25 años atrás la televisión cambió para siempre. El 10 de enero de 1999, HBO emitió el primer capítulo de Los Soprano. Las series ya no volverían a ser lo mismo. Cada temporada fue una larga película de trece horas. Esos 86 capítulos, seis temporadas divididas en nueve años fueron mucho más que una historia de mafiosos, mucho más que una gran serie.
Los Soprano se convirtió en un fenómeno cultural, mediático y hasta económico. Desde su primera temporada fue un mojón inevitable, el punto de giro de una industria, no sólo en términos económicos, de negocio, sino –principalmente- narrativos. Cambio la manera de contar historias. (Anti)héroes complejos, historias largas (aunque otras series después malinterpretaron el concepto y lo convirtieron en historias alargadas), fotografía cinematográfica, ambigüedad, escenas extensas y complejas y finales poéticos y potentes, sin utilizar el típico cliffhanger televisivo.
Pero valorar su impacto habría que comparar la serie –basta con la primera temporada- con los programas que se emitían en 1999. Las sitcoms, aún las excelentes como Friends o Frasier y los dramas televisivos (telenovelas sofisticadas) como ER, que eran los que triunfaban, no tenían nada que ver con la creación de David Chase. A poco de empezar su camino, fueron muchos los que adoptaron los procedimientos de Los Soprano.
En 1997, David Chase recibió una oferta que pudo rechazar; le propusieron hacer una serie basada en El Padrino: “Eso ya está hecho. No me interesa”, dijo.
Chase no estaba conforme con su carrera pese a que conocía el éxito. Había escrito y había sido el productor de varios episodios de series como The Rockord Files y Northern Exposure, hasta había ganado un Emmy por el guión de un telefilm. Pero todo eso estaba muy lejos de sus sueños juveniles de convertirse en el nuevo Fellini o de tener el impacto en la vida de otros que Godard había tenido en la suya.
“Tenés que escribir sobre tu mamá”. Eso le dijo su esposa Denise, quien pensaba que las historias de su suegra sobreprotectora, casi castradora, eran un gran material narrativo. “Sería una gran comedia”, agregó la mujer. David Chase al principio no le prestó demasiada atención, se preguntaba a quién podía interesarle la vida de un productor televisivo con una madre invasiva. La idea, de todos modos, siguió en sus pensamientos. Hasta que pocos días después se dio cuenta cuál era la clave. El hijo no tenía que ser alguien como él, sino mucho más duro, con una vida agitada, capaz de hacer las peores cosas sin inmutarse, casi salvaje. Un hombre temible y poderoso que apenas podía lidiar con su madre.
Las dos ideas se amalgamaron en su cabeza: la de El Padrino que le habían ofrecido y la que su esposa le había sugerido. Su nuevo proyecto trataría sobre un jefe mafioso atribulado con una madre posesiva que termina buscando ayuda en una psiquiatra. La pregunta que Chase quería plantear era: ¿Qué pasa cuando el que atemoriza a todos, esa es la base de su negocio, sufre ataques de pánico? ¿Cómo reaccionan los demás cuando el hombre de hierro se muestra vulnerable y debe lidiar con sus flaquezas y, lo que es peor, con sus miedos?
El comienzo no fue sencillo. Presentó el proyecto de Los Soprano a los directivos de cada cadena televisiva pero fue rechazado. Los traspiés hicieron tambalear su fe. Su última opción era HBO, porque era la de menor alcance; en ese tiempo sólo tenía 11 millones de abonados.
Que los canales tradicionales, las grandes cadenas, hayan dicho no fue lo que hizo que Los Soprano fuera inolvidable y alcanzara semejante nivel de excelencia. Con las urgencias del aire y la lucha del rating, la serie nunca hubiera tenido la profundidad que finalmente logró. Tampoco el casting hubiera sido el mismo. En la tele de aire hacía falta una figura ya instalada, con algún nivel de conocimiento.
Al momento de sentarse frente a los directivos de HBO, Chase acumulaba rechazos y, también, experiencia. Había logrado depurar la síntesis del programa que tenía en mente y, también, había logrado percibir qué cosas seducían y cuales asustaban a los ejecutivos de los canales. La reseña argumental que sedujo a los de HBO fue algo así: “Se trata de un tipo de unos cuarenta años, en la encrucijada de su vida, en una crisis de mediana edad. Tiene problemas en su matrimonio, problemas en su trabajo, cría hijos adolescentes en la sociedad moderna: las presiones típicas de cualquier hombre de su generación. La única diferencia es que el jefe de la mafia del norte de New Jersey. Ah, y además, va a una psicóloga”.
Siempre es importante el timing. El inicio de Los Sopranos: el jefe de la mafia de Nueva Jersey hace una especie de asado y sufre un colapso, un ataque de ansiedad al ver los patos emigrar. Debe recurrir a una psiquiatra, a la Dra. Melfi. Dos meses después de la emisión del primer capítulo, llegó a los cines, y se convirtió en un éxito de taquilla fenomenal, Analízame, una comedia que tenía un planteo similar: un jefe mafioso salía en busca de ayuda psicológica. Una especulación: tal vez si la serie hubiera tardado unos meses más en estrenarse, nada hubiera sucedido cómo lo hizo; el planteo hubiera perdido sorpresa. La revolución no hubiera sido televisada.
Una vez obtenido el visto bueno para filmar el piloto, Chase debió buscar los intérpretes perfectos para los papeles que tenía en mente. Lo desvelaba dar con un jefe mafioso convincente, duro y al mismo tiempo con resquicios, por los que las inseguridades y el dolor se filtraran.
Una noche, Chase miraba en su casa la ceremonia de ingreso de los miembros de ese año al Rock and Roll Hall of Fame. Los Rascalls fueron presentados por Steve Van Zandt, el hombre de la bandana, el guitarrista de la E Street Band, la banda de Brice Springsteen. Van Zandt fue gracioso, articulado y elocuente. Chase le dijo a su esposa: “Ese es el hombre que necesito”. Pensó que había encontrado a su Tony Soprano.
Pero HBO arriesgaba mucho y propuso tres posibilidades diferentes para el protagónico. Uno de ellos era un actor que todavía no se había destacado.
James Gandolfini sabía que podía ser la gran oportunidad de su vida. Al menos era una que aún no había tenido. La de protagonizar una serie. Tenía 37 años y todavía no había logrado un protagónico. Era un obrero de la actuación, acostumbrado a saltar de papel secundario en papel secundario. Parecía tarde para que su carrera tomara otro rumbo. Las estrellas eran jóvenes, atléticos, bien parecidos.
Toda ilusión que Gandolfini pudiera haber construido en los días previos se derrumbó en medio del casting. La lectura venía tropezada; lo que había preparado no le salía. Se escuchaba decir el parlamento de ese jefe mafioso y se sentía un farsante. Cuando le tocaba decir una de sus líneas, hizo un largo silencio. Bajo la vista, meneó la cabeza y enojado (con él mismo) se retiró del estudio mascullando unas disculpas. Lo que James Gandolfini no sabía era que David Chase lo había elegido en el mismo momento en que lo vio entrar caminando. Sabía que ese hombre medio pelado, excedido de peso y con la mirada oblicua debía ser Tony Soprano (a Steve Van Zandt le escribió un papel a su medida: Silvio Dante).
Después del fallido primer casting, ante la insistencia de Chase, Gandolfini volvió y lo hizo muy bien. Sin embargo, creyó que el papel no sería suyo. Nunca había encabezado un gran proyecto. Se conformaba con ocupar algunos de los roles secundarios en la banda de mafiosos. Supuso, según sus palabras, que el elegido sería “una especie de George Clooney pero italiano”.
Matthew Weiner, guionista de Los Soprano que luego crearía Mad Men, en una historia oral de la serie que hizo la revista Vanity Fair declaró: “El casting de Gandolfini fue clave. Su carisma natural. Amamos a Tony porque él tiene todos nuestros apetitos animales. Todo el mundo ama entrar a un lugar y comerse el sandwich más grande posible, sentarse en el mejor lugar, tener sexo con las chicas más lindas. Pero en su casa él tiene la misma vida que tenemos nosotros. No puede conseguir que lo respeten demasiado en su familia”.
Gandolfini urdió un gran Tony Soprano. En él se sostiene todo el andamiaje. Creo un mafioso tridimensional, complejo, con claroscuros, con pequeñas brechas que amenazan abrirse en cada escena.
Las seis temporadas de Los Soprano convirtieron a James Gandolfini en uno de los grandes actores televisivos de la historia. Sobre la cuestión existe una inédita unanimidad. El crítico norteamericano Alan Sepinwall dijo que si hubiera que cincelar un Monte Rushmore con los próceres de los dramas televisivos, una de esas esfinges talladas en piedra pertenecería, sin lugar a dudas, a James Gandolfini. El resto, escribió, se puede discutir. Pueden pelear un lugar Jon Hamm, Bryan Cranston y varios más. Pero Gandolfini y su Tony Soprano tienen un lugar asegurado en ese olimpo.
Antes de él (o de ellos: de Tony y de James) para un actor estar en una serie era una especie de descenso en su carrera, algo que podía brindar fama y dinero pero jamás prestigio. Entre las revoluciones que provocó Los Soprano esa es una de las más notables.
Gandolfini cambió para siempre la dignidad del actor televisivo.
El resto de los actores tampoco eran conocidos. En el proceso de búsqueda, los creadores tuvieron hallazgos sorprendentes como Livia (la madre de Tony), esos especímenes casi lombrosianos que son los miembros de la banda o el tío Corrado Junior Soprano, uno de los grandes personajes de la historia detrás de esos anteojos enormes.
El papel de la esposa de Tony le fue ofrecido a Lorraine Bracco. Pero ella pidió el de la Dra Melfi, la psiquiatra. Bracco temía quedar encasillada, no quería que el público pensara que sólo podía desempeñarse en el rol de esposa de mafioso, ya que había cubierto ese papel en Goodfellas, el clásico moderno de Scorsese. Así fue como Edie Falco consiguió el papel de su vida interpretando a Carmela.
El éxito fue inmediato y doble. Tanto la crítica como el público cayeron a los pies de este jefe mafioso. Cada semana eran más los espectadores. La imagen de HBO cambió para siempre. La cadena fue principal beneficiada con la irrupción Los Sopranos. Hasta ese momento su influencia en el mercado era menor, el número de suscriptores no atemorizaba a la competencia. Su programación se basaba en tres ejes: las películas que estrenaba antes que el resto, el boxeo y The Larry Sandler Show, la comedia encabezada por Garry Shandling. Seis meses antes había estrenado Sex and The City y algunas fronteras se habían corrido. Con Los Soprano se convirtió definitivamente en el paradigma de la nueva televisión. Fue la serie que impuso nuevas reglas de juego argumentales, estilísticas y hasta industriales.
El otro cambio que Los Soprano encabezó fue el del mercado del DVD. HBO se resistía a editar la serie en ese formato. Creía que si los editaban, la gente podría conseguirlos por otros medios y no se suscribirían. Pero luego de dos temporadas HBO levantó la veda y tanto las ventas como los alquileres batieron récords. Lo recaudado en este concepto se convirtió en el gran beneficio económico del proyecto.
Los miembros del elenco, en su gran mayoría, ignotos al ser elegidos se convirtieron en estrellas. Para tomar conciencia de lo que significó el nivel de atención que generaban es útil el caso de Steve Van Zandt, pieza clave de la E Street Band. Como músico tuvo dos momentos de gran exposición mediática; en 1975 con la aparición de Born to Run y en los ochenta con Born in the USA, más allá de su carrera solista que languidecía al momento del inicio de Los Sopranos enredado en discos que se parecían más a panfletos políticos que otra cosa. Cuando la serie se instaló, cuenta Steve, que le era muy difícil salir a la calle ya que era reconocido y hasta acosado a cualquier lugar al que iba como nunca antes le había pasado. “El poder de la televisión” concluye.
Otra de las consecuencias del éxito fueron los planteos económicos de los actores. La cuarta temporada sufrió demoras porque la negociación con Gandolfini fue larga y áspera. Tras llegar a un acuerdo, el primer día de rodaje el actor llamó al resto de los actores fijos y les entregó 33.333 dólares a cada uno como muestra de agradecimiento por su paciencia. En las últimas temporadas, Gandolfini percibió un millón de dólares por capítulo.
Chase era el líder del proyecto y no dejaba que nadie dudara de ello. La letra debía respetarse a rajatabla. No había lugar a las improvisaciones o que los actores parafrasearan el guión. A la pantalla llegaba exactamente lo que salía de la oficina de los escritores. Ya avanzadas las temporadas y con los protagonistas ganando fama y confianza, alguno se animó a acercarse a David Chase y plantearle: “Mi personaje nunca diría eso”. Chase le aclaró: “No te equivoques. Es MI personaje”.
El retrato de la vida interna de la mafia era tan acertado que los mafiosos reales se preguntaban si no tendrían entre ellos un soplón. Como asesor de los guionistas contrataron a alguien de la fiscalía que investigaba a los hampones para que explicara el entramado económico y aportara datos. Algunas fuentes del FBI que se dedicaban a intervenir los teléfonos de los verdaderos mafiosos de Nueva Jersey contaron divertidas que los domingos a la noche y los lunes por la mañana, las escuchas se llenaban de febriles llamadas comentando el capítulo y tratando de descifrar a cuál de ellos habían retratado o en quién se habían inspirado para narrar un asesinato o un apriete.
Cuando Los Soprano ya se había instalado y nadie veía en Gandolfini a otra persona que no fuera Tony, algunos capos de la mafia lo contactaron para contarles sus experiencias y hasta recomendarle movimientos. Uno de ellos lo apercibió severamente por su atuendo en una escena del piloto: “Nunca uno de los nuestros usaría unas bermudas”.
Hasta ese momento la imagen que la gente tenía de los mafiosos se basaba principalmente en dos modelos, uno real y otro de ficción. Al Capone y Don Corleone. Ese imaginario ahora, en el transcurso de este último cuarto de siglo, se completa con Tony Soprano. Su figura es una referencia ineludible para construir el mafioso ideal, el arquetipo del gángster.
Es imposible hablar de la serie sin hacer mención a su final.
Tony Soprano está en la barra de un restaurante. Examina una pequeña rockola. Elige Don’t Stop Believing de Journey. Se siente en una mesa, de esas típicas de los comederos norteamericanos: una tabla fija y dos sillones dobles enfrentados, como los de un vagón de tren. El lugar está concurrido. Un padre habla con tres hijos pequeños, pasan las mozas con bandejas. Suena una campanita, un llamador, cada vez que se abre la puerta. Con cada tañido, Tony levanta la vista hacia la entrada. Hay tensión en su gesto, su cuerpo se pone alerta. La paranoia se instala en sus ojos. Ingresa Carmela, su esposa. Él sonríe. Cruzan algunas palabras, él pregunta sobre los chicos, ella conoce el motivo por el que están algo demorados. Un hombre alto y fornido se sienta en una mesa del fondo y se concentra en un café doble. Otro lo hace en la barra. Entra el hijo de Tony. A la mesa llegan unas coca colas. El hombre de la barra mira sobre su hombro. Sigue sonando Don´t Stop Believing. La hija de Tony trata de estacionar frente al lugar; lo logra después de varias maniobras. Llegan unos aros de cebolla. El hombre de la barra vuelve a mirar hacia atrás, ¿hacia la mesa de Tony? Meadow cruza corriendo la calle, se escucha el tintineo de la puerta… La pantalla se funde a negro. Once segundos de oscuridad y silencio hasta que aparecen los títulos finales.
El 10 de junio de 2007, con esa escena, Los Sopranos llegaba al final. Hubo polémicas, desilusión y sobre interpretaciones. Con el tiempo la mayoría aceptó la conclusión de la historia y hasta agradeció la ambigüedad.
En el momento en que la pantalla se puso negra, cuando Tony y su familia se encontraban en el restaurante, la periodista y escritora Laura Lippman, sentada en su living, creyó que se había perdido la escena final, que justo se había cortado la señal en el momento cumbre; ese fue el primer pensamiento que le surgió, casi como un reflejo pavloviano, porque años antes , en sus ciudad hubo un gran corte de luz en medio del último capítulo de Seinfeld y ella no había podido ver el desenlace.
Ese final no concluyente generó grandes polémicas. Para algunos se trató de una genialidad, para otros fue incomprensible. Causó estupor, algo de decepción y desconcierto. Pero el tiempo hizo su trabajo.
Dos años antes, Chase le había informado a su equipo que la serie concluiría en la sexta temporada. Durante todo ese tiempo pergeñó el final. En algún momento pensó que Tony era asesinado mientras cruzaba en auto el túnel que estaba en la secuencia de títulos. Pero se quedó con la escena del restaurante y el fundido a negro. Lo que los guionistas sostuvieron es que Tony no podía tener otro final que algunas de las dos posibilidades del “Para Siempre”. Es decir, era asesinado o detenido de por vida. Ese era su destino ineludible. En una charla con los especialistas Alan Sepinwall y Matt Soller Zeits para el libro The Sopranos Sessions, en una de las respuestas David Chase pareció despejar las dudas sobre el destino de Tony. Al momento de hablar del momento en que pensó en el final dijo: “Dos años antes empecé a pensar en la muerte de Tony”. Cuando los periodistas le hicieron notar lo que había reconocido, David Chase, sintiéndose descubierto, los insultó.
Después de Los Soprano ya nada sería como antes. Esos criminales de Nueva Jersey con conflictos familiares, con problemas de ansiedad, capaces de los crímenes más atroces, se grabaron a fuego en la historia de la televisión. Y, en especial, en cada uno de los espectadores.