabético, no fumaba, no bebía y hacía ejercicio con regularidad. Pero su padre y dos de sus hermanos murieron muy jóvenes de ateroesclerosis.
También se esgrimió como causa de su muerte una sífilis cerebral, o neurosífilis, o meningitis aséptica sifilítica. Según documentos desclasificados hace cinco años, Lenin fue tratado por sífilis en una clínica suiza en 1896, a sus veintiséis años. La última de las hipótesis tampoco debería ser descartada de plano: afirma que lo envenenó Stalin, que iba a heredar todo el poder de la Unión Soviética que Lenin había fundado. La autopsia de Lenin no guarda registro alguno de pruebas toxicológicas.
De esa autopsia participaron varios grandes médicos soviéticos. El informe final fue reescrito tres veces. Allí figura el diagnóstico oficial que revela: “Aterosclerosis común de las arterias con una lesión pronunciada de las arterias del cerebro”. No hay mucha más información. Los médicos callaron para siempre los detalles de aquella autopsia y se llevaron los secretos, si los hubo, a sus tumbas. A la momia embalsamada que se exhibe en el mausoleo de la Plaza Roja le falta el cerebro. Los médicos lo extirparon para estudiarlo porque a Stalin se le había ocurrido que era un deber patriótico determinar que Lenin había sido un tipo sensacional, con un cerebro especial.
El diario de la enfermedad de Lenin, que reunía datos esenciales y fue escrito durante los dos últimos años de su vida, fue material clasificado durante setenta y cinco años. En 1999, cuando ese largo plazo estaba a punto de cumplirse, aún vivía Olga Uliánova, sobrina de Lenin. La mujer pidió que la documentación fuera reservada por otros veinticinco años, hasta 2024. De modo que el momento de saber algo más es ahora. O nunca.
Lenin había nacido el 10 de abril de 1870, según el calendario juliano que regía entonces en Rusia, el 22 de abril de ese año según el calendario gregoriano dictado por el Papa Gregorio XIII en 1582. Su adolescencia estuvo marcada a fuego por fusilamiento de su hermano mayor, acusado de diseñar y armar unas bombas con las que un grupo de estudiantes planeaba asesinar al zar Alejandro III. Esa ejecución, Lenin tenía diecisiete años, lo decidió a encarar una furiosa oposición contra el régimen zarista. En 1895, a sus veinticinco años y ya como abogado, organizó en Petrogrado, hoy San Petersburgo y que fue antes Leningrado en su honor, se asoció a círculos marxistas revolucionarios y organizó la “Unión para la Lucha por la Liberación de la Clase Obrera”, que sería el alma de la revolución social según los textos de Carlos Marx. Fue a parar a la cárcel durante un año y luego obligado a exiliarse en Siberia por otros tres años.
Dejó Rusia ni bien terminó su condena en 1900, y viajó a Europa occidental, adoptó su nuevo nombre, Lenin, siguió con su actividad revolucionaria y escribió un libro, “Qué hacer”, que impulsaba un partido disciplinado de revolucionarios profesionales, encargado de instaurar el socialismo en Rusia. Así dio el primer paso, literario y político, encaminado a convertirse en el ideólogo, acaso el filósofo, del marxismo al que impondría su impronta, marxismo-leninismo, como base de los regímenes comunistas.
En 1903, en Londres, Lenin y otros marxistas rusos fundaron el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso; nació con mala estrella dividido al medio desde su inicio por dos tendencias bien marcadas: los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, defendían el militarismo; los mencheviques abogaban por un movimiento democrático hacia el socialismo. En 1912 Lenin puso fin a la división y se quedó al frente del Partido Bolchevique.
Para entonces, siete años antes, en 1905, había estallado en Rusia un movimiento que paralizó con huelgas el amplio territorio del imperio, hasta que el zar, Nicolás II, prometió reformas, una constitución rusa y una legislatura elegida por votantes. Pero las promesas duraron menos que el enunciado: el zar anuló las mayorías de las reformas y en 1907 Lenin tuvo que volver al exilio europeo.
Se opuso a la Primera Guerra Mundial, que calificó como un conflicto imperialista, y llamó a los soldados rusos a “apuntar a los líderes capitalistas que nos enviaron a las trincheras asesinas”. En realidad, la guerra contra Alemania fue un desastre para Rusia, sufrió miles de bajas y la economía se deshizo por el costoso esfuerzo de guerra. En marzo de 1917, a casi un año de que terminara el conflicto, estallaron violentos disturbios en Petrogrado que vieron marchar a huelguistas y soldados, juntos, en protestas masivas. El zar Nicolás abdicó, la dinastía Romanov dejó de regir los destinos de Rusia como había hecho durante cuatro siglos, y un año después, en julio de 1918, la familia real, el zar, la zarina Alejandra y sus cinco hijos, cuatro muchachas y el heredero Alexis, de catorce años, fueron fusilados por los bolcheviques en Ekaterimburgo.
Lenin y su grupo de complotados llegaron a Rusia en plena hecatombe, con el visto bueno del Kaiser Guillermo de Alemania, que les permitió el paso por sus tierras hacia Suecia en un vagón de tren sellado. Berlín anhelaba que los socialistas de Lenin quebrantaran el esfuerzo bélico ruso y apuraran la firma de la rendición. Era un anhelo acertado. El frágil gobierno provisional, el que había visto abdicar al zar, apenas podía llevar adelante un mínimo plan de gobierno. Lenin propuso que el poder pasara a los “soviets”. Lo denigraron como “agente alemán”, y si bien huyó a Finlandia en julio, ya había despertado, junto con el resto de los bolcheviques, un fuerte apoyo popular que los llevó a ganar la mayoría en las elecciones del soviet de Petrogrado, que era la capital del imperio. En octubre, Lenin regresó en secreto y el 7 de noviembre los Guardias Rojos liderados por los bolcheviques, derrocaron al gobierno provisional y proclamaron el régimen soviético: era el embrión de la URSS. Por la diferencia en el uso de los calendarios, ésa, la del 7 de noviembre, es la famosa Revolución de Octubre: un golpe contra un gobierno provisional.
Lenin pasó a ser entonces el primer dictador del primer estado marxista del mundo; hizo las paces con Alemania, nacionalizó la industria, distribuyó parte de la tierra y se embarcó en una violenta guerra civil contra los “blancos”, las fuerzas zaristas y los mencheviques, que fueron derrotados en 1920. En 1922 quedó establecida la URSS, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Para entonces, la salud de Lenin era frágil. La tarde del 30 de agosto de 1918, en plena guerra civil y euforia triunfadora, Lenin dio un discurso en una fábrica de armamentos en las afueras de Moscú. Cuando salió, y antes de que entrara en su coche, oyó el grito de una mujer que parecía dirigido a él; giró para enfrentarla, ese giro le salvó la vida, y la mujer le disparó tres balazos. El primero, que iba dirigido a la cabeza de Lenin, dio en su abrigo e hirió a otra mujer. Los otros dos le dieron en el hombro y en el pulmón.
La autora del atentado era Feiga Jaimova Roytblat-Kaplan, conocida como Fanni Yefímova Kaplan, o Fania, o Fanny Kaplan, o Dora entre sus amigos. Tenía treinta y un años, era anarquista y estaba convencida de que Lenin había traicionado a la revolución. La ejecutaron el 3 de septiembre, después de un terrible interrogatorio y mucho antes de que se aclarara el real alcance del atentado. Lenin, herido, fue llevado al Kremlin. Su temor de una conspiración mucho más amplia que la que indicaban los indicios, le hizo rechazar cualquier tipo de atención médica que no se practicara tras las paredes de aquella fortaleza. Los médicos no pudieron extraerle las balas y pasó casi un mes en recuperación, hasta el 25 de septiembre, en una dacha de las afueras de Moscú. Sin embargo, los biógrafos del líder soviético coinciden en que nunca se recuperó del todo de sus heridas y que las secuelas del atentado influyeron en los posteriores accidentes cerebrovasculares que lo incapacitaron primero y terminaron con su vida después.
El 25 de mayo de 1922 Lenin sufrió un infarto cerebral. Cayó al suelo, la vista nublada y las piernas incapaces de sostenerlo: era incapaz de pronunciar palabra y recién semanas después recuperaría el habla. Los médicos informaron que padecía “una perturbación grave del funcionamiento de las redes sanguíneas del cerebro”. En ese momento, Lenin es un hombre joven, tiene cincuenta y un años, es sano y fuerte, no se conoce que padezca ninguno de los factores de riesgo que pudieran predecir, o justificar, un infarto cerebral a una edad tan temprana. Hace unos años, el especialista Harry Vinters de la Universidad de California en Los Ángeles, un experto y catedrático en neurología y neuropatología, explicó en una conferencia, junto al historiador ruso Lev Lurie qué pudo pasar con Lenin, sobre todo porque la ausencia de factores de riesgo llevó a pensar que el líder soviético padecía neurosífilis, una enfermedad de transmisión sexual que provoca graves daños cerebrales. Lenin había sido tratado por sífilis en Suiza a sus veinticinco años.
Vinters aseguró que la sífilis meningovascular deja huellas diferentes a las detectadas en el cerebro de Lenin, que fue objeto de estudio. “No vi evidencias de eso en el informe de la autopsia -explicó Vinters- El otro vaso que suele verse afectado por la sífilis es la aorta y tampoco se describe algo así en la autopsia”. Lo que Vinters sostuvo fue que existía una predisposición genética de Lenin a la ateroesclerosis, enfermedad que había causado la muerte de su padre y de tres de sus hermanos.
Cuando por fin Lenin se recupera de su infarto cerebral, ya se ha desatado la guerra por sucederlo. La encabeza Stalin, que había escalado a la cima del poder con el aval de Lenin. El retorno a la vida política del líder soviético es lento y pedregoso. Los médicos le ordenan descansar y él los echa a gritos de su lado. Durante el verano boreal de 1922, el Politburó, el máximo organismo de gobierno de la URSS, decide por Lenin si el líder puede y debe asistir a sus reuniones. El enfermo se queja ante Stalin, dice que sus médicos lo infantilizan: no sabe, no percibe siquiera que Stalin lo traiciona. Pronto lo sabrá.
En octubre y diciembre, Lenin fue uno de los asistentes al IX Congreso de la Internacional. Ya no era el mismo y todo el mundo lo supo de inmediato. Se lo veía débil, su voz, que solía cautivar a quienes la escuchaban, sonaba más frágil, menos contundente, resquebrajada y anémica. A sus íntimos Lenin les confesó que le temblaban las piernas y que le costaba mantenerse en pie. También estaba golpeado porque o bien había intuido, o ya tenía la certeza de la traición de Stalin que buscaba sucederlo a cualquier costo.
Tuvo otra dolorosa certeza: Unión Soviética es un caos. La socialización de la producción agrícola y de los alimentos había hecho que ya en ese año, a un lustro de la caída del zar, violentas manifestaciones populares se alzaran contra los Guardias Rojos En Minsk y en Gomel, hoy Bielorrusia, había habido sangrientos ataques contra la población judía, acusada de esconder comida; los campesinos del Volga enfrentaban al Ejército que requisaban sus flacas cosechas. Lenin, apesadumbrado, pesimista, pensó que la revolución socialista mundial que imaginó y proclamó tan cercana, había quedado ahora muy lejos.
Escribió sus pensamientos en un artículo cortante, duro, en el que trazaba el difícil panorama que atravesaba la URSS, la imagen algo patética que proyectaba hacia el mundo y la pesada tarea que todos tenían. Lo entregó al “Pravda”, el diario oficial en el que su palabra era ley. Pero, símbolo de los nuevos tiempos, el editor Nikolai Bujarin dudó en publicarlo porque el texto desafiaba las tendencias autoritarias de la nueva figura de la URSS: Stalin. El artículo fue analizado y debatido en el Politburó, que recomendó enviarlo a impresión mientras hacía algo más: nombró al secretario general del Comité Central del Partido Comunista encargado de velar por la salud del ilustre enfermo, líder de la URSS. El secretario general era Stalin, que ejerció desde ese momento un control total sobre la vida de Lenin.
El 16 de diciembre de ese mismo año, a casi siete meses del primero, Lenin sufre un nuevo ataque cerebral que lo deja semi inválido, lúcido pero incapacitado para hablar con claridad, para moverse con libertad: el mal lo condena de manera irremediable, mientras Stalin acumula poder. En un último rapto de lucidez Lenin envía una carta a sus camaradas, con trazos difíciles de leer, en los que recomienda que se deshagan de Stalin: “Es demasiado grosero y brutal (…) Por eso propongo a los camaradas que piensen en el medio de desplazar a Stalin (…)”. Pero la carta va a parar precisamente a las manos de Stalin que maniobra para ser reelegido como Secretario General, un puesto que era nada en la estructura de poder soviético y al que Stalin convirtió en su auténtico foco de poder.
Después de un nuevo ataque cerebral que lo constriñe a una silla de ruedas, Lenin muere el 21 de enero de 1924 en Gorki, a unos doce kilómetros de Moscú. Las últimas fotos muestran a un espectro desfigurado, flaco y consumido, envuelto en una manta, junto a su hermana María Uliánova y a su médico personal. Stalin organiza la autopsia, el funeral y es el encargado de dar la noticia a toda Rusia; no hace caso a la voluntad del muerto de ser enterrado en San Petersburgo, junto a su madre, y ordena que lo embalsamen para que pueda ser exhibido en un mausoleo a construir en la Plaza Roja.
De la autopsia se encargó el patólogo Aleksei Ivánovich Abrikósov, que abrió el cadáver de Lenin ante numerosos, entre ellos, el alto comisionado de la Sanidad de la URSS, Nikolai Semashko. Era una autopsia amañada: Stalin había dado órdenes de que el informe final descartara toda posibilidad de muerte por sífilis o por envenenamiento, esta última causa convertía al propio Stalin en el principal sospechoso de asesinato. Abrikósov cumplió las órdenes y evitó mencionar la sífilis en su informe patológico. Pero el daño vascular, la parálisis y otros daños físicos descriptos en ese informe, eran compatibles tanto con la enfermedad venérea que Stalin no quería que se mencionara, como con los problemas sanguíneos que fueron tomados por la historia oficial como causa de la muerte de Lenin. Por cierto, en el informe de la autopsia sorprende que no se haya hecho ningún examen toxicológico al cadáver. Si se hizo, sus conclusiones no fueron incluidas.
La autopsia dice del cerebro de Lenin: “La parte frontal del hemisferio izquierdo, comparado con el derecho, está ligeramente hundido. El cerebro - sin la membrana - pesa 1,340 gramos. En el hemisferio izquierdo, en las áreas del giro precentral, en los lóbulos parietal y occipital, hendiduras paracentrales y giro temporal, se trata de áreas con un fuerte hundimiento de la superficie cerebral. (…) Cuando el cerebro se diseca los ventrículos se dilatan, especialmente el izquierdo, y contienen líquido. En los lugares de ablandamiento del tejido cerebral hay muchas cavidades quísticas”
A partir de ese informe final, el cerebro de Lenin se transformó en un objeto de estudio. Lenin era un tipo brillante. Sus antiguos compañeros de colegio lo llamaban “la enciclopedia ambulante”, tenía una memoria extraordinaria, una enorme curiosidad social y científica, escribía con facilidad en inglés, francés y alemán y hablaba griego e italiano. Además trabajaba largas jornadas en las que parecía incansable. La propaganda comunista, con Stalin a la cabeza, intentó demostrar que el genio de Lenin se debía a cualidades insospechadas de su cerebro. Era propaganda. A Stalin se le atribuye una frase que decretaba que Lenin, contra el que había complotado, “tiene que seguir vivo” a modo de emblema de la URSS
El cerebro de Lenin fue sumergido en una solución de formalina y, en 1925, los soviéticos montaron un laboratorio especial para estudiarlo. Llamaron a un neurólogo alemán, Oskar Vogt y lo invitaron a hacerse cargo del laboratorio y del estudio. El cerebro fue disecado bajo la supervisión de Vogt y de su tejido fueron separadas unas treinta mil rebanadas de veinte micrómetros (0,02 milímetros) de grosor. En 1928, después de hacerse con una de aquellas tajadas cerebrales, el doctor Vogt se fue de Moscú y no regresó nunca más.
En los años siguientes, Vogt dio varias conferencias en Europa con aquella única muestra del cerebro de Lenin, ahora una muestra ambulante, y afirmó que el cerebro del líder soviético se distinguía por “células piramidales muy grandes y numerosas en la tercera capa de la corteza”. Si esa definición demostraba algo, lo que fuese, quedó descartado años más tarde cuando la ciencia tuvo en claro que la citoarquitectura cerebral no tiene nada que ver con las habilidades intelectuales. Desde 1932, las rarezas físicas del cerebro de Lenin no han vuelto a ser motivo de estudio ni de debate.
Además del informe del patólogo Abrikósov, el comisario de Salud soviético, Nikolai Semashko hizo una vívida descripción de las condiciones del cerebro de Lenin observadas durante la autopsia: “Los vasos sanguíneos del cerebro de Lenin estaban esclerosados hasta la calcificación. Al tocarlos con una pinza sonaban como piedras. Las paredes de numerosos vasos habían alcanzado tal espesor y los propios vasos estaban hipertrofiados hasta tal punto que era imposible introducir un pelo en el orificio y regiones enteras del cerebro no recibían ningún flujo de sangre fresca”. El testimonio de Semashko está citado por el historiador Dmitri Volkogónov, autor, entre otras obras de “El verdadero Lenin” y “Autopsia para un imperio – los siete líderes que construyeron el régimen soviético”.
La descripción del cerebro atrofiado de Lenin no sólo anulaba su supuesta genialidad atribuida precisamente a condiciones cerebrales excepcionales, sino que era incompatible con la versión que el estalinismo dio a los rusos sobre la muerte de Lenin, que atribuyó al intenso trabajo en los que se había entregado en cuerpo y alma a la URSS, en jornadas de diecisiete horas de trabajo, y a las secuelas superadas de los balazos disparados por Fanny Kaplan en el atentado de 1918.
En 1969, bajo la férrea conducción de Leonid Brezhnev, el ministro de Sanidad de la URSS, Borís Petrovski escribió en una nota al Comité Central del Partido Comunista que presidía el propio Brezhnev. Decía, tajante: “El Ministerio de Salud de la URSS cree que a pesar de que los resultados del estudio citoarquitectónico del cerebro de Vladimir Lenin son de gran interés científico, no deben ser publicados”.
Las últimas noticias sobre el cerebro de Lenin vienen de la Universidad de California y de los trabajos que llevan adelante el profesor Harry Vinters, el historiador ruso Lev Lurie a quienes se unió el prestigioso profesor Philip Mackowiak, autor de: “Post Mortem – Solucionando los grandes misterios médicos de la Historia”. Hace un par de años, los tres expertos sugirieron que la calcificación arterial que provocó la muerte de Lenin fue causada por mutaciones en el gen NT5E-5′-nucleotidase ecto, una enfermedad rarísima de la que había antecedentes de sólo veinte casos, según un informe publicado en 2020.
No muy lejos de la estación ferroviaria Kurski de Moscú, se alza un edificio que fue hasta 1914 el Hospital Evangélico Luterano. Después de la caída del zar y con la URSS constituida, fue el Instituto de Investigación Cerebral, luego fue el Instituto Lenin y hoy es sede de la sección de la Academia Rusa de Ciencias Médicas dedicada el estudio del cerebro. Allí es donde se conserva hasta hoy, sumergido en formalina, el misterioso cerebro de Lenin, alejado de su cuerpo que todavía yace momificado en la Plaza Roja.
Este es el año en que tanto misterio pueda ser revelado. Pero con Rusia nunca se sabe.