Empecemos por John Lattimer. Un urólogo norteamericano que murió en 2007 a los 92 años. Aunque su profesión no lo anticipe, Lattimer tuvo una vida de película. Fue médico de las tropas aliadas durante la invasión a Normandía, vio de cerca el accionar de Patton y tras la victoria, fue uno de los médicos a cargo de los jerarcas nazis juzgados en Núremberg. Después volvió a Estados Unidos y se especializó en urología. Fue uno de los profesionales más prestigiosos dentro de su especialidad. Pero el asesinato de Kennedy lo hizo volcarse a la medicina forense. Se obsesionó con el magnicidio. Tanto que, tiempo después, contratado por la familia Kennedy fue el primer perito no estatal en estudiar las evidencias del crimen. Lattimer creía que Lee Hrvey Oswald había sido el autor de los disparos.
Coleccionista compulsivo
Después fue más lejos: se puso a investigar otro asesinato de un presidente, el de Lincoln. Escribió un libro sobre su contacto con los nazis de Núremberg y su salud; fue el primero en afirmar que Hitler padecía Parkinson y que las consecuencias de la enfermedad fueron claves para las malas decisiones estratégicas de los últimos años del conflicto. A pesar de todo esto, lo que nos interesa de Lattimer es otra de sus facetas, posiblemente la que hizo que a su muerte, el New York Times le dedicara un largo obituario. Nuestro doctor era un gran coleccionista de antiguas piezas bélicas y extravagantes objetos históricos. Vivía en Nueva Jersey en una mansión de 30 habitaciones. Cada una de ellas estaba atiborrada de armas, balas de cañón, hachas, sables, escudos y pertrechos varios. Al visitante lo recibía en el hall central la armadura de un caballero medieval. Había armamento de los principales conflictos bélicos de los últimos 300 años. La sección más interesante era la de las curiosidades- pero allí podían acceder pocas personas. De su paso por Núremberg no sólo se había traído información y testimonios sobre la salud de Hitler. Robó, sin que nadie se percatara, dibujos de Hitler, unos calzoncillos usados de Göering y el anillo de la Lufftwaffe de otro jerarca. Aunque el objeto más valioso y macabro que conservó de Göring fue una de las dos cápsulas de vidrio que el jerarca nazi había logrado ingresar a la prisión para suicidarse con cianuro. También conservaba el cuello manchado de sangre que Lincoln tenía puesto el día que dispararon contra él.
Sin embargo, este no era el objeto más valioso ni exótico de su colección. Hubo otro que se convirtió en muy codiciado y por el que le llegaron a hacer ofertas de siete cifras en dólares. No sólo era el más valioso, sino el que mayor intriga generaba. No era para menos. Se trataba del pene de Napoleón Bonaparte.
Ahora que la figura del Gran Corso ha vuelto a la conversación pública gracias a la recreación que hace de él Joaquin Phoenix en la (muy libre) biopic que dirigió Ridley Scott es momento oportuno para recordar la (increíble) historia del miembro viril de Napoleón y de su insólito recorrido póstumo.
El mito del pene de Napoleón
Tras la estrepitosa derrota de Waterloo, Napoleón fue confinado en la Isla de Santa Elena. Allí, años después, el 5 de mayo de 1821, moriría. Ordenaron hacerle una autopsia, algo infrecuente para su tiempo. El que se encargó fue el doctor Francesco Antommarchi, quien se había ocupado de la salud de Napoleón en los últimos años de su vida. No se conoce el motivo por el cual el doctor decidió cortar varias partes del cuerpo del francés. Se habla de orejas, dedos, partes de órganos y, por supuesto, su pene. Otros creen que tal vez el médico seccionó el miembro accidentalmente, aunque se haga muy difícil comprender cómo eso pudo haber sucedido, de qué manera puede haber fallado una incisión o alguna otra maniobra para terminar con la ablación del pene.
Casi todos señalan a un sacerdote, a Ange Paul Vignali, el capellán de Santa Helena. Lo del religioso no se trataría de fetichismo, ni devoción malsana. Tan sólo sería una cruel venganza. En una de sus habituales rabietas, Napoleón había llamado eunuco e impotente al sacerdote. Y este habría sobornado a quien practicó la autopsia para que le proporcionara el pene de su célebre enemigo.
El padre Vignali fue el primer poseedor del seccionado pene (alguna vez) imperial. Al tiempo lo contrabandeó entre sus ropas y lo llevó hasta su lugar de residencia habitual, Córcega. También llevó consigo otras reliquias napoleónicas.
A mediados del Siglo XIX el Royal College de Cirugía británico compró para su museo dos trozos de intestino de Napoleón que también había cortado en su momento el doctor Antommarchi.
La ruta del pene de Napoleón
El pene mutilado permaneció en poder de la familia del sacerdote Vignali durante casi un siglo. Algún descendiente que no dio a conocer su identidad, lo vendió en 1916 a Maggs Bros, en ese entonces la librería anticuaria más importante del mundo. El vendedor tuvo el buen gusto de depositar la pieza en una caja Cartier. 8 años después, el pene napoleónico fue comprado por A.S.W. Rosenbach, otro librero anticuario. Pero Rosenbach no era un coleccionista más. Era el más importante del mundo, el primero que concibió a los libros antiguos, manuscritos y demás, como una industria en la que se podía ganar mucho dinero. Era llamado El Terror de las Subastas. Nadie podía ganarle una puja en un remate. Si él decidía que se quedaría con un lote, eso sucedía. A lo largo de su vida, tuvo y vendió una decena de folios de Shakespeare, 30 Biblias de Gutenberg, centenares de incunables (libros con fecha anterior a 1499) y, entre otros, los manuscritos del Ulysses de Joyce (pagó casi 2.000 dólares de la época –una pequeña fortuna- y cuando Joyce quiso recomprarlo y ofertó el triple, Rosenbach no aceptó la oferta) y Alicia en el país de las Maravillas.
En 1924, Rosenbach concurrió a un remate para comprar unos libros del siglo XVIII. Pero se tentó al ver un lote napoleónico que contenía algunas prendas del antiguo general, un juego de cubiertos, objetos personales y, por supuesto, los restos momificados de su miembro viril. Rosenbach supo que ese lote, una vez más, sería suyo. Pagó alrededor de 2.000 dólares. Lo tuvo en su poder durante casi dos décadas. Le parecía un gran tema de conversación para las reuniones sociales. Y hasta lo llegó a exhibir. Puso su posesión en una pequeña caja aterciopelada y, en 1927, lo prestó al Museo de Arte Francés de Nueva York que lo tuvo exhibido durante unos meses. El público hacía largas colas para ver el pene de Napoleón. Los diarios decían que los que concurrían eran hombres chismosos y mujeres indecorosas La revista Time mandó un periodista a la muestra. El reportero dijo que se parecía a unas tiras maltratadas de cordones de zapatos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Rosenbach se desprendió de la pieza. En esos años el pene pasó –aunque quede feo decirlo- por las manos de varios coleccionistas hasta que en 1977 el doctor Lattimer pagó 3.000 dólares y se quedó con él. Esa pieza se erigió como la más importante de su colección. A muchos les pareció pertinente que Lattimer fuera el dueño definitivo del pene de Napoleón por su doble condición: coleccionista de excentricidades históricas y urólogo.
Los que vieron la pieza insisten en que no se parece a una parte del cuerpo humano y menos a un miembro viril. La describieron como un conjunto de maltrechos cordones de zapatos o una pequeña anguila retorcida. Alguien afirmó que era como el dedo, algo deforme, de un bebé. La pieza no se puso en formol y el proceso de disecado no parece haber sido el mejor. Es una tira diminuta, algo desflecada, grisácea, como marchita, una lonja estrecha arrugada, apergaminada.
Tal vez la palabra clave sea diminuta. Hubo especialistas y hasta documentales televisivos que afirmaron que del análisis de la pieza se puede afirmar que Napoleón poseía un micro pene. Que el tamaño de la pieza es de 3.8 centímetros y que en erección no alcanzaría más de 7 centímetros. Quienes afirman esto sostienen (sin demasiado sustento científico) que se debió a un trastorno glandular que hizo detener el crecimiento del miembro del corso. A pesar de que siempre se sostuvo que Napoleón era de muy corta estatura, recientemente especialistas sostuvieron que medía 1 metro 68 centímetros, una estatura un poco por encima del promedio para su tiempo.}
La historia es tan buena, tan atractiva, que a nadie le importa demasiado si es real. Algunos de los biógrafos más serios de Napoleón dicen que no hay ninguna prueba que sustente este relato, ni siquiera que en la autopsia hubieran seccionado algún órgano. Otros ponen en tela de juicio ya no la procedencia: afirman que la pieza ni siquiera se trata de un pene mutilado. La reliquia (por llamarla de alguna manera) fue vista por muy pocas personas. Lattimer le permitió acercarse a ella sólo a una decena de personas en más de cuatro décadas. La hija, después de la muerte del urólogo, le mostró la caja negra que contiene el (supuesto) pene a Tony Perrotett, un autor que había escrito un libro sobre el caso y sobre otros chismes y mitos sexuales de personajes históricos llamado Napoleon´s Privates: 2.500 years of history unzipped. A pesar de que Lattimer y, posteriormente, su hija firmaban con énfasis que tenían un su poder los papeles que certificaban su origen, la provenance que asegura la legitimidad de una antigüedad u obra de arte, es casi imposible determinar que esos restos grisáceos hayan sido parte de Napoleón.
O, en realidad, las partes de Napoleón.