Angela Woodruff, abogada y vecina de Hyde, un tranquilo pueblo a unos 40 kilómetros de Manchester, leyó consternada el texto que le entregó Brian Burguess, el letrado de su madre. Era el testamento, con la última voluntad de su madre, la ex alcaldesa Kathleen Grundy, que acababa de morir a los 81 años.
En pocas palabras – porque el texto era muy corto – la buena señora, muy querida en la ciudad y que siempre había tenido una buena relación con Angela, le donaba toda su fortuna, unas 386.000 libras esterlinas, a su “querido médico”, el doctor Harold Shipman.
Kathleen Grundy había dado su último suspiro el 24 de junio de 1998 en su casa, media hora después de que el doctor Shipman pasara a revisarla. Como la salud de la anciana no era la mejor, nadie sospechó que hubiese muerto de otra cosa que no fueran los años. El certificado, firmado por el propio Shipman, parecía confirmarlo al decir que la ex alcaldesa había fallecido de un paro cardiorrespiratorio.
Angela tampoco había puesto reparos cuando supo la causa de la muerte certificada por el doctor, pero empezó a sospechar al encontrarse con el testamento que la desheredaba, cuando su madre le había asegurado siempre que le dejaría todos sus bienes.
Recién entonces recordó algunos hechos recientes que la habían molestado, aunque no les dio importancia. Todos tenían que ver con el comportamiento de Shipman. Uno era que el doctor exigía siempre que lo dejaran solo con la paciente cuando la visitaba; el otro que, tras la muerte de Kathleen, había insistido – sin que le correspondiera, porque no era miembro de la familia – que incineraran el cuerpo.
A eso se sumó que la firma al pie del testamento tenía un trazo tembloroso, algo que quizás no fuera extraño en una anciana de más de 80 años, pero que sumado a todo lo demás adquiría más relevancia.
Con todos esos hechos, Angela se presentó en la comisaría y pidió que investigaran la muerte de su madre.
La policía reacciona
La cuestión pudo haber quedado en la nada, pero los policías de Hyde recordaron otra denuncia, de unos años antes, a la que no le habían dado crédito. La denunciante era una médica, Linda Reynolds, que trabajaba en la clínica Brooke Surgery en Hyde, justo enfrente de la clínica de Shipman.
La doctora había tratado de interesar al coronel John Pollard, jefe de policía del distrito de South Manchester, en los altos índices de mortalidad entre los pacientes de Shipman. El policía, hombre prudente, consideró que una simple sospecha no era suficiente para incomodar al prestigioso doctor.
Más que una sospecha, lo de la doctora Reynolds le pareció un caso de celos profesionales.
Con esta segunda denuncia en la mano, en cambio, la policía tomó cartas en el asunto y pidió a la justicia que ordenara exhumar el cadáver de la antigua alcaldesa – que, contra la sugerencia de Shipman, no había sido cremado – y se le hiciera una autopsia.
Los forenses encontraron que tenía un elevado nivel de morfina, lo que probablemente le había causado la muerte.
Con esa prueba, Shipman fue arrestado el 7 de septiembre de 1998. La investigación que siguió dejó en claro que el doctor más querido de Hyde no solo había cometido un crimen, sino que era el mayor asesino en serie de la historia de Gran Bretaña, con un récord de por lo menos 235 víctimas a lo largo de 25 años. Podrían ser muchas más.
Jamás lo habrían descubierto si la ambición no lo hubiera llevado a falsificar el testamento de una anciana viuda.
Un doctor muy querido
Harold Frederick Shipman nació el 14 de enero de 1946 en el Condado de Bestwood, en Nottingham, Inglaterra. Su familia era de clase trabajadora, pero aspiraba que su hijo tuviera una mejor vida, por lo que puso todos sus esfuerzos en darle una buena educación y lo apoyó cuando dijo que quería estudiar en la Escuela de Medicina de Leeds.
Estaba iniciando la carrera cuando su madre, Vera, enfermó de cáncer de pulmón y poco después murió. Tal vez en ese hecho pueda buscarse el futuro de Harold como asesino serial: la muerte de Vera fue resultado de una sobredosis de morfina suministrada por su médico, el mismo sistema que él utilizaría para matar a sus víctimas.
Harold Shipman llegó a Todmorden, un pequeño pueblo a 40 kilómetros de Manchester a mediados de 1974. Tenía 28 años y llevaba cuatro ejerciendo la profesión de médico.
Cayó simpático en el pueblito de 12.000 habitantes. Hacía falta un doctor y Shipman, además de acudir presuroso cuando lo llamaban, se mostraba amable y atento a los dolores de sus pacientes.
Otro punto a su favor era la familia, que se integró rápidamente a la sociedad local. Con su esposa, Primrose May Oxtoby, y sus cuatro hijos pequeños, asistía a todos los eventos y participaba de las actividades comunitarias.
Nadie sabía que un año antes de llegar, el joven doctor había sido descubierto falsificando prescripciones de petidina – un narcótico analgésico que actúa como depresor del sistema nervioso central – para su propio uso. El castigo fue una multa de 600 libras y un breve período en una clínica de rehabilitación de York.
Tampoco nadie tuvo una sospecha cuando una de sus pacientes, Eva Lyons, una señora mayor, murió de manera inesperada. “Paro cardiorrespiratorio”, escribió el propio Shipman en el certificado de defunción.
Omitió detallar que el paro lo había provocado la sobredosis de morfina que él mismo le había inyectado.
El asesino de la morfina
El de la anciana Eva Lyons fue su primer crimen y, de allí en más, los pacientes de Shipman en Todmorden y en la vecina ciudad de Hyde empezaron a morir en una proporción mayor que los de otros médicos.
Sin embargo, tampoco eso despertó sospechas: la mayoría de las personas que atendía el joven doctor eran muy mayores de edad y sufrían múltiples achaques. Más tarde o más temprano tenían que morir.
Otros datos pasaron inadvertidos y sólo se descubrieron dos décadas más tarde, cuando la justicia revisó todos sus certificados de defunción y recogió testimonios de familiares de las víctimas. Shipman había estado presente en el momento mismo de la muerte de sus pacientes en una proporción 25 veces mayor que sus colegas y alrededor del 80% de sus pacientes moría menos de 30 minutos después de que los visitara para revisarlos, práctica para la cual el doctor exigía privacidad.
“Nunca permitía discusiones sobre los tratamientos que aplicaba. Siempre zanjaba cualquier cuestión con un ‘yo soy el médico y sé lo que le conviene’, podía ser arrogante y autoritario, se consideraba una persona muy inteligente. El problema es que los demás compartíamos esa opinión”, diría en el juicio el familiar de una de las víctimas.
Cuando se investigaron sus certificados de defunción también salió a la luz otra circunstancia llamativa: casi todos los pacientes habían muerto por la tarde, entre las 13 y las 19, horario en que Shipman realizaba sus visitas a domicilio.
Shipman siguió trabajando como médico de cabecera en Hyde durante la década de los ‘80, hasta que en 1993 fundó su propia clínica en Market Street. Su prestigio ganado como “el doctor de las familias” hizo que la clientela aumentara rápidamente.
Nadie notó que las muertes de sus pacientes aumentaban casi en la misma proporción, hasta que la investigación iniciada luego de la muerte de la ex alcaldesa Grundy lo dejó al descubierto.
La investigación y el horror
Fue clave que la Justicia decidiera investigar a Shipman antes de procesarlo exclusivamente por la muerte sospechosa de la señora Grundy y ordenara a la policía recuperar los certificados de defunción firmados por el médico y recogiera testimonios de familiares y amigos de las personas fallecidas.
“Muchos teníamos la misma idea en la cabeza”, declaró más tarde en el juicio Suzanne Bennison, nieta de Edith Brock, una anciana muerta en 8 de noviembre de 1995. “¿Saben? Las circunstancias fueron especialmente sospechosas, pero ni se nos pasó por la cabeza denunciarlas. El doctor había ido esa mañana a visitarla. La policía descubrió más tarde que ni ella se lo había pedido ni en el libro de visitas de su consulta aparecía su nombre. Mi abuela vivía sola, pero su vecina vio cómo el doctor Shipman salía de la casa. Se preocupó e intentó detenerle para preguntarle si mi abuela necesitaba ayuda, pero Shipman llegó hasta su coche y se marchó. Unos minutos después decidió llamar a la puerta de mi abuela y se dio cuenta de que estaba abierta. Shipman había olvidado cerrarla. Mi abuela estaba sentada en su sillón, muerta”.
Los policías a cargo de la investigación notaron casi de inmediato que los testimonios se repetían. Las dolencias de las posibles víctimas podían ser diferentes, pero había una constante: Shipman las había visitado y revisado en soledad el día de sus muertes.
Paralelamente, otro médico de Hyde, Richard Baker, se tomó el trabajo de revisar todos los archivos de Shipman. Baker comparó primero el número de certificados de defunción firmados por Shipman con los expedidos en otras consultas similares de la región. A continuación, tuvo que establecer las causas de cada muerte, a base de preguntar a los familiares el tipo de tratamiento que recibieron los fallecidos y los detalles del fallecimiento. Para su sorpresa, la mayoría de los muertos eran mujeres de avanzada edad que pasaban a mejor vida de repente en su hogar y a primera hora de la tarde. En todos los casos, el médico las había visitado un rato antes.
Según los cálculos del doctor Baker, en un cuarto de siglo había informado de 236 muertes más en pacientes a su cargo -casi una al mes- que el resto de sus colegas de la región.
Condenas a perpetua
Cuando la Justicia creyó haber encontrado un número suficiente de víctimas, acusó a Harold Shipman por las muertes de de Marie West, Irene Turner, Lizzie Adams, Jean Lilley, Ivy Lomas, Jermaine Ankrah, Muriel Grimshaw, Marie Quinn, Kathleen Wagstaff, Bianka Pomfret, Naomi Nuttall, Pamela Hillier, Maureen Ward, Winifred Mellor, Joan Melia y la exalcaldesa Kathleen Grundy, ocurridas entre 1995 y 1998. Quince víctimas en total.
Durante el juicio, el médico negó insistentemente su culpabilidad y se negó a declarar. Su defensa intentó, en vano, que no se le procesara por el asesinato de la señora Grundy, alegando que no había motivos suficientes para inculparlo. No lo logró, ni en ese ni en los otros 14 casos.
Sin embargo, quedó probado que Shipman llevaba matando a sus pacientes casi un cuarto de siglo: desde 1975, cuando asesinó con una sobredosis a Eva Lyons, en la ciudad de Todmorden, hasta 1998, año en que mandó al otro mundo con el mismo método a Kathleen Grundy, de 81 años, exalcaldesa de Hyde.
El 31 de enero de 2000, un jurado de seis personas lo condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Pero los casos seguían apareciendo y se lo sometió a un nuevo juicio, por otros 217 casos. Ese récord lo puso al tope de la lista de los asesinos en serie de Gran Bretaña.
El 19 de julio de 2002 fue condenado a otras quince cadenas perpetuas.
“Una enormidad anonadante”
“Nadie que lea el informe de la investigación puede evitar quedar anonadado por la enormidad de los crímenes cometidos por Shipman y, como yo, por la simpatía hacia sus víctimas y los familiares. Es un completo y meticuloso recuento de la criminalidad de Shipman, cuyo grado no creo sea posible en otro hombre”, dijo la jueza del Tribunal Supremo del Reino Unido Janet Smith al leer los fundamentos de la sentencia que lo condenaba a esas últimas 15 cadenas perpetuas consecutivas, sin posibilidad de ser liberado.
Sentado en el banquillo, Shipman la miraba impertérrito. Con esa condena se adjudicaba, el dudoso privilegio de consagrarse como el mayor asesino en serie de la historia criminal de Gran Bretaña.
Le acababan de probar los asesinatos de 171 mujeres y 44 hombres, de entre 41 y 93 años, a los que les quitó la vida inyectándoles sobredosis de morfina. Todos habían sido sus pacientes y habían confiado en él porque era su médico de cabecera. Se sospechaba que sus víctimas podían ser muchas más.
“Mataba, y después se comportaba de muy variadas formas y ofrecía múltiples explicaciones de lo que había pasado. La manera de matar de Shipman, incluso ante los familiares, y cómo salía sin sospechas sería calificado de invención si apareciera en una obra de ficción”, explicó la magistrada Smith en su fallo.
Harold Shipman no llegó a cumplir dos años de las condenas. Se ahorcó en su celda de la prisión de Wakefield el 13 de enero de 2004.
Para hacerlo, usó las sábanas de su cama carcelaria para colgarse del cuello desde las rejas de la ventana. Quizás eligió ese método porque en la cárcel le resultaba imposible conseguir una dosis mortal de morfina para inyectarse.