Fue un mensaje bien extraño sobre todo por venir de quien venía. Años después, su nieto, David Eisenhower, que aquel 17 de enero de 1961 estaba cerca de cumplir los trece años, recordaría el mensaje de su abuelo como uno de los más brillantes de su carrera militar y política: “Yo tenía apenas doce años, pero recuerdo que de inmediato supe que ese era un gran momento”. En cambio, Stephen Hess, que era entonces el más joven de los tres redactores de la Casa Blanca va un poco más allá: “El discurso de despedida de Eisenhower fue el mejor que dio en toda su vida y yo lo considero uno de los mejores discursos presidenciales de todos los tiempos”. Que ya es decir.
Hace sesenta y tres años, y tres días antes de que John Kennedy asumiera la presidencia de Estados Unidos, su antecesor, el general Dwight Eisenhower, habló desde el Salón Oval de la Casa Blanca para decir adiós no sólo a la presidencia, sino a su larga vida militar y política. De hecho, así cerró su discurso: “Ahora, el viernes por la tarde, voy a convertirme en un ciudadano ordinario. Me siento orgulloso de hacerlo. Lo espero con ansias. Gracias y buenas noches”.
Pero antes, aquel héroe militar de la Segunda Guerra Mundial, el comandante supremo del gigantesco ejército aliado que invadió Europa en Normandía, liberó París y marchó por el Oeste hacia la cancillería del Tercer Reich donde, en sus sótanos, Adolf Hitler rumiaba su suicidio; el general de cinco estrellas que tras la victoria había sido señalado como el hombre del destino político de Estados Unidos; el candidato inevitable para ocupar la Casa Blanca, sobre todo después del patinazo de su par, Douglas MacArthur, que fue borrado del poder por el antecesor de Eisenhower, Harry Truman; Eisenhower, el condecorado militar que como presidente había presionado a la Unión Soviética a través de una doctrina que lleva su nombre y por la que establecía una “represalia masiva” que autorizaba el uso disuasivo de armas nucleares en cualquier conflicto mundial donde estuviera la mano soviética; “Ike” Eisenhower, que había liderado los años iniciales de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, que había pensado usar también armas nucleares para terminar con la Guerra de Corea, que había ordenado, autorizado o tolerado los golpes militares en Irán y en Guatemala; Eisenhower, el militar por excelencia, se retiraba de la presidencia y de su vida política con un discurso que alertaba sobre el peligro que implicaba un creciente “complejo militar industrial” que podía poner en riesgo “nuestras libertades o procesos democráticos”.
En Washington cayó aquella noche un baldazo de agua helada. En 1932, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt asumió el primero de sus cuatro mandatos, el ejército de Estados Unidos ocupaba el décimo séptimo lugar en el mundo, detrás del ejército serbio, según reveló el historiador William Manchester en su apasionante biografía periodística de Estados Unidos que abarcó desde 1932 hasta 1970. En trece años, ya no el ejército, sino las fuerzas armadas estadounidenses habían emergido de la Segunda Guerra Mundial como una potencia atómica que, hasta el desarrollo atómico de la URSS, fue rectora de buena parte del mundo.
El presidente que se despedía revelaba entonces, con un concepto nuevo, acuñado por él, “complejo militar-industrial”, que aquel esfuerzo que había llevado a la gloria, podía ahora llevar al desastre. Eisenhower lo explicó paso a paso en su discurso: “Hasta el último conflicto mundial los Estados Unidos no tenían una industria armamentista. Fabricantes americanos de arados podían, en el momento y caso necesarios, fabricar también espadas. Pero ya no podemos más asumir el riesgo de improvisaciones de emergencia en materia de defensa nacional. Nos hemos visto obligados a crear una industria armamentista permanente de vastas proporciones. Sumado a esto, tres millones y medio de hombres y mujeres están directamente empleados en el sector de la defensa. Anualmente gastamos en seguridad militar por sí sola más que los ingresos netos de todas las corporaciones de los Estados Unidos”.
Para Eisenhower, ese nuevo fenómeno, ligado a la defensa, influía en la vida económica, política, incluso espiritual de Estados Unidos y era perceptible en cada Estado y en cada oficina del gobierno federal. “Reconocemos la necesidad imperativa de este desarrollo -admitió-. Sin embargo, no podemos dejar de comprender sus graves implicaciones (…) En los consejos de gobierno, debemos protegernos de la adquisición de influencia injustificada, deseada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial de un desastroso incremento de poder fuera de lugar existe y persistirá. No debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o procesos democráticos. No debemos tomar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta y bien informada puede compeler la combinación adecuada de la gigantesca maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo tal que seguridad y libertad puedan prosperar juntas”.
Las palabras de Eisenhower justificaban el enorme crecimiento militar de su país, inevitable dada su participación en la Segunda Guerra y, en especial, dada la carrera armamentista que enfrentaba a Estados Unidos con la URSS en el diseño y fabricación de armas nucleares cada vez más poderosas. Pero al mismo tiempo esas palabras lanzaban una advertencia: fuerzas armadas y fabricantes de armamentos podían ejercer un poderoso influjo en el manejo de las políticas públicas del país que Eisenhower había gobernado durante ocho años, desde 1953.
Había algo más. En el discurso original, el presidente saliente advertía sobre el peligro de un “complejo-militar-industrial-congresista”. Esa alusión al Congreso era más extraña todavía. Según el escritor Bret Baier, Eisenhower se refería “a los tentáculos que los negocios tenían en la política americana, y por ese conocido ciclo de trabajar para el gobierno y luego liderar una empresa, o la junta directiva de una empresa. Eisenhower quitó del original la referencia al Congreso para no enemistarse con los legisladores que escucharían su último discurso. Baier desarrolla su tesis en “Three Days in January: Dwight Eisenhower’s Final Mission (Tres días de enero: La misión final de Eisenhower)” en la que amplía su visión de aquel momento histórico al 20 de enero, día de la asunción de John Kennedy.
Para Baier, le referencia al peligro de un poderoso complejo militar industrial era también una advertencia para Kennedy, que estaba a punto de convertirse en el presidente más joven en llegar a la Casa Blanca -tenía cuarenta y tres años-, en el primer católico en presidir Estados Unidos y en un representante de una nueva generación forjada en la guerra que había hecho nacer el complejo militar industrial al que se refería Eisenhower, que también advirtió en su discurso de despedida: “Todos los años gastamos en defensa más que los ingresos de todas las empresas americanas”.
Kennedy estaba a punto de pronunciar otro discurso histórico en el que iba a proclamar que la antorcha política había pasado a una nueva generación, que su gobierno, y que lo supiera el mundo, estaba dispuesto a pagar cualquier precio, a soportar cualquier carga, a enfrentar cualquier dificultad, a ayudar a cualquier amigo y a oponerse a cualquier enemigo para “asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”. También el mensaje del nuevo presidente iba a bordear la ambigüedad hecha parábola. Tres días después de la despedida de Eisenhower, Kennedy dirá: “Ahora, el clarín llama de nuevo al combate; no un combate que requiera armas, aunque las necesitemos; no como un llamado a la batalla, aunque estemos asediados sino como un llamado a llevar la carga de una larga lucha crepuscular, (…) una lucha contra los enemigos comunes del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma”.
El entonces joven nieto de Eisenhower, David, que en 1968 se iba a casar con Julie Nixon, hija de Richard Nixon, el vicepresidente de su abuelo, también recordaría el discurso de Kennedy de manera muy especial: “Siempre creí que, en ese momento, el presidente más viejo y el más joven, de alguna manera estaban teniendo una conversación entre ellos. Había una transición palpable entre la generación de la guerra: Dwight Eisenhower, el general, y la generación más joven, la nueva”, diría ya maduro a la BBC en 2018. Eisenhower nieto, entre paréntesis, el célebre sitio de residencia y trabajo de los presidentes americanos, Camp David, se llama así por él, también creyó ver en ambos discursos, el de su abuelo y el de Kennedy, que los dos ponían especial atención en la ciudadanía y en la democracia, frente a una nueva amenaza mundial del comunismo.
En 2010, los gastos militares y de seguridad de Estados Unidos habían crecido el ciento diecinueve por ciento, un aumento desatado por las guerras en Irak y en Afganistán. Pero, aún sin esos gastos de guerra, el presupuesto de defensa americano había crecido el sesenta y ocho por ciento desde el ataque de Al Qaeda al World Trade Center, el 11 de septiembre de 2001. Las cifras fueron reveladas por Susan Eisenhower, hermana de David, nieta del ex presidente y titular del Eisenhower Group Inc., que ofrece asesoramiento estratégico en proyectos políticos, empresariales y públicos, en un artículo publicado por The Washington Post titulado: “Lo que realmente Eisenhower quiso decir”.
En diciembre pasado, el Senado estadounidense aprobó un presupuesto de Defensa de ochocientos ochenta y seis mil millones de dólares. Es el presupuesto militar más grande del mundo.