Llevará más tiempo leer las siguientes líneas que el minuto y cuarenta y nueve segundos que llevó a los hermanos Said y Cherif Kouachi asesinar a diez personas (de un total de doce) sólo en la sede del semanario satírico francés Charlie Hebdo, en el distrito XI de París, el 7 de enero de 2015, hace nueve años. La masacre que los hermanos Kourachi decidieron llevar adelante por las caricaturas que el semanario hacía del profeta Mahoma, ocultó luego su brutalidad y su sinrazón envuelta en un debate sobre la libertad de expresión y sus límites, lo que encierra a su vez otro debate: quien decide cuáles son esos límites, en base a cuáles condiciones se establecen, quiénes, cómo y por qué deben respetarlos y si, en definitiva, esas fronteras no anulan el sentido de la palabra libertad.
En la fría media mañana de ese 7 de enero, los hermanos Kouachi, Said, de treinta y cinco años y Chérif, de treinta y dos, ambos vestidos de negro, con la cara cubierta por pasamontañas también negros, armados con fusiles de asalto Kalashnikov, entre otras armas, entraron en el número 6 de la calle Nicolas-Appert, al sur de la Plaza de la República y no muy lejos de la Plaza de la Bastilla. Los terroristas, que buscaban la sede del semanario, se equivocaron. No sabían que Charlie Hebdo se había mudado un año antes al número 10 de la misma calle. Así que salieron del edificio del número 6 y entraron al del número 10 al mismo tiempo que disparaban contra dos empleados de mantenimiento de la empresa “Sodexo” y mataron a Frederic Boisseau, el primero de la larga lista de víctimas de ese día.
Enseguida se toparon con la dibujante de Charlie Hebdo “Coco”, Corinne Rey, a la que tomaron de rehén para que les facilitara la entrada a la redacción, protegida por una puerta blindada que se abría con un código. “Coco”, que supo enseguida lo que se avecinaba, intentó despistarlos y los condujo al piso superior, el tercero, pero los asesinos bajaron enseguida al segundo y marcaron el número que les permitió la entrada. A la carrera fueron a la sala de reuniones, donde el grueso de la redacción planificaba el siguiente número. Preguntaron por el director del semanario, “Charb”, seudónimo que usaba el dibujante y humorista Stephane Charbonnier. Lo asesinaron a balazos y luego dispararon contra el resto de la gente. Hicieron más de cincuenta disparos antes de escapar: todo había durado un minuto y cuarenta y nueve segundos.
Cuando los asesinos huyeron, yacía casi toda la primera línea de Charlie Hebdo y agonizaba también parte del humor de Francia. En un río espeso de sangre y de papeles habían muerto, además de Charb, su custodia, el policía Frank Brinsolaro, “Wolinski”, el célebre caricaturista Georges Wolinski, “Cabú”, Jean Cabut, uno de los pioneros de Charlie Hebdo, “Oncle Bernard”, seudónimo de Bernard Maris, “Tignous”, seudónimo del caricaturista Bernard Verlhac, “Honoré”, otro célebre de la caricatura llamado Philippe Honoré, Elsa Cayat, una psiquiatra y psicoanalista francesa que escribía la columna “Diván”, Mustapha Ourad, musulmán, corrector del semanario y Michel Renaud, periodista y fundador del festival “Les Rendez-vous du carnet de voyage”, un especialista en viajes que había ido a la redacción por casualidad, invitado por el dibujante “Cabú”.
No todo el río de sangre era de los muertos. Con heridas habían caído el periodista Philippe Lancon, grave con un balazo en la cara, Fabrice Nicolino, herido en una pierna, el encargado del sitio web de Charlie Hebdo, Simón Fieschi, el dibujante Laurent Sourisseau, conocido como “Riss”, que escribiría un libro estremecedor sobre el ataque y que tenía el hombro destrozado, y el empleado de mantenimiento de “Sodexo” que estaba junto a Boisseau, el primero de los asesinados a la entrada del edificio.
Salvaron sus vidas por milagro Gérard Gaillard, amigo de Michel Renaud que también había sido invitado por “Cabú” y que alcanzó a tirarse al suelo cuando sonaron los primeros disparos. Ileso resultó también Laurent Léger, que pudo avisar a la policía, la dibujante “Coco”, que había sido obligada a entregar el código de apertura de la puerta blindada y la periodista Sigolene Vinson que luego reveló un hecho impresionante: uno de los hermanos Kouachi, de camino a asesinar a la mayor parte de la redacción del semanario, le dijo: “Nosotros no matamos mujeres. Pero tenés que convertirte al islam y usar el velo”.
Otros profesionales y colaboradores habituales de Charlie Hebdo se salvaron por azar: Gerard Biard, redactor jefe, estaba de vacaciones en Londres; la periodista Zineb El Rhazoui, musulmana, también estaba de vacaciones en Marruecos; compromisos previos hicieron que esa mañana tampoco estuvieran en la redacción el humorista y redactor Mathieu Madénian, el médico de urgencias y sindicalista Patrick Pelloux y el periodista especializado en temas científicos Antonio Fischetti. Los dibujantes Renald Luzier, “Luz” y Catherine Meurisse no llegaron a tiempo a la reunión de redacción. “Luz” fue el dibujante encargado de ilustrar la portada del siguiente número de Charlie Hebdo: era de nuevo una portada desafiante: volvía a aparecer Mahoma caricaturizado, con una lágrima en el ojo izquierdo y una leyenda al pie: “Tout est pardonné”, Está todo perdonado”. “Luz” dejó Charlie Hebdo en 2015 porque su trabajo se había convertido “en una pesada carga” y anunció que no volvería a caricaturizar al profeta Mahoma. “Ya no me interesa”.
Bernhard Willem Holtrop, “Willem”, se salvó por tozudo: detestaba esos largos encuentros en los que se proponían y debatían ideas para las próximas ediciones de Charlie Hebdo; “Willem” no iba a ninguna y también faltó a la del 7 de enero
Faltaba un muerto más. En su huida los sanguinarios hermanos Kouachi bajaron del auto negro en el que escaparon de la rue Nicolás-Appert, un Citroën C3 II que habían estacionado frente al edificio y luego de un par de tiroteos con la policía, se detuvieron en una calle cercana que patrullaba el agente Ahmed Merabet, de cuarenta y dos años, casado y con dos hijos. Los terroristas bajaron del auto y lo balearon. Ahmed cayó herido en una pierna, imposibilitado de moverse y con un grito de dolor. Uno de los asesinos se le acercó corriendo y con un grito: “¿Qué querés? ¿Matarnos?” Ahmed alcanzó a decir: “No, está bien, jefe”. Y recibió un balazo en la cabeza. Los hermanos Kouachi corrieron unos metros más, antes de regresar a su auto y seguir su escape que duraría cuarenta y ocho horas, antes de ser abatidos ambos por la policía.
El 11 de enero, cuando el entierro de las víctimas, dos millones de personas y más de cuarenta líderes mundiales participaron en París de una marcha por la unidad nacional. La frase, “Je suis Charlie, Yo soy Charlie” fue un lema que recorrió el mundo y que fue enarbolado como apoyo a los manifestantes y como una forma de defender la libertad. Todo estaba muy bien, pero la verdad ineludible era que la barbarie había ganado una vez más una batalla crucial en su larga guerra de siglos por imponerse sobre la rica y frágil civilización que, sin embargo, mece aún la cuna del monstruo. Aquel 11 de enero, en las escuelas primarias francesas se rindió homenaje a los muertos, homenaje del que desistieron mucho chicos musulmanes.
La masacre de Charlie Hebdo, ejecutada con frialdad y precisión en medio de proclamas religiosas que juraban: “Alá es el más grande”, no fue sólo un ataque a la libertad, al derecho de expresión y a sus alcances; fue una arremetida contra la legendaria “Francia Libre” que, de algún modo, es el espejo de la cultura, la diversidad y la convivencia. La masacre de París sembró, además y muy hondo, la semilla del terror que, regada con sangre, enseguida echó raíces más hondas y dejó sin respuesta una pregunta que rara vez se formula: cómo integrar a quien no quiere integrarse.
Atentar contra Charlie Hebdo, asesinar a sus periodistas y dibujantes, por juzgar ofensiva unas caricaturas de quien fuere, es como pretender borrar del planeta a los desiertos porque contienen mucha arena. Charlie Hebdo, un baluarte de la izquierda francesa, fue desde sus orígenes, lo es aún, una revista de humor irreverente, irrespetuosa, corrosiva, desfachatada, irónica, grosera, osada, insolente, audaz y blasfema. Lo tomas o lo dejas. Está en su ADN desde su temprano nacimiento, en 1960, cuando se llamaba “Hara-Kiri”. Fue prohibida al año siguiente y reapareció en 1966 sólo para ser de nuevo prohibida.
Un ejemplo de “Hara-Kiri”, embrión de Charlie Hebdo, como muestra del humor que esgrimen sus páginas. El 1° de noviembre de 1970, cuando ya era “Hara-Kiri Hebdo” (lo de “Hebdo” viene de “Hebdomadaire, semanal o semanario en francés), ocurrió una gran tragedia en el sureste de Francia: se incendió una discoteca y murieron ciento cuarenta y seis personas. Ocho días después, en medio de aquel gran duelo, murió en Colombey-les-Deux-Eglises, el general Charles de Gaulle, alma de la Francia moderna, el padre de aquella patria nueva, héroe de la Segunda Guerra que levantó el país cuando se hizo cargo de la V República en 1958. De alguna forma, Francia había perdido a un gran prócer.
Bien, los muchachos de “Hara-Kiri” unieron los dos hechos en una portada sobria, sin dibujos, pero con un humor negro, una ironía y un cinismo de cemento armado. Decía: “Baile trágico en Colombey. Un muerto”. La publicación fue prohibida por el ministro del interior, Raymond Marcellin, pero a los chicos de “Hara-Kiri” les importó nada y decidieron seguir adelante con otro título: Charlie Hebdo. Lo de Charlie quedó a modo de cuasi homenaje a Charlie Brown, el héroe y compinche de Snoopy en la historieta infantil americana “Peanuts”. En 1981 la publicación se suspendió por falta de lectores. Por cierto no tenía publicidad oficial, ni de ningún otro tipo, y el número de suscriptores iba en descenso. Antes de desaparecer, al menos por un tiempo, los responsables lanzaron un nuevo desafío, un cuarto en serio y tres cuartos en broma: un diario que se llamó “Charlie Matin”. Duró tres días.
Charlie Hebdo revivió, como un impertinente y desbocado Ave Fénix, en 1992, cuando el escritor y humorista Philippe Val y el dibujante Cabu dejaron la revista “La Grosse Bertha” y se lanzaron a la edición de un semanario propio. A lo largo de una bien regada comida que se proponía encontrar un título a la publicación, Wolinski, que sería asesinado en 2015, propuso retomar el de “Charlie Hebdo”, que estaba vacante. El primer número del nuevo Charlie apareció, a diez francos el ejemplar, en julio de 1992. La tapa tenía una leyenda enigmática: “URBA, Chomage, HEmophiles, Superphénix” y una caricatura del presidente Francois Mitterrand que, con una mano en la cabeza, se preocupaba: “¡Y vuelve Charlie Hebdo!”. Las palabras del título, a treinta años vista, podían hacer referencia a los dilemas de entonces del gobierno francés: la urbanización de las “banlieues”, los alrededores de París habitados, en general por musulmanes, a la desocupación, a la hemofilia y a una central nuclear francesa que, al parecer, encerraba un reactor nuclear experimental muy peligroso.
El staff de la revista reunía a las estrellas de los años 70 y a las nuevas figuras: “Charb”, “Oncle Bernard”, “Renaud”, “Tignous”, todos asesinados en 2015 y a “Luz”. La línea editorial era diferente a la anterior. Si antes Charlie Hebdo fundaba su éxito en el talento de sus dibujantes y redactores, ahora el nuevo Charlie tomaba partido franco y abierto contra lo que llamaba “el avance de la derecha francesa”. En esto de poner etiquetas, la BBC británica calificó a la publicación como perteneciente a la extrema izquierda de Francia.
Charlie Hebdo saltó a la fama internacional cuando el integrismo islámico se hizo más violento, cuando esa entelequia conocida como Estado Islámico también saltó a la fama al ejecutar a militares y periodistas occidentales y al filmar y repartir al mundo el detalle de esas ejecuciones. En febrero de 2006, el semanario reprodujo las caricaturas de Mahoma aparecidas en el periódico danés “Jyllands Posten”, a sabiendas de lo que enfrentaba: la primera reproducción de aquellas caricaturas le había costado el puesto al director del periódico “Liberation”. En marzo, Charlie publicó el manifiesto de doce intelectuales, Salman Rushdie y Bernard-Henri Lévy entre ellos, en favor de la libertad de expresión y contra la autocensura. Fueron demandados por las autoridades islámicas francesas que acusaron al semanario de “injurias públicas contra un grupo de personas en razón de su religión”. Philippe Val y Charlie fueron a un juicio en el que quedaron expuestos los fundamentos de la libertad de expresión: ambos, periodista y publicación, fueron absueltos.
El humor ácido del semanario siguió su curso y descoyuntó a políticos, periodistas, deportistas, a todas las religiones por igual y a lo que cayera en sus manos irreverentes. Años después de los asesinatos, el ahora director de Charlie Hebdo, Laurent Sourisseau, “Riss”, dijo al presentar su libro “Un minuto y cuarenta y nueve segundos”: “No hay humor en las religiones. Porque hay que someterse a dios y sufrir por dios. Uno no puede reírse, hay que temerle a dios. Y la risa impide temerle, porque si uno se está riendo de él, no lo va a respetar. Al menos es se piensa. El humor no existe en la religión. Ser una revista satírica es una manera de desafiar ese poder espiritual”.
El 2 de noviembre de 2011, luego de una referencia de Charlie Hebdo a la victoria islámica en las elecciones tunecinas, la sede del semanario fue atacada con cócteles molotov y quedó casi destruida. Una semana más tarde, Charlie publicó en tapa la caricatura de un musulmán que besaba en la boca a un dibujante del semanario. Debajo se leía: “El amor es más fuerte que el odio”. Pero desde entonces, “Charb”, Stephane Charbonnier, director de la publicación, tuvo protección policial permanente, lo mismo que la sede del semanario en el barrio XI de París.
Y ahora, mientras los asesinos huían hacia su propia muerte, todo lo que Charlie Hebdo había representado estaba a punto de morir también, como sus prestigiosos dibujantes y redactores. Pocos minutos después de huir de la escena del crimen, el Citroën con los hermanos Kouachi enfrentó a la policía en un par de tiroteos y chocó luego a otro vehículo en la plaza del Colonel Fabien, a cuatro kilómetros al noreste del distrito XI; robaron luego un Renault Clío y dejaron París por la Puerta de Pantin. Empezó entonces una cacería humana que desplegó a más de ochenta mil hombres de las fuerzas de seguridad. Dos días después, dieron con ellos en Dammartin-en-Goele, a treinta kilómetros de París. Cercados, los Kouachi tomaron como rehenes a unos empleados de una empresa de señalización y se refugiaron en el interior de una imprenta. En la tarde noche del 9 de enero, salieron del local a la carrera y disparando sus fusiles Kalashnikov: fueron acribillados por la policía.
Otro drama, paralelo al de la huida de los asesinos de Charlie Hebdo, se dio en Port de Vincennes, una de las entradas a la ciudad, en la esquina noreste del barrio XII y la esquina sureste del barrio XX. Allí, el 8 de enero, Amedy Coulibaly, de veintitrés años, asesinó a una mujer policía de 26 años, e hirió a un barrendero. Seguía los pasos de los hermanos Kouachi: con uno de ellos, Chérif, había sido discípulo del terrorista argelino Djamel Beghal, que sería deportado a Argelia en 2018. Al día siguiente, Coulibaly tomó por asalto el supermercado Hipercacher, especializado en comida kocher, asesinó a cuatro personas, todas judías, y tomó como rehenes al resto. Habló con la cadena de televisión BMF TV, dijo estar “sincronizado” con los hermanos Kouachi y pertenecer al “Estado Islámico”. Fue muerto por la policía esa misma noche y los rehenes liberados.
Los hermanos Kouachi y Coulibaly eran conocidos de la policía. Coulibaly había pasado de la delincuencia menor al gran crimen en muy poco tiempo y muy poco después de que el entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, lo recibiera en el Elíseo, en julio de 2008 y junto a otros jóvenes musulmanes presentados como un ejemplo de integración social. Los Kouachi estaban catalogados como “yihadistas activos”. Chérif había sido apresado y condenado en 2008 por pertenecer a una red de captación y envío de combatientes a Irak como parte de la rama iraquí de Al Qaeda.
Aún así, Francia buscaba una explicación a la masacre e intentaba descifrar sus consecuencias políticas y culturales, cubiertas en aquellas primeras horas por el velo del dolor, el asombro y el espanto. Lo intentó el académico francés Olivier Roy, especialista en estudios islámicos y en las relaciones musulmanas con Occidente, profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia y autor de un muy interesante libro, “El fracaso del Islam político”. Entre sus conclusiones, días después de la masacre, Roy sostuvo que los terroristas no representaban a la población musulmana francesa. “Esa población musulmana está más integrada de lo que se cree. En todos los atentados islamistas ha muerto por lo menos un miembro musulmán de las fuerzas de seguridad. En Francia hay más musulmanes en las Fuerzas Armadas, la policía y la gendarmería que en las redes de Al Qaeda, para no hablar de la administración pública, los hospitales, o el sistema educativo. En Francia no hay una comunidad musulmana, sino una población musulmana, criticada por ser una comunidad, pero a la que se le pide que reaccione como tal ante el terrorismo. A esto –dijo Roy– se le llama un callejón sin salida: tenés que ser lo que yo te pido que no seas”.
Para Roy, el terrorismo islámico que había actuado en Charlie Hebdo y en Port de Vincennes no era tal: “No es religioso, no proviene de la radicalización del Islam, sino de jóvenes alienados que son víctimas del racismo y la exclusión, que encarnan una ruptura generacional (los padres llaman a la policía cuando los hijos se van a Siria) y no tienen relación ni con la comunidad religiosa local ni con las mezquitas del barrio. Están enfrentados con el Islam de sus padres. Se inventan un Islam que se opone a Occidente”.
Sin embargo, la masacre de Charlie Hebdo fue el embrión de los ataques terroristas que sólo diez meses después volverían a ensangrentar a París cuando el 13 de noviembre, de nuevo Estado Islámico y un grupo de terroristas suicidas detonó varios explosivos en el perímetro del Stade du France en momentos en que los seleccionados de fútbol de Francia y Alemania jugaban un amistoso ante el presidente Hollande y el ministro de Exteriores alemán, Franz-Walter Stenmeier; al mismo tiempo otros grupos terroristas armados baleaban las terrazas y el interior de seis bares y restaurantes del centro de la ciudad y un comando tomaba por asalto el teatro de variedades “Bataclán” en medio de un espectáculo de rock: murieron ciento treinta personas y quedaron cuatrocientos quince heridos.
En aquellas dramáticas cuarenta y ocho horas que siguieron a la masacre de Charlie Hebdo, hubo un héroe musulmán. Lasanna Bathili tenía veinticuatro años en enero de 2015; había nacido en Mali y profesaba la misma religión que los terroristas que habían masacrado a la redacción de Charlie Hebdo y la misma de Coulibaly, que tomó por asalto el supermercado judío donde el musulmán Lasanna trabajaba como dependiente.
El muchacho, un inmigrante ilegal, salvó la vida de una docena de personas y la de un bebé de cuatro meses. Pese a la amenaza constante del fusil de Coulibaly, llevó a todos a una cámara frigorífica del súper, apagó la refrigeración, la luz y les ordenó quedarse allí hasta que fuese seguro salir. Regresó como a la hora y alentó a los rehenes a que huyeran, pero todos decidieron quedarse al cobijo de la cámara frigorífica.
Lasanna salió entonces a la calle, casi lo matan por portación de aspecto musulmán, y dio los datos esenciales para que la policía irrumpiera en el local y matara al terrorista. Lo felicitó el presidente de Francia, Françoise Hollande, y el primer ministro de Israel, que era entonces el mismo de hoy, Benjamín Netanyahu. Tímido y sensato, el musulmán Lasanna dijo: “Somos hermanos. No es una cuestión de judíos, cristianos o musulmanes. Estamos todos en el mismo barco y nos tenemos que ayudar para salir adelante”. Francia pidió a gritos que le dieran la ciudadanía, y Hollande se la concedió. Ajeno a teorías y debates, Lasanna Bathily, sin saber que representaba sin proponérselo todo aquello con lo que habían querido acabar los terroristas, enfrentó los elogios, las loas, las ovaciones y los agradecimientos con una frase sencilla como una piedra: “No fue nada. Es la vida”.
Charlie Hebdo no murió. Aparece aún hoy, urticante e inagotable. Hace un año, el 7 de enero de 2023, para recordar el octavo aniversario de la masacre que diezmó su redacción, publicó un número especial con las caricaturas seleccionadas en un concurso de apoyo a las protestas en Irán. La consigna del concurso era “darle una paliza a los mulá”, los clérigos en el islam, cuando arreciaban las manifestaciones de protesta por la muerte de Masha Amini, una chica kurda de 22 años asesinada en septiembre de 2022, después de caer en manos de la policía iraní por no respetar los rígidos códigos de vestimenta femenina.
El concurso recomendaba, era una condición casi ineludible para que el dibujo fuese seleccionado, que los participantes dibujaran “la caricatura más divertida y maliciosa” del guía supremo de la República Islámica, ayatollah Ali Khamenei. Recibieron trescientos dibujos y seleccionaron treinta y cinco. No hubo ganadores, por supuesto, y las caricaturas seleccionados fueron todas publicadas. Cuando le preguntaron al director de Charlie Hebdo, Laurent Sourisseau, “Riss”, herido de gravedad en 2015, si no temía represalias, dijo: “No, porque no es la primera vez que se dibujan caricaturas sobre los ayatolás. Tampoco es blasfemia, seguimos teniendo derecho a dibujar lo que queramos.”.
Charlie Hebdo, que perdió hace nueve años a gran parte de sus redactores y dibujantes, no perdió ni el pelo, ni las mañas. Ni el coraje.