Aquello sí que fue política de shock y cero gradualismo. A cinco días de asumir la presidencia, después de una década de violencia en las calles, con el poder militar enseñoreado en la sociedad desde 1976, con una dictadura, la más brutal de las tantas que conoció el país, en retirada pero no inerme, ni indefensa, ni desarmada, el 15 de diciembre de 1983, hace cuarenta años, el flamante presidente Raúl Alfonsín decidió instrumentar el juicio a las tres primeras juntas militares del “Proceso de Reorganización Nacional”, a las que atribuía, con razón, la comisión de delitos de lesa humanidad, la implantación del terrorismo de Estado, que todavía no se llamaba así, y el asesinato de miles de personas que figuraban ya con un desdichado sustantivo adjetivado, “desaparecidos”: una sombra que también identificó a la Argentina en el resto del mundo.
Dos días antes, el martes 13, el tercero de su gobierno, Alfonsín había firmado dos decretos. Uno, el 157/83, impulsaba el enjuiciamiento de las cúpulas guerrilleras de la guerrilla peronista. Montoneros y del ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo, brazo armado del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Esto implicaba el enjuiciamiento, previa captura porque estaban prófugos, de Mario Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Ricardo Obregón Cano, Rodolfo Galimberti, Roberto Perdía, Héctor Pardo y, por el ERP, Enrique Gorriarán Merlo.
El segundo decreto, el 158/83, impulsó el juicio a las tres primeras juntas militares del “proceso”. En los considerandos de aquel decreto se afirmaba: “Que la Junta Militar que usurpó el gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976 y los mandos orgánicos de las fuerzas armadas que se encontraban en funciones a esa fecha concibieron e instrumentaron un plan de operaciones contra la actividad subversiva y terrorista, basado en métodos y procedimientos manifiestamente ilegales. (…) Que entre los años 1976 y 1979 aproximadamente, miles de personas fueron privadas ilegalmente de su libertad, torturadas y muertas como resultado de la aplicación de esos procedimientos de lucha inspirados en la totalitaria “doctrina de la seguridad nacional”.
Al mismo tiempo que decidía enjuiciar a las cúpulas guerrilleras y a las juntas militares, que la oposición a aquel gobierno emparentó luego con la llamada “teoría de los dos demonios”, el presidente envió al Congreso una serie de proyectos de ley que proponía la reforma del Código de Justicia Militar con la esperanza, bastante vana por otro lado, sino ingenua, de que fuesen las propias Fuerzas Armadas las que juzgaran a sus ex jefes a través del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Eso no iba a suceder nunca. Y no sucedió.
Otro proyecto de ley pedía la derogación de la llamada Ley de Pacificación Nacional, dictada por el poder militar antes de su retirada, que intentaba dar por bueno todo lo hecho durante la dictadura y dejar impunes los crímenes cometidos en esos años y en una nebulosa el destino de los desaparecidos. El Gobierno también pidió al Congreso la modificación del Código Penal para elevar las penas por tortura y, un paso decisivo, reformar el Código de Procedimientos en lo Penal para permitir la apelación civil de las eventuales causas a ser juzgadas por el Consejo Supremo. Si bien no hubo juicios en tribunales militares, las reformas permitieron que la justicia civil juzgara a las juntas.
Alfonsín actuaba bajo un fuerte mandato moral. Estaba convencido de que su gobierno no podía dar sus primeros pasos de otra forma: “No puede haber un manto de olvido. Ninguna sociedad puede iniciar una etapa sobre una claudicación ética semejante”, dijo. Fueron días intensos y emotivos. El presidente había pedido a todo su gabinete que firmara aquellos dos decretos de enjuiciamiento a las guerrillas y a las juntas militares. Y sus ocho ministros lo hicieron, a solas con él, algunos embargados por la emoción.
Ahora, el 15 de diciembre, Alfonsín había firmado el decreto que iba a permitir el enjuiciamiento a las juntas de la dictadura: era el que creaba la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), el 187/83 que fijaba a ese organismo una misión específica: “Esclarecer los hechos relacionados con la desaparición de personas ocurridos en el país”. Nada menos. El decreto consideraba indispensable que “las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas en nuestro pasado reciente sean investigadas y eventualmente sancionadas por la Justicia” y muy apropiado que se integrara una comisión nacional, “de la que formen parte personalidades caracterizadas por su celo en la defensa de los derechos humanos y por su prestigio en la vida pública del país, para determinar lo sucedido con las personas desaparecidas”. Dejaba en claro además que la CONADEP no suplantaría a la Justicia y circunscribía sus funciones a “a la recepción de denuncias y pruebas, con la consiguiente remisión de ellas a los jueces cuando pudieran estar relacionadas con la comisión de delitos, y a la averiguación del destino de las personas desaparecidas, deslindando esa averiguación de la determinación de responsabilidades”.
También fijaba funciones específicas y concretas de la comisión; eran: “a) Recibir denuncias y pruebas sobre aquellos hechos y remitirlas inmediatamente a la Justicia si ellas están relacionadas con la presunta comisión de delitos; b) Averiguar el destino o paradero de las personas desaparecidas, como así también toda otra circunstancia relacionada con su localización; c) Determinar la ubicación de niños sustraídos a la tutela de sus padres o guardadores a raíz de acciones emprendidas con el motivo alegado de reprimir al terrorismo, y dar intervención en su caso a los organismos y tribunales de protección de menores; d) Denunciar a la Justicia cualquier intento de ocultamiento, sustracción o destrucción de elementos probatorios relacionados con los hechos que se pretende esclarecer; e) Emitir un informe final, con una explicación detallada de los hechos investigados, a los ciento ochenta (180) días a partir de su constitución. La Comisión no podrá emitir juicios sobre hechos y circunstancias que constituyen materia exclusiva del Poder Judicial (…)”. El decreto establecía también que la CONADEP, que quedaría disuelta en el momento en que se presentara el informe sobre la desaparición de personas, iba a funcionar en el Teatro Municipal General San Martín.
El gobierno designó a diez de los dieciséis miembros de la comisión, los seis restantes serían designados tres por cada cámara del Congreso, Diputados y Senadores. Fue elegido presidente el escritor Ernesto Sábato, que a inicios de la dictadura había almorzado con Videla junto a Jorge Luis Borges, Horacio Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani, para tornar luego en un férreo opositor de la dictadura. Junto a Sábato actuaban el ex rector de la UBA, Ricardo Colombres, el entonces decano de Ingeniería Hilario Fernández Long, el pastor evangélico Horacio Gattinoni, de la Iglesia Metodista Argentina, el rabino Marshal Meyer, fundador del Movimiento Judío por los derechos Humanos, el profesor Gregorio Klimovsky, matemático y filósofo, monseñor Jaime De Nevares, que se había enfrentado a la cúpula jerárquica de la Iglesia ligada a la dictadura, Eduardo Rabossi, filósofo y militante por los derechos humanos, la inolvidable Magdalena Ruiz Guiñazú, que desde sus programas radiales había denunciado la represión ilegal y el prestigioso cardiocirujano René Favaloro, que renunció casi enseguida porque la comisión no tenía atributos para investigar los secuestros, tortura y asesinatos cometidos, en especial por la Triple A, durante el gobierno democrático de María Estela Martínez de Perón.
Por la Cámara de Diputados ingresaron los radicales Santiago Marcelino López, Hugo Diógenes Piucill y Horacio Hugo Huarte. El Senado, con mayoría peronista, nunca envió a sus tres representantes. Con el correr de los días y como secretaria de Recepción de Denuncia se agregó Graciela Fernández Meijide, madre de Pablo, un chico de diecisiete años en el momento de su secuestro y que integraba la larga lista de desaparecidos. Fernández Meijide había cumplido de sobra esa tarea de recoger denuncias en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). También integraron la CONADEP como secretarios Leopoldo Silgueira (administración), Daniel Salvador (documentación y procesamiento de datos), Raúl Aragón (procedimientos) y Alberto Mansur (legales).
La decisión de Alfonsín de no investigar los delitos de lesa humanidad cometidos durante el gobierno de Juan Perón y de su viuda, fue, si se quiere, un gesto de buena voluntad signado por la esperanza de que el peronismo integrara la CONADEP. Fue una esperanza vana. Durante la campaña electoral de 1983, el candidato del PJ, Ítalo Luder, había dejado muy claro que su decisión, si ganaba las elecciones, era no revisar el pasado. Para el candidato la ley de autoamnistía dictada por el poder militar para garantizar su impunidad tenía validez legal y era imposible dar marcha atrás: había sido, además, quien en octubre de 1975, como presidente provisional y mientras Isabel pasaba unos días de licencia en Córdoba, había firmado el decreto 2770 que ordenaba “aniquilar el accionar de la subversión” en el país.
Luder por cierto no estaba solo en esa decisión, ni actuaba por sí mismo. Lo acompañaba el PJ en pleno, incluida parte de su militancia perseguida durante la dictadura, y un poder sindical que, en gran parte, o bien había aportado mano de obra a los grupos terroristas parapoliciales durante el gobierno de Isabel Perón, o habían callado cuando la dictadura secuestró y asesinó a varios de sus principales dirigentes y a comisiones internas gremiales enteras. En su informe final, y sólo por las denuncias recibidas, la CONADEP cifró en trescientas cincuenta y nueve las personas desaparecidas entre 1974 y 1976 por obra de la Triple A o de otros grupos terroristas de la ultraderecha.
La ausencia del peronismo en la CONADEP también encerraba una amarga discordancia, una ciega paradoja: había sido la fuerza política que más víctimas había tenido a lo largo de los duros años del “proceso”. Sin embargo, además del ominoso silencio partidario, los familiares de aquellas víctimas que se presentaban ante la CONADEP se resistían a admitir la pertenencia o la militancia del desaparecido a un grupo político porque, decían, no querían que una denuncia por violaciones a los derechos humanos se volviera contra las víctimas o contra sus propias familias. De esa forma, el gobierno no logró un solo gesto de apoyo del peronismo hacia la CONADEP; incluso, hasta el Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, se negó a integrar la comisión pese a la insistencia de Alfonsín, que sugirió incluso que Pérez Esquivel podía presidirla.
Cuando estalló la guerra de Malvinas, en 1982, muchos de los líderes montoneros en el exilio dieron su apoyo a la dictadura, llamaron a la “unidad de los combatientes por la Patria”; el ERP, o lo que quedaba de él, Gorriarán Merlo en esencia, propuso incluso enviar a “combatientes” de su escuálida organización para sumarlos a las tropas que combatían en las islas. Mientras, el PJ nucleaba a los montoneros en el exilio con grupos, antes rivales, de la derecha partidaria, como Guardia de Hierro y con algunos jóvenes oficiales del ejército, de rango intermedio, que años después destacarían en el movimiento carapintada. Pasó no hace mucho y no tan lejos.
Lo que hizo al CONADEP a lo largo de doscientos ochenta días de trabajo fue bajar a los infiernos. Sus miembros recorrieron el país en busca de testimonios de sobrevivientes, de familiares de las víctimas y hasta de los propios represores; con base en decenas de testimonios localizaron edificios que habían sido centros clandestinos de detención, muchos habían sido modificados o derruidos y acompañaron a muchos sobrevivientes a recorrer los sitios donde habían estado cautivos. En la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada que hoy es un museo de la memoria, se dieron testimonios valiosos. Varios de los ex detenidos en ese sitio, que habían pasado meses enteros con sus ojos vendados y cubiertos por una capucha, y así eran conducidos a la tortura, se animaron a recorrer ahora, también con los ojos vendados, aquellos rincones abandonados. Y lo hicieron a la perfección, guiados solo por los ojos de su memoria.
La CONADEP elaboró mapas, clasificó los relatos y testimonios, reconstruyó el sistema operativo del poder militar y la particular división de tareas que se habían asignado las Fuerzas Armadas, que se habían dividido también las responsabilidades de la represión ilegal, estableció la autenticidad de las declaraciones con las recorridas hechas por los ex cautivos, visitaron las morgues para conseguir información sobre enterramientos irregulares de personas NN, recibieron testimonios de militares o miembros de las fuerzas de seguridad retirados o activos, revisaron registros carcelarios y policiales y desandaron metro a metro el espantoso camino trazado por el terrorismo de Estado.
El informe final de la CONADEP calculó en 8960 los desaparecidos, los denunciados ante la Comisión y la existencia durante la dictadura de trescientos cuarenta centros clandestinos de detención, a lo largo de todo el país. El 20 de septiembre de 1984, la CONADEP entregó su informe final al presidente Alfonsín y quedó disuelta. Aquella noche, mientras más de setenta mil personas acompañaban en la calle el acto en Gobierno, Sábato, ajado y transido, dijo: “Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces institucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo, para alcanzar la tenebrosa de categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimiento y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos. (...) Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado la enseñanza de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores”.
El Informe Final de la CONADEP fue, la piedra jurídica sobre la que se edificó el Juicio a las Juntas y la base probatoria con la que la fiscalía a cargo de Julio Strassera, y de su adjunto, Luis Moreno Ocampo, armó la pieza acusatoria contra los comandantes enjuiciados en 1985.
Alfonsín había formado un grupo de juristas y filósofos para delinear la hondura del trabajo a realizar por la CONADEP y, luego, para trazar la base legal de una política de Estado que permitiera la revisión, y el juzgamiento, de los actos de la dictadura, cuáles de esos actos se podían juzgar, cuáles normas había que sancionar y cuáles argumentos darían sostén a esa política. El grupo estuvo encabezado por Carlos Nino, jurista de cabecera del presidente, por Genaro Carrió, Martín Farrell, dos juristas que integrarían la Cámara Federal que juzgó en 1985 a los comandantes, Ricardo Gil Lavedra y Andrés D’Alessio, Martín Farrell, Eugenio Bulygin, Osvaldo Guariglia, Eduardo Rabossi, que integró la CONADEP, Jaime Malamud Goti, que trabajó codo a codo con Nino, y Dante Caputo, Enrique Paixao y Juan Octavio Gauna, que serían ministros o figuras decisorias en el gobierno de Alfonsín.
El informe final de la CONADEP, que Sábato puso en manos del presidente aquella noche de septiembre de 1984 tuvo un nombre que se haría famoso: “Nunca más”. Lo había propuesto, y había sido aceptado, el rabino Marshall Meyer porque era el lema que habían usado los sobrevivientes del Gueto de Varsovia para repudiar la barbarie nazi. También era una advertencia, un toque de alarma. Las dos palabras se eternizaron en las últimas cuatro que dijo Strassera al final de su fantástico alegato, “Señores jueces, nunca más”, y en el libro que el gobierno dispuso que imprimiera y distribuyera la legendaria EUDEBA, (Editorial Universitaria de Buenos Aires) y que se transformó en uno de los más vendidos de la historia en Argentina.
Lo demás, es historia conocida. Entre abril y diciembre de 1985, los nueve comandantes de las tres primeras juntas militares de la última dictadura fueron enjuiciados: Jorge Rafael Videla, Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya recibieron condenas, algunas muy duras, otras más leves, otros fueron absueltos, en una sentencia que avaló la Corte Suprema, que no dejó conformes a muchos, pero que hizo historia. Es difícil imaginar cómo hubiese sido el país sin aquel juicio. También la CONADEP hizo historia porque facilitó, con una labor silenciosa, precisa, casi de entomología política, desnudar el horror que había padecido el país entre 1976 y 1983.
Esa historia debió ser recordada, como es recordada hoy, el 24 de marzo de 2004, cuando se cumplieron veinte años del golpe militar. Ese día, al firmar el convenio que transformaba a la vieja ESMA, centro clandestino de detención y desaparición de personas, en un museo de la memoria, el entonces presidente Néstor Kirchner, en un formidable ejercicio de cinismo político dijo: “(…) Como Presidente de la Nación Argentina vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades”.