“Me acuerdo de que hubo un ‘bang’ y que desapareció la ventanilla. Inmediatamente fui absorbido. Mi primer pensamiento fue que tenía que intentar seguir respirando. No sentí ningún dolor mientras todo estaba pasando, pero recuerdo el golpe del viento y supongo que después de desmayé”, contó el capitán Tim Lancaster al día siguiente desde la cama de un hospital de Southampton, en la costa sur de Inglaterra.
Que Lancaster pudiera hablar parecía un milagro porque el episodio que había protagonizado involuntariamente apenas 24 horas antes debió haberlo matado. Tanto es así que, si a los periodistas que lo entrevistaron en el hospital solo les hubieran contado la historia, lo más probable es que la hubiesen descartado por increíble, digna del guión de un mal producto de cine catástrofe.
Pero el capitán Lancaster, un piloto de avión de 42 años, estaba ahí, frente a ellos, con un par de fracturas en el brazo, un dedo roto y el torso desnudo que mostraba un verdadero mapa de hematomas rojizos y inevitablemente virarían al violeta.
Demasiado poco daño para un hombre que pasó más de veinte minutos con la mitad superior del cuerpo fuera del parabrisas de un avión que volaba a cinco mil metros de altura, expuesto a una temperatura de 17 grados bajo cero y a un viento que amenazaba con quebrarlo por completo, como un árbol partido por una tormenta.
Sin embargo, había sobrevivido para contar en primera persona uno de los episodios más insólitos de la historia de la aviación comercial.
¿Y dónde está el piloto?
El vuelo 5390 de Britsih Airways despegó a las 7.20 de la mañana del 10 de junio de 1990 desde el aeropuerto de Birmingham, Gran Bretaña, con destino a Málaga. El avión, un BAC 1-11, a cargo del capitán Tim Lancaster, llevaba 6 tripulantes y 81 pasajeros, casi todos veraneantes que tenían planificado pasar sus vacaciones en las costas del Mediterráneo español.
Era un vuelo de aproximadamente tres horas, que Lancaster y su tripulación habían hecho cientos de veces. El avión demoró unos diez minutos en llegar a la altura de crucero, a 5.000 metros, cuando el capitán avisó las azafatas que podían comenzar a distribuir el servicio de desayuno.
Uno de los auxiliares de vuelo, Nigel Odgen, estaba parado dentro de la cabina con dos tazas de té que había servido para el capitán y su copiloto, Alastair Atchison, cuando fue sorprendido por lo que creyó que era la explosión de una bomba.
Demoró unos segundos en entender qué estaba pasando. “Me di la vuelta y vi que el parabrisas había desaparecido y Tim, el piloto, estaba saliendo por él. Lo había sacado del cinturón de seguridad y todo lo que podía ver eran sus piernas”, relató el día siguiente a un periodista del Sidney Morning Herald.
Odgen reaccionó rápido: “Salté por encima de la columna de control y lo agarré por la cintura para evitar que se fuera por completo. Todo estaba siendo succionado fuera del avión. Incluso una botella de oxígeno que había sido atornillada salió volando y casi me arranca la cabeza”, contó.
Otro que tuvo reflejos en esa situación de vértigo fue el copiloto Atchison que tomó el mando del avión y comenzó a pedir auxilio por la radio. Lancaster había desconectado el piloto automático y el avión iba a una velocidad inaudita para estar en una de las zonas del cielo más congestionadas del mundo.
“Todo lo que puedo recordar es mirar a Alistair Atchison, el copiloto, luchando por controlar el avión y gritando ¡Mayday! ¡Mayday! en la radio”, siguió contando Ogden.
La puerta que separaba el habitáculo de los pilotos de la cabina de los pasajeros también se desprendió y un viento helado recorrió los asientos de los pasajeros con una fuerza cargada de terror.
El capitán Lancaster seguía con medio cuerpo fuera del avión, con Odgen tomándolo con fuerza del cinturón para que la succión provocada por la descompresión descontrolada de la cabina se lo llevara.
La ventanilla voladora
Pese a la rapidez que tuvieron para reaccionar, el copiloto y el auxiliar de vuelo demoraron unos segundos más en comprender que lo que estaba ocurriendo se debía al desprendimiento de uno de los parabrisas laterales de la cabina.
La descompresión, además de succionar a Lancaster, había arrancado un matafuegos de la pared y hecho volar cuanto objeto estaba suelto. Otros dos auxiliares, John Heward y Simon Rogers, entraron en la cabina y trataron de asegurar los objetos. No veían mucho, porque la sobresaturación del aire había provocado una densa niebla dentro de la cabina.
Odgen seguía sujetando al capitán Lancaster por el cinturón sin saber si estaba vivo o muerto. No quería soltarlo de ninguna manera, no solo porque tal vez estuviera todavía con vida sino porque si salía volando su cuerpo podía impactar contra el ala del avión y hacer caer la aeronave con todo el pasaje hacia una muerte segura.
“Mis brazos se estaban debilitando y sentí las manos heladas. Luego se resbaló. Pensé que lo iba a perder, pero terminó doblado en forma de U alrededor de las ventanas. Su cara golpeaba contra la ventana y le salía sangre por la nariz y un lado de la cabeza, sus brazos se agitaban. Lo más aterrador era que sus ojos estaban muy abiertos. Nunca voy a poder olvidar eso”, contó Ogden.
Cuando se le empezaron a congelar las manos, gritó pidiendo ayuda. Rogers lo escuchó y prácticamente se lanzó a través de la cabina para reemplazarlo. Primero se ató a un asiente, después enganchó los pies del capitán y lo sujetó de los tobillos.
Con vientos de 630 kilómetros por hora azotando el cuerpo de Lancaster contra el costado del avión, Rogers estaba seguro de que el capitán estaba muerto, pero aún así no iba a soltarlo.
Un copiloto con sangre fría
La presión y la falta de oxígeno conspiraban también contra la posibilidad de pensar con claridad, pero el copiloto Atchins hizo en ese momento gala de una enorme sangre fría. Aunque Lancaster estuviera muerto, estaban en juego su propia vida, la de la tripulación y la de los pasajeros.
Lo primero que hizo fue descender hasta una altitud que le proporcionara oxígeno a Lancaster, porque si seguía vivo a 5.000 metros moriría asfixiado o congelado. Una vez que pudo estabilizar el avión, comenzó a hacer llamadas de emergencia, pudiendo que el aeropuerto más cercano le permitiera hacer un aterrizaje de emergencia.
Le indicaron que se dirigiera al aeropuerto de Southampon, desde cuya torre de control – una vez que el copiloto describió la insólita situación – le habilitó una pista.
Antes de comenzar el descenso hacia la pista, Atchins le indicó a Rogers y Heward que sostuvieran aferrado a Lancaster más fuerte que nunca, porque el impacto del tren de aterrizaje contra la pista iba a ser muy fuerte. Todos rogaban que todavía estuviera vivo.
El avión tocó tierra y carreteó por el asfalto hasta detenerse, mientras dos ambulancias hacían sonar sus sirenas y se dirigían hacia él.
Habían pasado exactamente 22 minutos desde el momento en que se había desprendido la ventanilla de la cabina.
“La presión sobre Alistair debe haber sido tremenda, la vida de todos estaba en sus manos. Pero descendió ese avión perfectamente”, evaluó el auxiliar Ogden.
Cuando finalmente pudieron tirar del cuerpo de Lancaster hacia el interior de la cabina comprobaron que todavía respiraba, aunque estaba inconsciente.
Mantenimiento defectuoso
La investigación del accidente de la ventanilla quedó a cargo de la rama de Investigación de Accidentes Aéreos del Departamento de Transporte británico, que determinó que un mantenimiento defectuoso del parabrisas, realizado 27 horas antes del despegue del avión, había provocado su desprendimiento en pleno vuelo.
Quedó probado que cuando se instaló el parabrisas 27 horas antes del vuelo, 84 de los pernos utilizados tenían un diámetro de 0,026 pulgadas, poco más de medio milímetro, un tamaño menos que el especificado y que otros seis tenían el diámetro correcto pero eran más cortos que los que se debían utilizar.
En realidad, se trataba de una seguidilla de errores provocados por negligencia. El parabrisas anterior también se había colocado con pernos incorrectos, por lo que cuando el jefe de mantenimiento de turno vino a reemplazar los tornillos, simplemente lo hizo de manera similar, sin consultar a la documentación oficial de mantenimiento. En otras palabras, el accidente pudo haber ocurrido antes, porque el avión venía volando con el parabrisas mal asegurado.
Al ser interrogado, el jefe de mantenimiento de British Airways dijo que había reemplazado los tornillos por unos similares, sin consultar el manual, porque el tiempo apremiaba y dio por sentado que los anteriores eran los correctos.
El relato de Lancaster
Lancaster recuperó el conocimiento poco después de llegar al Hospital General de Southtampon. El parte médico que se dio a la prensa indicaba que tenía “fracturas óseas en el brazo y la muñeca derecha, una fractura del pulgar izquierdo, hematomas, congelación y conmoción”.
Al día siguiente, el piloto se sentía recuperado y de buen humor. Así recibió a un reducido grupo de periodistas, que se acomodaron alrededor de su cama en el hospital. Feliz de haber salvado la vida, trató de reconstruir para ellos lo que recordaba del accidente.
“Recuerdo que escuché un ‘bang’ y vi el parabrisas saliendo hacia afuera de la aeronave y luego desapareció como una bala en la distancia. Estaba consciente de haber salido hacia arriba. Todo se volvió surrealista. Me acuerdo de estar afuera del avión, pero eso no me molestó tanto. Lo que más recuerdo es que no podía respirar porque la corriente de aire no me dejaba. Me di vuelta y pude respirar. También me acuerdo de que vi la cola del avión, el motor, y luego no me acuerdo de nada más. Mi memoria se detuvo en ese momento”, reprodujo la cadena de noticias ABC.
La tripulación del vuelo 5390 de British Airways fue reconocida por la reina Isabel II por el valioso servicio que prestó en el aire, mientras que el copiloto recibió el Premio Polaris, la más alta condecoración asociada con la aviación civil, otorgado por la Federación Internacional de Asociaciones de Pilotos de Líneas Aéreas, en reconocimiento de su habilidad y heroísmo.
El capitán Tim Lancaster se recuperó de sus heridas y en ningún momento pensó en dejar de volar. Cinco meses y medio después del accidente volvió a sentarse frente a los comandos de un avión de pasajeros. Se retiró de British Airways en 2003 y voló con EasyJet hasta que se retiró en 2008, convertido en una leyenda de la aviación comercial.