Corría diciembre de 1978 y Juan Pablo II llevaba apenas tres meses en el trono de San Pedro cuando, el día 22, convocó a los embajadores argentino y chileno ante El Vaticano a un cónclave del Sacro Colegio Cardenalicio de Roma para que fueran testigos de su preocupación. “Es motivo de profundo dolor y de íntima preocupación el enfrentamiento entre la Argentina y Chile que se ha ido agudizando en este último período, a pesar de las vibrantes invocaciones a la paz formuladas por los Episcopados de los dos países”, les dijo el papa Wojtyla.
Por entonces, la Argentina y Chile vivían bajo la opresión de dos dictaduras sangrientas. De un lado de la cordillera de los Andes, Augusto Pinochet llevaba cinco años en el poder tras el derrocamiento -y la muerte- de Salvador Allende; del otro, la junta militar argentina, con Jorge Rafael Videla en la presidencia de facto, cumplía dos años y nueve meses sometiendo a la población con las herramientas del terrorismo de Estado.
En esto último, las dos dictaduras se entendían a la perfección, tanto que con otros gobiernos antidemocráticos de la región habían coordinado el Plan Cóndor, para actuar de manera conjunta en la eliminación de toda disidencia política y social dentro y fuera de las fronteras.
Aún así, los dos países estaban al borde de la guerra por un conflicto limítrofe en el sur. Acostumbrados a derramar sangre en la represión interna de sus respectivos países, ni Pinochet ni la junta militar argentina tendrían reparos en provocar más muertes desatando un enfrentamiento fratricida. De ahí la preocupación del pontífice.
Un conflicto de larga data
Las diferencias databan de más de un siglo, desde el tratado de límites sobre la región austral firmado en 1881, pero que los dos países interpretaban de distinta manera. Geográficamente, el territorio en conflicto estaba en el Canal de Beagle y se centraba en la posesión de las islas Picton, Lenox y Nueva, un territorio relativamente pequeño pero de gran importancia estratégica, porque ponía en juego la proyección chilena y la soberanía argentina sobre el Atlántico y la Antártida.
Los diferentes gobiernos de los dos países siempre habían intentado buscar una solución política, pero en 1971 el presidente chileno Salvador Allende y el dictador argentino Alejandro Lanusse, acordaron someter esas diferencias de interpretación del tratado a la decisión de un tribunal arbitral integrado por juristas de cinco países -Estados Unidos, Francia, Nigeria, Reino Unido y Suecia- con la presidencia de la reina británica Isabel II.
La corte demoró seis años en tomar una decisión y fue lapidaria para las pretensiones argentinas: todas las islas, rocas y adyacencias quedarían en poder de Chile.
El fallo se dio a conocer a mediados de 1977 y a principios de 1978 la dictadura argentina dijo que, olímpicamente, desconocía esa decisión.
Preparativos de guerra
De inmediato, las tres fuerzas armadas argentinas comenzaron preparativos de guerra. Desde aire, mar y tierra, las fuerzas armadas pensaban llevar adelante una suerte de guerra relámpago para ocupar las tres islas para después abrir una nueva negociación.
En teoría, los preparativos eran secretos, pero para diciembre de 1978 en todo el mundo se hablaba de un inminente enfrentamiento bélico entre la Argentina y Chile.
Frente a ese peligro, el Papa decidió tomar cartas en el asunto y, dar el mensaje de paz del 22 de diciembre y proponer una mediación a cargo de uno de sus hombres de mayor confianza, el cardenal Antonio Samoré, que actuaría como su representante personal.
“El 21 a la noche, el Papa se fue a dormir resignado porque creía que no iba a poder hacer nada. Había escrito un documento muy desesperanzado. Por la madrugada, le llegan las noticias de una disponibilidad de Videla y Pinochet. Le dicen: ‘Tenemos acá el télex de Videla, y también está de acuerdo Pinochet. Dicen que si usted hace una intervención fuerte se podría parar la guerra’. Entonces se escribe la segunda parte de ese documento, donde le anuncia al mundo que había detenido la guerra y que mandaría a su representante personal, el cardenal Antonio Samoré”, relató el periodista Bruno Passarelli, por entonces corresponsal de Editorial Atlántida en Roma.
Listos para atacar
Mientras todo esto ocurría en Roma, en el sur argentino las tropas estaban listas para atacar bajo el mando del jefe del teatro de Operaciones, el general Luciano Benjamín Menéndez, alias Cachorro, jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba.
Menéndez era uno de los más sanguinarios jefes de la represión interna, que tenía como ritual asesinar con sus propias manos a los detenidos desaparecidos disparándoles en la cabeza frente a los oficiales. Luego les ordenaba hacer lo mismo a sus subalternos, para que quedaran “hermanados” en lo que la dictadura llamaba “la guerra contra la subversión”.
En sus arengas a las tropas que estaban en el sur, Cachorro no ocultaba que debajo de su uniforme de fajina habitaba un verdadero criminal.
“Cruzaremos los Andes, les comeremos las gallinas, violaremos a las mujeres y orinaré en el Pacífico”, les decía, según recordó hace unos años el general Martín Balza en una columna publicada en Infobae.
El general Hugo Bruera, que para el momento del conflicto era teniente y estaba acantonado en el sur, les contó un recuerdo similar a Eduardo Anguita y este cronista. Relató que, ya empezado diciembre de 1978, Menéndez llegó, recorrió a caballo las estribaciones de la cordillera y luego se subió a un helicóptero para cruzar a territorio chileno. El comentario que les llegó a los oficiales, tras esa incursión, era que Menéndez había meado desde el aire lo que para él era territorio enemigo. Luego, frente a un centenar de oficiales, y en medio de una arenga para estimularlos, Menéndez soltó una frase que, seguía sonando en los oídos de Bruera: “¡Cuando estemos en Chile… nos vamos a violar a las chilenas!”.
Pero más allá de las bravatas, la planificación de la guerra por parte de Menéndez era desastrosa. “En extrema síntesis, el despliegue y la movilización de la casi guerra de la Navidad evidenció improvisación e importantes falencias: logísticas, operacionales, preparación psicológica de la población e integración para la acción militar conjunta con la Fuerza Aérea, entre otras”, explicaba Balza en la misma columna de Infobae.
La intervención papal evitó el sangriento desastre.
La mediación de Samoré
El cardenal Antonio Samoré, un hábil diplomático de 73 años, llegó a Buenos Aires el 27 de diciembre de 1978, cinco días después del llamamiento papal. “Alcanzo a divisar una luz de esperanza al final del túnel”, dijo después de mantener las primeras reuniones con las delegaciones de los dos países.
Las conversaciones, donde Samoré se esforzó en todo momento por guardar una estricta neutralidad, se desarrollaron en el más estricto de los secretos. El primer objetivo del cardenal era frenar la guerra, pero logró mucho más.
Gracias a sus gestiones, el 8 de enero de 1979, la Argentina y Chile firmaron en Montevideo, en su presencia, el “Acuerdo sobre el Diferendo en la Zona Austral” -más conocido como “Acta de Montevideo”- donde acordaron solicitar a la Santa Sede que actuara como mediadora para “guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución del diferendo”.
Ambos gobiernos se comprometieron a no hacer uso de la fuerza, retornar al status quo militar de comienzos de 1977 y a abstenerse de tomar medidas que turbasen la armonía entre las dos naciones.
Ese mismo mes, el Papa aceptó la solicitud de mediación, y en abril de 1979, también conducido por Samoré, continuaron las negociaciones, ya sin el riesgo de un conflicto armado entre los dos países.
Durante los seis años siguientes hubo pocos avances en la negociación que, incluso, quedó interrumpida por la Guerra de Malvinas.
Solo volvieron a tomar impulso con la recuperación de la democracia en la Argentina y el firme propósito del presidente Raúl Alfonsín de solucionar el diferendo.
El 29 de noviembre de 1984 fue firmado en Roma el Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile por los respectivos ministros de Relaciones Exteriores Jaime del Valle de Chile y Dante Caputo de la Argentina.
El Gobierno argentino reconocía que las islas Picton, Nueva y Lennox estaban dentro del canal y pertenecían a Chile, algo que provocó las críticas de un sector de las fuerzas armadas de la sociedad.
Previendo esa situación, cuatro días antes de la firma del Acuerdo se realizó en la Argentina un plebiscito no vinculante -el único en la historia del país- donde los ciudadanos debieron pronunciarse por “sí” o por “no” sobre el Acuerdo. El resultado fue contundente: el 82,60% de los votantes puso la papeleta del “sí” en las urnas.
El cardenal Antonio Samoré no pudo ver el resultado final de su trabajo, murió en Roma el 3 de febrero de 1983, a los 78 años.