Simón-René era talabartero: fabricaba piezas de cuero para los caballos y las mulas de los granjeros. Vivía su adultez en los inicios del siglo XIX en Coupvray, una comuna de pocos habitantes situada cuarenta kilómetros al este de París. Era padre. Con su esposa tuvieron cuatro hijos. A todos les pusieron nombres que honraran a reyes y reinas. El primero se llamó Louis. Nunca imaginó que su primogénito, nacido hace 215 años -el 4 de enero de 1809-, obligaría a la NASA a cambiarle el seudónimo al asteroide número 9969, conocido como 1992 KD. Que un raro asteroide descubierto en mayo de 1992 que cruza la órbita de Marte, rota una vez cada nueve días y se mueve de forma no eclíptica haya sido bautizado Braille es un homenaje a su legado. No a las obras caseras de cuero de Simón-René, sino al aporte a la humanidad que cedió su hijo Louis.
Nació como un niño más y vivió como un niño más hasta los tres años. Un día cualquiera, jugando a trabajar en la talabartería como su papá, cambió su vida para siempre, y con ella la vida de otros tantos que aún no habían nacido. El pequeño Louis agarró un punzón, el mismo que Simón-René usaba para perforar y operar el cuero. La supervisión, la motricidad fina, la torpeza: algo falló. Lo que fue una travesura terminó en una tragedia. O la mitad de una tragedia: el punzón hirió su ojo derecho. La oscuridad invadió la mitad de su visión. Pero el problema podría ser aún mayor. El corte engendró una infección. Al cabo de dos años, el ojo izquierdo dejó de ser el sano. A Louis se le apagó la luz a los cinco años.
La ceguera era definitiva. Su familia lo estimuló para que no perdiera iniciativa ni entusiasmo por aprender. Aprendió a leer con sus padres: golpeaban la forma de las letras sobre diferentes materiales para que reconociera los relieves de cada símbolo. La escolaridad le llegó a los siete años. Su aprendizaje consistía en memorizar lo que escuchaba en los sermones del sacerdote de la iglesia de Saint Pierre en Coupvray, el Abbé Palluy, y en las clases del maestro de la escuela local, Antoine Becheret. Recordaba lo que recitaban. No había otra forma. Su capacidad de absorción, su nivel de inteligencia, el mérito en la adversidad: la tenacidad del niño ciego despertaba asombro.
Su aptitud merecía una recompensa. Sus padres estaban inquietos por su formación. Por entonces, los niños con ceguera solían desembarcar en hospicios, asilos benéficos donde recibían contención sin pronósticos de reinserción en la dinámica social. De un desprendimiento de esos establecimientos surgió el Institut national des jeunes aveugles (Instituto Nacional para Jóvenes Ciegos de París), una de las primeras escuelas del mundo en dedicarle atención y educación a los niños sin visión. Valentin Haüy, pedagogo y lingüista francés, la había fundado en 1786. La idea surgió cuando conoció a la pianista Maria Theresia von Paradis, ciega desde los dos años, que había aprendido a leer gracias a la ayuda de unos alfileres clavados en unos almohadones. La idea se reforzó cuando vio cómo un grupo de espectadores se burlaba de niños no videntes que actuaban en una obra de teatro.
Levantó un instituto. Instauró un estilo. Diseñó un sistema de lectoescritura palpable, descifrable al tacto: libros voluminosos de textos inmensos compuestos por letras en relieve que pudieran leerse con percibir las formas con la yema de los dedos. Con tinta negra sobre cartulina húmeda, los alumnos ciegos podían aprender a escribir, conocer las formas básicas de la ortografía y resolver las cuatro operaciones aritméticas fundamentales. Pero su currícula educativa tenía un contratiempo: la voluminosidad de los manuales hacía compleja su práctica pedagógica. Impartió un régimen de escolarización, de eficacia ambigua, de hasta seis años de enseñanza oral y con formación laboral en talleres de imprenta, encuadernación e hilandería. Fue nombrado profesor y secretario personal por el rey Luis XVI, el último monarca antes de la caída de la monarquía por la Revolución Francesa.
Valentin Haüy fue destituido. Su escuela fue estatizada. Fundó el Museo de los Ciegos, un establecimiento privado de enseñanza para estudiantes extranjeros. Emigró a Rusia. Condujo durante once años un colegio en San Petersburgo. Volvió a París en 1817. Dos años después, Louis Braille ingresó en el instituto cuando había cumplido una década de vida y no tenía recuerdos de haber visto alguna vez. El padre había enviado cartas para solicitar su incorporación. El alcalde y el sacerdote de Coupvray habían accionado para que un noble anónimo pagara su beca.
Le enseñaron a usar palillos y ramas para formar las letras y palabras que quería escribir. Aprendió a leer las letras en relieve y a escribir con lápiz para quienes sí podían ver. Participó en una pequeña orquesta. Lo instruyeron en el cello y el piano. Brilló en la música. Escribió manuales de historia y aritmética. Su desarrollo intelectual y voracidad cultural eran fascinantes. Se convirtió en un “alumno repetidor” porque podía replicar a la perfección las lecciones que había escuchado de su profesor.
En 1821, el instituto recibió la visita de Charles Barbier de la Serre, un capitán del ejército francés de 54 años, fanático de los lenguajes encriptados, editor de un libro para escribir tan rápido como el habla. Era, además, dueño de una idea tan próspera como irrisoria. Había impulsado un prototipo de lectura ciega y sorda. La consigna era propiciar la comunicación en el campo de batalla sin la necesidad de la luz y el sonido: un modo para relacionarse a oscuras y en silencio, en la sombra del enemigo. Su invento tenía un nombre: “escritura nocturna”. Se trataba de una superficie plana rectangular, una cuadrilla de cartón de seis por seis casillas con una serie de puntos y líneas que se correspondían con las letras y los sonidos del alfabeto francés. El sistema era inconveniente e ineficaz para los soldados de trinchera. Las fuerzas rechazaron la innovación y el capitán llevó su propuesta al colegio.
Los estudiantes lo experimentaron, lo estudiaron, lo desecharon. El método tenía un problema de base: reproducía un lenguaje oral. Carecía de mayúsculas, de puntuación, de tildes y confrontaba con la ortografía estándar. El texto se escribía como si fuese un recitado: las palabras pronunciadas no respetan las consignas del idioma escrito. Louis Braille descubrió, en esta técnica, que los puntos podían reemplazar a las letras, que los códigos en relieve podían sustituir a las palabras, que se podía leer percibiendo puntos, líneas, espacios. Los alumnos, como los militares, rechazaron la prédica de Charles Barbier de la Serre. No todos.
Louis lo usó como base para pensar un nuevo alfabeto. Dedicó sus tiempos muertos para concebir un nuevo sistema de puntos en relieve. Empleó una lámina metálica o una madera perforada a modo de plantilla. Con el mismo punzón que le había quitado la vista marcaba los puntos en pequeños cuadrados de seis opciones para concebir una perfecta caligrafía susceptible a la yema de los dedos. En 1824, a los quince años, había finalizado un analfabeto de seis puntos divididos en dos columnas con normas y combinaciones. Su invención también contemplaba signos de puntuación, de acentuación, números, códigos propios de las matemáticas y de la música. Proyectó un abecedario de 63 caracteres.
Trabajó en el perfeccionamiento de su método durante una década. Mientras en el instituto, su rol de estudiante quedaba desfasado. En 1828 fue designado tutor y maestro. Su método de enseñanza rebosaba de lo que él había añorado como estudiante. Daba clases de gramática, geometría, álgebra, historia. Transcribió un tratado de gramática y publicó un libro de 32 páginas llamado Métodos de escritura de texto y música por medio de puntos en relieve para el uso de las personas ciegas, un título tan largo como su devoción por demostrar que los que los que no podían ver también podían comunicarse sin hablar. Pero su interés no concluía en el aula: tenía vocación en explorar y refinar los canales de comunicación entre los ciegos y fomentar su integración en la comunidad.
La primera versión de su sistema de escritura fue difundida en 1829. Charles Barbier de la Serre agradeció su adaptación pero no lo incorporó en su causa. Tampoco el instituto en el que daba clases. Paradójicamente, su invención había inoculado una resistencia interna. La creación había despertado reticencia y reparos. Las autoridades argumentaban que el sistema diseñado por el profesor Braille más que integrar a los ciegos, los aislaba. No solo no fue promovido ni oficializado por el colegio, sino que su implementación fue desautorizada. La prohibición logró lo que las prohibiciones, a veces, alimentan: el efecto inverso. Los alumnos y los docentes empezaron a adoptarlo clandestinamente. Por fin había un sistema de comunicación que les concedía autonomía para escribir y leer.
Braille refinó su instrumento: en 1837 presentó la versión final con nuevas figuras y normas. Para entonces, ya había contraído la enfermedad que lo mataría. La escuela se había montado en una construcción deplorable, una casa húmeda, sin luz, sin calefacción, sin corriente de aire, que había sido escenario de una matanza de monjes en 1792. Tal vez, esas condiciones de hacinamiento hayan contribuido a la tuberculosis. François-Pierre Foucault, su alumno y amigo, inventó en 1839 el boceto de la primera máquina de escribir que contaba con el sistema tipográfico de Louis Braille. Su alfabeto para ciegos, aún sin la aprobación formal, ya se había instalado en la práctica social.
Murió sin que fuese oficialmente aceptado. La tuberculosis lo mató, dentro del colegio, el 6 de enero de 1852: tenía solo 43 años. Tal vez su muerte haya desatado un grado de conciencia moral. Dos años después, el Instituto Nacional para Jóvenes Ciegos de París aprobó el uso del alfabeto Braille. En 1878 se transformó en el sistema universal de enseñanza para no videntes. En 1952, en el centenario de su muerte, sus restos fueron trasladados al Panteón de París, donde están enterrados figuras de la talla de Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Víctor Hugo, Marie Curie, Jean Monet y Alejandro Dumas, entre tantos otros. En el cementerio de Coupvray donde fue enterrado cuatro cuatro días después de su muerte, pidieron conservar sus manos.