Mediados de 1953. Hugh Hefner tenía 26 años. Trabajaba de redactor publicitario en Esquire, una gran revista. Estaba casado con la única mujer con la que había tenido relaciones sexuales y tenía un hijo. Ganaba poco. Ensayó durante unos minutos, frente al espejo del baño de la redacción, el monólogo que haría frente a su jefe pidiendo un aumento de sueldo. Entró a la oficina de su superior, se sentó y habló sin parar, casi sin respirar. Cuando terminó, el jefe seguía teniendo el mismo gesto imperturbable, aunque amable, que al inicio. El hombre, sin levantar la voz, le dijo que no podía darle el aumento. En algún lugar de la frase uso la palabra lamentablemente. Después, le anunció que tenía que atender a otras personas.
El joven Hefner, esa misma tarde, tomó la decisión de renunciar. Era el momento de poner en práctica todas esas ideas que venía pensando desde hacía años, de llevar adelante su proyecto. Tenía una ventaja: no había en el mercado un producto como el que imaginaba. La desventajas eran evidentes: parecía imposible que una revista como la que él imaginaba pudiera durar en los puntos de venta. Para averiguarlo, para ponerla en marcha, necesitaba plata y algo impactante para la tapa. Buscó inversores y pidió un préstamo. El banco sólo le adelantó 600 dólares. Le faltaba mucho. Necesitaba 8.000 dólares. Su madre y su hermano le dieron parte de sus ahorros y algunos amigos empresarios completaron el resto. La revista iba a tener una tirada de 54.000 ejemplares. En la tapa no consignó que era el número uno, tal vez porque no confiaba en que habría un segundo.
Su revista se iba a llamar Stag Party (algo así como Fiesta de Solteros). Pero el editor de las revista Stag, al enterarse del inminente lanzamiento, amenazó con hacerle juicio. Hefner buscó nuevos nombres: Top Hat, Gentleman, Sir, Pan o Bachelor. Ninguno lo terminaba de convencer. Al final se quedó con Playboy.
El primer número estuvo en la calle el 10 de diciembre de 1953. Traía un cuento de Sherlock Holmes, un extracto del Decamerón, un informe sobre cuánto le salía a un hombre divorciarse, una crónica sobre el ambiente del jazz, viñetas humorísticas, reseñas de libros y películas.
Más o menos lo que se podía encontrar en cualquier otra revista, tal vez con un enfoque más libre, más audaz. En el editorial del número uno, Hefner mostró sus intenciones, una especie de declaración de principios. Allí enumeró cuatro tópicos que tendría que abarcar la conversación de un hombre moderno, los cuatro intereses que la revista cubriría: Nietzche, Picasso, el jazz y el sexo. Pensamiento, arte y literatura, música cool (después se sumó el rock con números especiales en cada marzo) y sexo, mucho sexo.
En menos de dos semanas se agotaron los 54.000 ejemplares (las copias de ese número debut que se encuentran en buen estado se han convertido en joyas para los coleccionistas y hoy valen muchísimo dinero). De los 8.000 dólares del capital inicial gran parte fue para pagar la imprenta y el papel. Hefner reservó 500 para su gran apuesta. La compra de unas fotos de Marilyn Monroe desnuda. Las imágenes ya tenían más de cuatro años pero no habían salido a la luz. En el medio Marilyn se había convertido en una actriz muy exitosa y, lo que a los fines de esta historia es más importante, en un sex symbol ineludible. El fotógrafo Tom Kelly le había pagado a su entonces desconocida modelo 50 dólares para que posara para un almanaque.
La gente (los hombres) corrieron al kiosco en busca de su ejemplar aunque después lo escondieran dentro de sus ropas, otras revistas o al fondo de sus maletines.
Nacía mucho más que un suceso editorial. Nacía un imperio.
Las marcas características de la revista, aquellas que convirtieron a Playboy en un éxito descomunal y, al mismo tiempo, en una de las revistas más influyentes de la historia fueron apareciendo con el tiempo. Cada una le daba más identidad a la marca. Si el número uno traía el centerfold (aunque todavía no era la Playmate del Mes sino Sweetheart of The Month), el póster central desplegable, en el segundo número apareció la conejita, el logo que se convertiría para siempre en la imagen inconfundible de Playboy.
Pese a su público restringido, sólo varones, y que sus compradores no podían leerla en el transporte público, en los bares y ni siquiera en sus casas frente a otros miembros de su familia, Tal vez no haya habido ninguna otra revista que haya tenido tanta influencia en la vida cotidiana de las personas. El imaginario sexual de la segunda mitad del Siglo XX estuvo moldeado por Playboy y su ideal de belleza, expresado en las fotos de las mujeres jóvenes y voluptuosas que aparecían desnudas en sus páginas. Pocos dudaban del juicio de Playboy. La Playmate del año era considerada la mujer más atractiva del planeta.
La idea inicial de Hefner había sido desnudar a la “vecina”, a mujeres atractivas pero normales que uno podría cruzarse en su edificio, en su barrio, en el subte o como secretaria en un trabajo (todavía no se pensaba que una de esas mujeres podía ser la jefa o la gerente de ese trabajo). Tanto influyó que la manera en que las mujeres llevaban el vello púbico durante décadas fue siguiendo la moda que mostraban los centerfolds de Playboy (no se sabe si la revista atrapaba al instante la tendencia –que siempre progresaba hacia el minimalismo: cada vez menos- o si la marcaba y las mujeres la seguían, empujadas por los hombres, sus deseos y sus lecturas de la revista).
Con el tiempo se agregaron celebridades. Hubo actrices, modelos, cantantes, deportistas que se desnudaron en Playboy.
Gay Talese alguna vez escribió que muchos hombres vieron por primera vez una mujer desnuda en colores en las páginas de una Playboy.
El legado que ha quedado en pie de la revista es negativo. Se recuerda el sexismo, el machismo rampante, el uso de la mujer como objeto, los abusos que se vivían en la Mansión Playboy.
También es cierto que la sociedad norteamericana de los años cincuenta era absolutamente conservadora y que la revista ayudó a liberar algunas de esas trabas, a derribar algunas barreras. Alguien describió la sociedad en la que la revista surgió como una en “la que las mujeres sólo tenían dos opciones: ser una casta virgen o ser madre de familia y esposa devota”. A veces es difícil explicar cómo logró saltear durante años a la censura. Otra contradicción evidente es que mientras lo que la revista declamaba a través de lo más evidente como sus tapas, sus pósters, sus páginas de desnudos a todo color, la marca, la figura de Hefner en bata rodeado por mujeres 30 años más jóvenes que él y las historias de la mansión, se contradecía la gran mayoría de las veces con el contenido de sus artículos, de los consejos del consultorio sexual y de las campañas para que la mujer gozara en el sexo y pensara también en ella. Pero, tal vez, no eran tantos los que compraban la revista por los artículos.
Playboy logró instalar el sexo en la conversación pública. Con todas las limitaciones y excesos descriptos. En otras cuestiones, Hefner y la revista fueron muy progresistas y adelantados a su tiempo. En 1955 publicó un cuento que produjo una gran conmoción sobre una sociedad en la norma era la homosexualidad y la heterosexualidad era lo condenable. Hefner, cuando lo criticaron por dar a conocer ese cuento, dijo que era una buena oportunidad para mirar de qué manera la sociedad hacía sentir a los homosexuales. Apoyó, tiempo después, el fallo Roe Vs Wade que aprobó el aborto. Estuvo a la cabeza también de las disputas por los derechos civiles y atacó con denuedo la segregación racial.
La revista vendió durante décadas alrededor de 5 millones de ejemplares mensuales. El número más vendido de la historia fue el de noviembre de 1972: más de 7.200.000 ejemplares. La primera baja en las ventas se dio con la aparición de otras revistas que tenían contenido más hardcore como Penthouse o Hustler. Después con los VHS hubo otra merma. Internet y la posibilidad de tener todo el sexo a un click de distancia, de que las vecinas, las mujeres de la puerta de al lado, ya no aparecían en sus páginas, sino que le enviaban nudes al wassap a su vecino hizo que Playboy tambaleara. En 2016 anunció que no habría más desnudos, aunque un año después revirtió la medida. Pocos meses después la edición en papel cerró y sólo quedó la digital.
“Yo compro la revista por los artículos”. Una frase que miles de hombres repitieron durante décadas, justificando que oculta por otras revistas (se compraban muchas mensualmente) o dentro del diario se llevaran del kiosco su Playboy. Más allá del sarcasmo y del punto de duda sobre la afirmación, lo cierto es que entre los desnudos de celebridades y aspirantes y el poster central, Playboy traía grandes artículos, textos de ficción y las mejores entrevistas realizadas a cada personaje. No todo era sexo.
Las revistas mensuales norteamericanas tenían una gran tradición publicando ficción. El New Yorker, The Atlantic, Esquire y otras. Hefner, apenas la publicación se asentó, salió a competirles de igual a igual. Bradbury publicó allí, por primera vez y por entregas, Farenheit 451, por ejemplo. Pero no fue el único escritor de renombre. En Playboy escribieron: Nabokov, Philip Roth, Saul Bellow, Margareth Atwood, Road Dahl y la mayoría de los mejores narradores anglosajones de ese tiempo.
También fueron célebres varios de los ensayos que pasaron por sus páginas. Entre otros, James Baldwin publicó sus encendidas diatribas contra la segregación racial.
De todas maneras, textos de esa calidad y de similar temática se podían encontrar en otras publicaciones. En lo que Playboy se destacó y sus trabajos no tuvieron quien los igualara fue en las entrevistas.
Como tantas otras cosas, esa fue una sección que tardó un tiempo en aparecer. La primera entrevista en profundidad apareció en 1962. Y tanto esa conversación como la sección se convirtieron en clásicos. Hefner mandó a un joven escritor de color a conversar durante varios días con una figurita difícil. Con alguien que casi no daba entrevistas y que además era poco amable con sus interlocutores y nada locuaz. Alex Haley, quién después adquiriría fama propia por haber escrito Raíces, fue quien entrevistó a Miles Davis. Tiempo después Haley tuvo otras célebres conversaciones como las de Malcolm X (a quien le escribiría sus memorias) y Martin Luther King. Estas entrevistas eran el fruto de varios encuentros, de una gran cantidad de días que el entrevistador pasaba junto al personaje y en los que hablaban de todo. Eran textos larguísimos, imposibles de imaginarse hoy. De decenas de páginas de letra apretada. Al terminarlos el lector sentía que conocía al entrevistado. Había recorrido su vida, su obra y su sistema de creencias y pensamiento. Pasaron por allí desde el asesino de Luther King a Edward Teller, de Lorne Michaels a Muhammad Ali, de Brando a Bowie. En esa sección también se dio la última gran entrevista a John y Yoko antes del asesinato del beatle. Alguna vez le tocó al propio Hefner narrar sus múltiples vidas. De cineastas a deportistas, de escritores a políticos, de célebres científicos a asesinos. Todos los personajes relevantes de la segunda mitad del Siglo XX fueron entrevistados por Playboy. En Amazon se pueden conseguir a un precio muy razonable compilaciones digitales de estas conversaciones divididas por oficios; y en castellano hace ya mucho tiempo Emecé publicó un volumen con las mejores de los primeros 30 años de la publicación.
Fuera del papel, la marca Playboy se imponía y se diversificaba. Hefner abrió un club nocturno en Chicago. Había ingreso exclusivo, jazz, buenos tragos, meseras que atendían disfrazadas de conejitas. Fue un gran éxito y el emprendimiento se replicó en una veintena de ciudades de Estados Unidos. Comenzaron a proliferar los clubes Playboy en las que las noches eran interminables. Iban parejas y hombres solos. Se escuchaban a las mejores agrupaciones de jazz, se fumaba y cada hombre anhelaba poder terminar la noche con alguna de las conejitas.
En 1963, una joven de unos veintipico de años provocó un cimbronazo fenomenal a la imagen cool de estos clubes. Gloria Steinem escribía para las revista Show. Era alta, bella, algo arrogante y de una inteligencia feroz (sigue teniendo las cuatro características). Se infiltró en el club que estaba en la calle 59 de Nueva York para contar cómo eran tratadas las mujeres que trabajaban ahí. Vestida como conejita (orejas, moño blanco y negro, body apretado, pompón en la cola) hizo de mesera para poder contar la experiencia ser una Bunny desde adentro.
Las aspirantes debían tener entre 21 y 24 años. Ella tenía 28. Mintió y dije tener 24. Quien le tomó la primera entrevista de admisión le dijo que con 24 muy posiblemente fuera demasiado vieja para el trabajo. Después debió probarse el vestuario, hacer análisis médicos y hasta dar un examen escrito en el que, a propósito, para no levantar sospechas, respondió mal varias preguntas: aun así fue la de mejor rendimiento. Después, el trabajo durante un mes. Debía aguantar la respiración durante varios segundos para que alguien abrochara a presión el traje que tendría las siguientes horas; los tacos altísimos lastimaban sus pies (tardó algunas semanas en descubrir que debía usar dos números más grandes para poder calzarse al día siguiente). Las chicas debían seguir reglas muy estrictas, la paga no era la prometida y la casa se quedaba con buena parte de sus propinas. Además debían soportar los avances, proposiciones persistentes (varios clientes, con la cuenta, le dejaban las llaves del hotel) y hasta manoseos. Cuando su nota dividida en dos entregas se publicó provocó un cimbronazo y Steinem adquirió mucha fama. Pero la reputación de los clubes no varió y siguieron funcionando hasta que el público eligió otras formas de consumo, aunque no por pruritos éticos.
Otra de las derivaciones fueron los programas de televisión que Hefner encabezó tanto a principios de la década del 60 como en las temporadas 68 y 69. Simulaban veladas en su pent-house o en el salón principal de su mansión con grandes invitados, los mejores músicos de jazz y, por supuesto, conejitas. La primera temporada fue un fracaso, no alcanzó las expectativas. Había varios problemas. Hefner no era un anfitrión dúctil, no tenía la soltura que la televisión requería. La marca Playboy estaba demasiado asociada al público (varonil) adulto y la televisión en esa época era eminentemente familiar; no era un show que se pudieran sentar a mirar todos los miembros de una familia. Había un inconveniente más: Hefner tenía muchos invitados de color –músicos, comediantes, actores- y esa convivencia interracial provocaba muchas molestias. Cuando el programa volvió 8 años después, la sociedad había cambiado. Hefner seguía tan envarado como siempre pero varios de los recelos anteriores se habían alivianado y el show fue mejor recibido.
También fueron célebres los festivales de jazz organizados por Playboy.
Aunque la derivación más evidente, sobre la que mayores leyendas se tejieron y la que más influencia tuvo en la construcción de la imagen de la revista y la marca, fue la Mansión Playboy, pintada, muchas veces, como el paraíso. El lugar en el que todos querían estar. Alguien dijo que era como el Disney para adultos. Le faltó aclarar que era el Disney para hombres adultos. La revista Time en los ochenta afirmaba: “Al final y al cabo tanto Disney como Playboy venden fantasías. Playboy hace que las mujeres parezcan irreales. Disney hace que las aventuras irreales parezcan reales”. Ambas fueron los dos grandes triunfos de la industria del entretenimiento americano de posguerra, de la segunda mitad del siglo XX. Y ambas tienen algo más en común, que tal vez haya sido el secreto del éxito y nadie se ha dado debida cuenta: el rasgo que comparten Mickey Mouse y las conejitas de Playboy son las orejas grandes.
Hugh Hefner, en esos años, era el epítome de lo cool. Había que vestirse como él, fumar como él, salir con las mujeres con las que salía él. Era el ideal del hombre soltero (o divorciado). Su revista llegó en el momento exacto. Y él entendió como pocos el espíritu de época, el cambio, las revoluciones que se producían en la vida cotidiana y en el sistema de creencias. El hombre de los pijamas. La imagen del creador de Playboy quedará perpetuada un su pijama, la bata de seda roja, las pantuflas, la gorra de capitán de barco y la pipa delgada apenas apretada con la comisura de los labios, haciendo equilibrio cada vez que hablaba.
Lo que siempre se supo pero se prefería no ver, ni mencionar, ahora es evidente. En la Mansión había abusos y violaciones de todo tipo. Mujeres maltratadas, drogadas, tomadas casi como rehenes, para ser utilizadas por hombres poderosos, célebres, millonarios.
La Mansión funcionaba como una especie de enorme y sofisticado burdel con el anfitrión sirviéndose de las jóvenes dispersas por la casa, ofreciéndolas a sus amistades y socios comerciales, utilizándolas como moneda de cambio mientras él se paseaba en bata y tomaba a la gente que deseaba sin importar el consentimiento ajeno. “La gente se imagina que las fiestas eran salvajes. Pero se equivocan. Eran mucho más salvajes de lo que se imaginan”, dijo una de las ex playmates en un reciente documental.
Alguna vez Hefner dijo que la compra de la Mansión había sido la mejor inversión en la larga historia de la empresa. Y no se estaba refiriendo al negocio inmobiliario, a la revalorización de la propiedad.
La mansión, los clubs Playboy alrededor del país, la televisión, los festivales de jazz, todas esas actividades completaban el imaginario de la revista. Pero la Mansión era la principal, era la comprobación fáctica de que el mundo que ellos pregonaban y vendían desde sus páginas podía existir en realidad. Tal como describe con lucidez Paul Preciado en su ensayo Pornotopía, se convirtió en un proyecto arquitectónico- mediático: en una especie de meca pagana a la que los hombres querían arribar.