Últimos días de diciembre y primeros de enero en el norte de Estados Unidos. Las temperaturas son muy bajas, heladas. A veces, nieva. La gente soporta ese frío que paraliza, que agrieta la piel. Las colas en la vereda de los cines son muy largas. Abrigos pesados, bufandas, gorros, guantes, manos en los bolsillos. Algunos ingresan en la fila apenas comienza la función anterior. Esperan horas en la intemperie con varios grados bajo cero. Separadas por una decena de metros hay fogatas encendidas por los que ya tiene las entradas en su bolsillo. Esa pared de gente se extiende durante semanas en las cercanías de cada cine del país. Los comerciantes de los negocios cercanos se quejan porque sostienen que ese muro humano espanta a sus clientes habituales.
A pesar de toda esa espera, una vez empezada la película, algunos la abandonan a mitad de la función. No pueden resistir. Salen pálidos, temblando, apenas logran llegar al baño. Muchos no lo consiguen. Ni siquiera pueden ponerse de pie.
Este fenómeno pocas veces visto se produjo cincuenta años atrás a raíz de la llegada a las salas de El Exorcista, la película dirigida por William Friedkin.
Apenas se estrenó muchos sostienen que se trata de la película más terrorífica de todos los tiempos (algunos lo siguen afirmando). El boca a boca funciona. Se estrena sin funciones previas para los críticos. Los directivos del estudio contaban con la reacción del público. Pero lo que ocurre es algo diferente. Una ola de pánico masivo, de sugestión colectiva, que convierte a cada función en un espectáculo en sí mismo. Pese a la excelencia y al impacta de la película, las buenas críticas y, poco después, la catarata de nominaciones y premios (Globos de Oro y Oscars), a veces es mayor el espectáculo en la platea y en el hall de los cines que en la pantalla.
La semana del estreno, la que inicio el 26 de diciembre de 1973, un periodista televisivo, de pulcro traje de tres piezas, y con una sonrisa algo sardónica, se paró frente a su audiencia y contó que había permanecido gran parte del día anterior en el hall del principal cine de la ciudad para comprobar si era cierto que la gente salía descompuesta de la sala, si se desmayaba, si el vómito cubría las alfombras. El periodista dijo: “Fui hasta ahí. Y les aseguro que todo lo que se dice es cierto”.
El titular de un diario local de una pequeña ciudad de California: “El Exorcista le rompió tres costillas”. La víctima, en el cuerpo de la nota, explicaba que cuando sintió las primeras náuseas intentó salir de la sala y que al desmayarse se debe habar golpeado el tórax contra la parte superior del respaldo de la última butaca antes del pasillo. Así se produjo su lesión. Hubo centenares de casos como este en los que los desvanecimientos produjeron cortes, fracturas y conmociones varias.
Algún cine decidió estacionar una ambulancia en la vereda de enfrente para atender las necesidades médicas que ocasionaba la película. Otras salas lo que agregaron al personal permanente fue un plomero para destapar los baños y mucha gente de limpieza: “El hedor de los baños es insoportable. El olor a vómito es permanente”, declaró un propietario.
Muchos tenían listas sales para poner debajo de la nariz de los desmayados y así despertarlos. En el hall de entrada, los que ingresaban a la función siguiente veían con una mezcla de intriga, temor y fruición las bajas y daños que había ocasionado el film en los espectadores que los antecedieron. Descompuestos, desmayados, asistidos por el médico, otros en crisis de llanto incontrolables. Casi todos fumaban. Muchos empezaron a hacerlo ese mismo día.
Un diario de Chicago, en enero de 1974, publicó que seis personas habían tenido que ser internadas en un hospital neuropsiquiátrico de la ciudad después de haber visto la película.
En las puertas de los cines, al lado de los afiches y de los fotogramas de la película que funcionaban como publicidad, se pegaba un cartel con un disclaimer que pedía que los que padecían problemas coronarios se abstuvieran de ver El Exorcista. Se dijo que hubo infartos y hasta algún aborto espontáneo producidos por las escenas de la película.
Dentro de la sala se podía ver cómo muchas cabezas iban desapareciendo con el correr de la película; el público se hundía en sus asientos, se tapaba los ojos. En la larga escena del exorcismo se producía un griterío enloquecedor, que a algún incauto le hubiera hecho creer que habían vuelto los tiempos de la Beatlemanía.
Una de las claves de la película es que William Blatty, autor de la novela original que había vendido millones de ejemplares y del guión, no utiliza el exorcismo sólo para asustar, como un mecanismo para aterrorizar a sus lectores y espectadores. Era un ferviente creyente en que había demonios sueltos y que, muchas veces, esos espíritus maléficos vacantes habitaban una persona. Esa convicción es lo que hace funcionar a la historia.
En un reciente ensayo del New York Times, el crítico Jason Zinoman cuenta que Blatty se peleó con Friedkin por algunos cambios que realizó en la sala de montaje eliminando escenas que explicaban algunas cuestiones que el director pretendía fueron más ambiguas para diluir el mensaje religioso. El terror funciona mejor, es más potente, cuando no tiene explicación, proviene del misterio, de lo desconocido.
El célebre crítico Roger Ebert declaró en televisión: “De verdad no sé cuáles son las razones que la gente tiene para ver esta película. Lo que es seguro es que no son la diversión y el disfrute ¿Acaso la gente está tan entumecida que necesita películas de esta intensidad para sentir algo?”.
Los diarios y los noticieros de televisión le dedicaron gran espacio a este fenómeno de terror colectivo. Los malos momentos, las imágenes de la gente desmayada, las historias de los que abandonaban corriendo el cine, no desalentaron al resto. Al contrario aumentaron el deseo de ver la película y El Exorcista batió récords de recaudación. Fue junto a El Golpe, estrenada un día antes, la más taquillera del año.
¿Una cabeza que gira sobre sí misma? ¿Alguien levitando sobre su cama? ¿Una chica que se masturba con un crucifijo? ¿Gente que lanza insultos y blasfemias varias? El público acudía en masa para ver si eso que comentaban era cierto. Parecía imposible que lo fuera. Además, el público quería ver si ellos eran capaces de soportar lo que otros no.
En los informes televisivos de la época, se ve a sacerdotes con los hábitos, el cuello de cartón blanco y una biblia apretada contra el pecho. Fueron como espectadores para poder opinar sobre la controversia. La gran mayoría de los religiosos aprobaban la película. Decía que mostraba la fuerza de Dios y de la fe. Otros quedaban tildados en las blasfemias proferidas por la joven poseída. En la etapa previa, cuando un ejecutivo del estudio mostró su recelo, William Friedkin le respondió: “Ojalá el Papa hable contra nuestra película. Sería la mejor publicidad posible”. Sabía que el escándalo llevaría más espectadores. A muchos sacerdotes le llegaron ofertas de trabajo inusuales. De pronto centenares de personas estaban convencidas de estar poseídas por el demonio y pedían exorcismos de manera urgente.
Las historias que siempre le ocurrían a un conocido de un conocido crecieron y circularon como certeza. El mito urbano sobre la maldición de El Exorcista nació, creció y se instaló en esos días. El boletero de un cine que murió bajo un tren; la acomodadora a la que se le prendió fuego su habitación y sucumbió por asfixia; el proyectorista que se suicidó al volver de un día de trabajo. De repente todos conocían a alguien que trabajaba en un cine que tenía en cartel El Exorcista y que había sufrido, desde el estreno de la película, un evento trágico.
Después se empezaron a buscar sucesos de este tipo entre los que participaron de la película. Y el recuento produjo escalofríos en más de uno. Dos actores murieron antes del estreno.
Jack MacGowran, que encarnó al director de cine Burke Dennings que en el film era asesinado por Regan, fue encontrado muerto en su habitación del Algonquin Hotel en Nueva York. Se cree que murió por una infección pulmonar que contrajo en el rodaje en Londres y de la que nunca se terminó de recuperar. Pocas semanas después murió Vasiliki Maliaros, la actriz que hizo de madre del padre Farras. Era su primera experiencia en el cine tras haber sido descubierta por Friedkin en un restaurante. Los médicos dijeron que se trató de causas naturales.
Con esas dos muertes en un equipo de casi cien personas todavía no alcanzaba para cimentar la leyenda de la maldición de la película. Alguien recordó que en medio del rodaje se incendiaron todos los decorados. Eso produjo casi dos meses de demora en el plan original. Lo particular de esa situación es que lo único que subsistió sin daños fue la habitación de Regan, el lugar en el que se practica el exorcismo. Después del incendio –fruto de un cortocircuito provocado por un pájaro- el jefe de producción llevó un sacerdote para que bendijera el set.
En esta cuenta se endilgaron también los fallecimientos de los familiares de los actores y miembros del equipo técnico a lo largo de los muchos meses de trabajo.
Últimos dos ítems que se esgrimen como prueba y consecuencia de La Maldición de El Exorcista”: las lesiones, que terminaron siendo crónicas, en las espaldas de Ellen Burstyn y Linda Blair. Sin embargo es más probable que más que una acción demoníaca o un influjo maléfico lo que haya tenido que ver fueran las condiciones precarias de cuidado a los actores en esa época, la rusticidad de los efectos especiales –arnés, cálculos a ojo- y, por supuesto, la exigencia al límite y el rigor impiadoso de William Friedkin.
Cuando mucho tiempo después le preguntaron al hierático Max von Sydow sobre la maldición y sobre si él se consideraba un sobreviviente, el actor sueco respondió: “En cualquier proceso en el que trabajan casi cien personas a lo largo de un año va a haber enfermedades, lesiones y muertes. Dolores y alegrías. Muchos podrán hablar de la bendición de El Exorcista. Porque les cambió la vida. Se convirtieron en famosos y millonarios”.