La maldita tarde del lunes 7 de noviembre de 1983, David Hendricks (29) dejó su oficina a las 16 horas. Primero se dirigió hasta su hangar privado donde trabajó un rato en su moto porque iba a dejarla durante el invierno en ese lugar, junto a su aeroplano. Desde allí caminó de regreso hasta su casa donde encontró a sus hijos Rebekah (9), Grace (7) y Benjamin (5) jugando en el jardín. Después de una larga jornada escolar estaban divertidos aprovechando lo que quedaba del día. Alrededor de las 17.30 David los llamó para que entraran. Quince minutos después su mujer, Susan (30), se despidió y salió con su auto: tenía un baby shower en una ciudad ubicada a unos 56 kilómetros.
David quedó solo con sus hijos y pensó que la mejor opción sería cenar afuera. Pasaron, primero, por el colegio donde había una muestra de arte con los trabajos de los alumnos. Luego, se dirigieron hacia el restaurante Cheese ‘s Pizza Time Theater a dónde llegaron a las 18.30. Encargó una pizza vegetariana de diez porciones y pidió una cerveza para él. Cuando, un rato más tarde, llevaron la pizza a la mesa tuvo que ir a buscarlos al área de juegos. Eran las 19. Él comió solo una porción y los chicos, apenas terminaron las suyas, salieron disparados para seguir jugando. Decidió ir a cargar combustible para el viaje de negocios que tenía planeado y regresó a buscarlos. Quería llevarlos a la biblioteca ambulante, pero antes debieron pasar por su casa a buscar los libros que tenían para devolver. Llegaron a la biblioteca a las 20. El bibliotecario estuvo con ellos ayudándolos con la elección de las lecturas.
Esa fue la última vez que alguien vio a los tres chicos con vida.
Volvieron a su casa cerca de las 20.30 y se prepararon para ir a dormir. Jugaron brevemente a las escondidas y, según David, alrededor de las 21 los mandó a la cama. A las 21.30 él colocó su valija en el baúl de su auto y se dispuso a esperar a que volviera su mujer del festejo.
Susan dejó el baby shower a las 21.40 y condujo hasta su casa a dónde llegó entre las 22.30 y 22.45.
Siempre según David, conversaron un largo rato. Incluso hablaron de lo que tenían en mente desde hacía algún tiempo: la idea de adoptar a un bebé. La razón era que Susan no podía tener más hijos porque había sufrido una histerectomía.
Cerca de las 23 horas David le dio un beso y se marchó a su viaje laboral, en su auto Buick Electra, rumbo al estado de Wisconsin. Tenía unas seis horas por delante hasta su destino.
Hombre religioso, empresario exitoso
David James Hendricks nació en 1954 en Morton Grove, cerca de la ciudad de Chicago, Illinois, Estados Unidos. Fue el segundo de siete hijos de una pareja sumamente cristiana. Los Hendricks eran miembros de un grupo fundamentalista protestante llamado Hermanos de Plymouth Brethren. Fue en esa misma estricta congregación que David conoció a Susan Lois Palmer. Ella era un año más grande (había nacido el 15 de septiembre de 1953). Se enamoraron y se pusieron de novios.
David había sido tan buen alumno durante el secundario que se había graduado un año antes que el resto de sus compañeros. Al terminar el colegio, se matriculó en la escuela de medicina de la Northwestern University Medical School. Estaba interesado en el mundo de la ortopedia y de las prótesis. Se recibió en junio de 1973. El 28 de julio de ese mismo año se casó con Susan.
Su primera hija Rebekah llegó el 24 de septiembre de 1974. El 30 de abril de 1976 nació Grace y, el 22 de junio de 1978, Benjamín. Después de su último parto Susan tuvo serios problemas de salud que llevaron, en 1988, a la extirpación de su útero. Para ellos, que soñaban con una familia enorme, fue un drama de proporciones. Empezaron a considerar la posibilidad de adoptar más hijos, algo que finalmente nunca ocurrió.
Durante el matrimonio la religión siguió ocupando un papel muy importante en sus vidas. Ellos eran miembros activos del grupo. En su casa no estaban permitidas la televisión ni la radio. Susan leía la Biblia a sus hijos luego del desayuno y David lo hacía antes de acostarlos. Ella casi no usaba maquillaje y los chicos tenían prohibidos los snacks y celebrar fiestas como Halloween.
David era muy trabajador. Primero estuvo empleado en una compañía que vendía prótesis. Ganaba bien, pero en 1979 se lanzó a construir su propio negocio. Bautizó a su compañía Cash Manufacturing Inc. Comercializaba sillas de ruedas, piernas ortopédicas y todo tipo de prótesis. David se enfocó en diseñar unos corsets ortopédicos para problemas de espalda. Tuvo buenas ideas que decidió patentar. Las empezó a fabricar y tuvo un éxito rotundo. David comenzó a facturar fortunas. Si bien sólo tenía una empleada, Beverly Crutcher, quien manejaba la correspondencia y el día a día de la oficina, él tenía que viajar con frecuencia para promocionar sus productos. Además, se ocupaba de hacer los catálogos y folletos impresos de todo lo que ofrecía para la venta.
Le fue tan bien que pronto tuvieron suficiente dinero para comprarse una enorme casa en un barrio nuevo y próspero en Bloomington.
Hasta este punto de la historia los Hendricks eran la foto perfecta de la felicidad.
El infierno más rojo
El martes 8 de noviembre de 1983, desde Wisconsin, David intentó comunicarse temprano por la mañana con su esposa, pero ella no respondió el teléfono. Pensó que quizá estaba ocupada. Por la tarde, volvió a llamar y ocurrió lo mismo. Él sabía que Susan tenía una cena familiar en la casa de una de sus hermanas a la que asistiría con los chicos. Llamó a su cuñada para saber qué sabía ella. Nada. Llamó a sus vecinos para ver si habían visto a sus hijos jugando en el jardín o a Susan. Tampoco. Poco después fue la hermana de Susan quien lo llamó para decirle que la familia no había aparecido para la cena. A esta altura David entró en pánico. Se comunicó con su vecino para pedirle que fuera hasta su casa a tocar el timbre. Ese hombre le dijo minutos después que nadie le había respondido y que las luces estaban apagadas. Era algo totalmente inusual así que David decidió llamar a la policía. Les dijo que no podía contactarse con su familia y preguntó si había algún reporte de accidentes. Negativo, no había ocurrido nada en la zona. Fue entonces que les pidió que fueran a chequear que todo estuviese bien en su casa ubicada en el número 313 de la calle Carl Drive en Bloomington.
Nada está bien en la casona de los Hendricks, pero todavía nadie lo sabe.
Apenas David cortó con la policía, subió a su auto y emprendió el regreso. En el camino paró varias veces para llamar desde distintos teléfonos públicos a su mujer.
Los policías no solo habían tenido la llamada de David, también habían recibido la de los familiares de Susan. Por eso los oficiales Mike Hibbens y Dennis O’Obrian se dirigieron al lugar. Ya era completamente de noche cuando llegaron a la propiedad. No había ninguna luz encendida y la casa estaba callada.
La entrada principal la encontraron cerrada. Nadie salió a responder. Golpearon ventanas. Silencio helado. Dieron la vuelta y hallaron la puerta trasera sin llave. Ingresaron a las 22.30.
Primero se toparon con objetos desparramados por el piso y cajones abiertos. Las cosas revueltas en la planta baja daban la idea de que hubieran entrado a robar.
Subieron las escaleras.
Fue entonces que hallaron el infierno. Un rojo y salvaje infierno.
En el primer cuarto estaba Rebekah, la mayor de los chicos Hendricks, en su cama. Tenía un tajo que iba de su ojo izquierdo, cruzaba su cara y llegaba hasta el nacimiento del pelo. Se veía el hueso.
Pasaron al otro dormitorio. Ahí estaban Grace y Benjamín, en la cama de la primera, como si estuvieran durmiendo juntos. Grace tenía un hachazo que unificaba sus ojos con las orejas y otro brutal golpe que había abierto un gran agujero en su cráneo. Además, la habían degollado. La cara de Benjamín era una masa irreconocible. Su rostro estaba destrozado como si hubiese sido atacado por una manada de lobos. Su mandíbula colgaba desde un costado y tenía rebanada la garganta.
En el cuarto principal estaba Susan en su cama, semi cubierta con una manta. Ella también había sido atacada con las mismas dos armas. Esas armas utilizadas para matarlos, curiosamente, pertenecían a los Hendricks: un hacha y un enorme cuchillo de carnicero de unos 90 centímetros. Ambas habían sido apoyadas por el asesino sobre la cama de Benjamin. Las pusieron en una bolsa y las enviaron a peritar. No tenían una sola huella dactilar.
Aunque sus muertes habían sido salvajes y sus cuerpos estaban mutilados, en ninguno de los cadáveres detectaron signos de lucha o defensa. ¿Cómo era posible? Quien fuera que los había asesinado no había llevado armas, ¿por qué? ¿sabía que allí las encontraría? ¿conocía la casa y a sus víctimas?
Sangre en las paredes. Sangre en el piso. Sangre en todos los cuartos. Rociaron el resto de la casa con Luminol para ver rastros hemáticos en baños, duchas, bañadera, cocina, bachas y cañerías. Nada. Solo en uno de los baños se encendió un área del suelo, pero hubo un experto que admitió que podría ser una reacción a la lavandina que, según los familiares, solía usar Susan con frecuencia para limpiar. No olvidemos que estamos en 1983, donde la tecnología no era tan precisa como hoy.
Era insólito, pero parecía que él o los asesinos no se habían limpiado la gran cantidad de sangre que debería/n haber tenido encima antes de salir a la calle.
Estómagos que hablan
Cuando David Hendricks llegó ese mismo día, casi al filo de la medianoche, su casona de dos pisos ya estaba acordonada con la típica cinta amarilla que se utiliza para las escenas de crímenes y el terreno, rodeado de patrulleros con sus luces enceguecedoras. Supo, enseguida, que nada bueno podía pasar adentro.
La policía se acercó y lo hizo ingresar al perímetro para darle la terrible noticia. Según los vecinos, en ese momento David cayó de rodillas, gritando y gimiendo. Pero no es lo mismo que recuerdan los policías. Dan Brady, quien tenía 22 años y era uno de los agentes más jóvenes entre los que estuvieron en la escena del crimen, rememora: “No puedo olvidar cuando él entró con su auto en el camino de entrada de su casa esa noche y nosotros caminamos hacia él. Le dijimos “Toda tu familia está muerta”. Todo lo que preguntó es “¿También el pequeño Benji?”. Recuerdo que no demostró ninguna emoción, no preguntó nada sobre los otros chicos o de su mujer. Eso me convenció de quién lo había hecho…”.
Cuando fue llevado al departamento de policía para ser interrogado, la percepción de quienes lo entrevistaron en la dependencia fue la misma: demasiada calma.
Su comportamiento los puso, desde el primer momento, en alerta.
Empiezan el misterio y las subjetividades.
¿David estaba en shock o actuaba?
Su ropa se envió para que fuera analizada en busca de salpicaduras y rastros de sangre. No hallaron ni una gota. Las dos pisadas que habían encontrado en una alfombra, una pequeña y otra más grande, no coincidían con ningún calzado de David ni con otros zapatos de los que vivían en la casa. No había tampoco sangre en su auto, ni en la valija, ni en otras mudas de ropa de David, ni en el hotel donde había estado alojado, ni en los baños de las estaciones de servicio que estaban sobre la ruta que había hecho para regresar a su casa.
Nadie sale de un baño de sangre de esa magnitud sin una mancha. Increíble. Tampoco había huellas dactilares en las armas.
Era el sospechoso principal, pero no habían podido conseguir evidencia que lo ligara con la macabra escena.
Mientras tanto, el 13 de noviembre, se llevaron a cabo los funerales de las víctimas. La placa de mármol de la tumba ponía como fecha de muerte el día que fueron encontradas: 8 de noviembre. Se vio a David llorando devastado.
Cuando llegaron los resultados de las autopsias de las víctimas sí hubo una sorpresa importante. Los dos expertos forenses involucrados establecieron que los chicos ya estaban muertos para la hora en que David había emprendido su viaje laboral la noche del día 7. ¿Por qué lo creían así? Porque el análisis de los estómagos de las víctimas revelaba que estas habían sido asesinadas entre las 21 y las 23. Habitualmente la comida deja el estómago y pasa al intestino en un lapso de unas dos horas. En los tres niños la pizza vegetariana estaba todavía en sus estómagos. Si habían comido a las 19, la comida estaría ahí un par de horas más, por eso situaron las muertes cerca de las 21.30 y mucho antes de las 23. Eso ponía a David Hendricks, que decía haberse ido alrededor de las 23, en la escena al momento de los crímenes. Nada menos.
Parecía que los crímenes de los menores habían ocurrido incluso antes de que Susan volviera a su casa.
¿Habría ella visto algo de lo ocurrido al llegar? ¿Por qué tampoco parecía haberse resistido? Más misterios.
Los crímenes habían sido con tanto salvajismo y odio que solo dejaban incógnitas flotando en el aire. No era un robo, estaba claro. Si hubiera sido David, se preguntaban, ¿cuál era el móvil para tanta brutalidad? Ya habían descartado que existieran millonarios seguros de vida o romances turbulentos.
Por qué matar
Durante las primeras horas después de los hechos David habló con la prensa, con los diarios y la televisión. Los periodistas remarcaron que lo habían visto demasiado tranquilo. Y un comentario que realizó les pareció cuanto menos perturbador: dijo que su mujer y sus hijos estaban ahora “en un lugar mejor”. Además, sostuvo que deseaba que el asesino hallara a Jesús y fuera salvado. Si bien es cierto que esas palabras podían deberse a la extrema religiosidad de David, para muchos sonaron siniestras.
Con todo lo que tenían recolectado la policía decidió arrestar a David Hendricks el 5 de diciembre de 1983. Lo sorprendieron en su oficina.
La causa iniciada en su contra llevó el número 63803.
El juicio comenzó en noviembre de 1984.
Su empleada en la empresa declaró que ella sabía, desde una semana antes, de los planes de su jefe para viajar a Wisconsin y se probó que no era inusual que él dejara su casa tarde por la noche para sus giras de negocios.
No había evidencia directa de que David estuviese involucrado en los crímenes ni un móvil sólido, pero la fiscalía logró construir el retrato de un hombre acorralado fatalmente en su matrimonio. Según apuntaron, el conflicto interno que lo tenía atrapado era el choque entre los severos estándares del grupo religioso al que pertenecía y su reciente involucramiento en conductas sexuales con las modelos que posaban para sus catálogos. Abusos sexuales, sostuvieron, que habían ido escalando en osadía. La prueba de lo que le pasaba internamente estaba en su radical cambio de aspecto. Mientras en 1981 David tenía sobrepeso, andaba desarrapado, con el pelo mal cortado y el bigote desprolijo, veinticuatro meses después se lo veía diametralmente diferente. Pesaba 18 kilos menos, se había afeitado el bigote, cortado el pelo y se vestía con excelente ropa. Ese mejoramiento notorio, según la acusación, tenía que ver con sus incursiones sexuales con aquellas modelos que contrataba para las fotografías de sus folletos. Por eso pidieron citar a declarar a trece jóvenes que habían posado para él desde 1981: Diana Payne, Cindy Baird Segabiano, Echo Renee Wulf Atwell, Dawn Rueger, Kathy Harper, Carolyn Johnston, Nancy Jarrett, Penny Peavler, Lee Ann Wilmoth, Susan Henry Ryburn, Carla Webb, Tammy Ledbetter y Elizabeth Tomlinson.
Ellas declararon que no había habido violencia aunque sí él les había pedido que se desnudaran para las fotos desde la cintura para arriba. Algunas hablaron de masajes en los senos, todas de marcas con una lapicera sobre la piel donde iba el arnés y un par de intentos de besos que fueron rechazados con un empujón sin consecuencias. Ningún abuso sexual violento. Si bien había una conducta libidinosa y una clara intención de sacar ventajas sexuales de la situación, no se demostró un patrón de progresiva violencia. Tampoco habían existido romances o invitaciones a salir. Lo que dijeron no fue demasiado relevante para los crímenes que se juzgaban, pero sí dejaba en el aire la idea de lo que podía estar pasándole a David. ¿Estaba descubriendo otra vida que le gustaba más? Era probable. ¿Quería liberarse de su familia para ahondar en esa nueva faceta de sexo fuera del matrimonio? Era una posibilidad en la que la fiscalía creía firmemente.
El testimonio de las modelos lo ponía en aprietos con la organización religiosa y sus principios, pero no era en manera alguna una prueba directa del hecho por el que se lo estaba juzgando: el cuádruple crimen de su familia.
La fiscalía siguió ajustando su mirada y sostuvo ante la audiencia que David se había sentido aprisionado por su mundo y creencias religiosas y quería, en cambio, seguir pagando por experiencias sexuales. Pero temía que esto trascendiera. Al mismo tiempo, divorciarse para él no era una opción porque ello implicaría ser segregado de su grupo religioso.
Entre la severidad celestial y el descubrimiento tardío de su carnalidad David habría decidido asesinar a su familia.
Matar para salir del laberinto. No sería el primero que, para salir de un sitio que lo ahoga, opta por hundirse en el barro más profundo.
Luego de nueve semanas, el jurado encontró a David Hendricks culpable por las cuatro muertes.
La fiscalía había pedido la pena de muerte, pero el juez no lo sentenció a la pena capital. Expresó no haber estado personalmente convencido “por mi buena conciencia no puedo aplicar la pena de muerte a menos que estuviera convencido de su culpabilidad más allá de una duda razonable”. El 21 de diciembre de 1988 lo condenó a cuatro cadenas perpetuas consecutivas. Hendricks se había salvado de morir, pero no estaba conforme. Apeló y su apelación fue denegada.
Nuevo juicio, nueva vida
Sus abogados siguieron intentando anular el juicio. Aducían que había sido injusto y que habían permitido que el jurado fuera manipulado escuchando el irrelevante testimonio de aquellas modelos.
Mientras tanto, David Hendricks no perdió el tiempo. Se volvió a casar en prisión con una mujer de Ohio que le escribía a la prisión. Se llamaba Pat Miller y tenía dos hijos. También aprovechó su tiempo entre muros y escribió un libro.
El 3 de julio de 1990 sus abogados ganaron una batalla y se consideró que su juicio no había sido justo. Sería vuelto a juzgar.
El nuevo enjuiciamiento se llevó a cabo en 1991. La prueba principal que se volvió a debatir fue el contenido de los estómagos de los chicos. La defensa consiguió que algunos peritos dijeran que la ventana horaria debía ser menos estricta porque la digestión no era una ciencia exacta.
Por otro lado, la acusación presentó un nuevo testigo: un compañero de celda de David llamado Danny Wayne Stark. El convicto dijo que Hendricks le había confesado su crimen y que el motivo que había esgrimido era que Susan se había enterado de sus andanzas extramaritales y lo había amenazado con el divorcio y con contarle todo a las otras familias de la congregación. La defensa de Hendricks contraatacó con otros presos y guardiacárceles que dijeron que ese personaje era un mentiroso patológico.
Después de siete semanas, esta vez el jurado no lo encontró culpable. Había pocas certezas y algunas dudas razonables. Fue liberado luego de haber pasado unos siete años en la cárcel. Pat Miller lo esperaba afuera feliz.
La fiscalía no tenía ningún otro sospechoso en el caso. Nadie a quien investigar. Si no había sido él, ¿quién había masacrado a los Hendricks?
Las sospechas del sospechoso
David, por su lado, sí tuvo una teoría y la expuso en su segundo juicio. Para él, quien había asesinado a su familia era su ex cuñado Jon Lewis, ex marido de Martha Niels, hermana de Susan. El motivo habría sido la enorme envidia que le tenía por su buena vida y el dinero que ganaba.
Lewis se divorció de su mujer en los meses que siguieron a los homicidios. La hermana de Susan reconoció que la noche de los crímenes, su entonces esposo, había vuelto desde el hospital donde trabajaba en el área de emergencias, con su ropa manchada con sangre. La habían puesto a lavar. No era algo inusual, por lo que no prestó mayor atención al hecho. Pero con el tiempo había comenzado a pensar que esa posibilidad existía. Lewis se negó a testificar invocando su derecho constitucional contra la autoincriminación.
Y al jurado no se le permitió escuchar a James Hendricks, hermano de David, decir que Lewis le había confesado los asesinatos.
Las especulaciones de David jamás fueron investigadas, nadie les dio suficiente entidad.
Al salir de la cárcel David cortó sus lazos religiosos con la congregación. Se terminó separando de su segunda esposa quien no aguantó las presiones de la gente que se acercaba para decirle que su marido asesinaba y cortaba en pedacitos a niños.
David se mudó a Orlando, Florida, donde comenzó otro negocio exitoso con sus arnés para los problemas de espalda y se casó por tercera vez con una mujer llamada Gazel con quien intentó llevar una vida normal.
Su suegra Nadine Palmer, madre de Susan, le dijo al diario Pantagraph en 2003 que ella siempre había creído en la inocencia de su yerno: “Yo lo conocía y lo quería. Fue duro estar ahí viendo todas las mentiras (…)”.
Sin embargo, los fiscales que trabajaron en el caso siguieron convencidos de su culpabilidad. Piensan que David Hendricks, hoy con 69 años, ha logrado salirse con la suya. Para ellos no hay ninguna duda de que fue el salvaje asesino. Se basan en este resumen de pistas:
-La puerta no había sido forzada.
-Las armas pertenecían a la familia.
-En la casa no faltó nada.
-Los chicos no habían digerido la comida, lo que indicaba que él estaba en su hogar a la hora de los crímenes.
-El recibo del restaurante Hardee, en el que comió algo al llegar a Wisconsin, indicaba las 7.17 horas. Eso señalaba que podría haber salido de su casa bastante después de las 23 horas, cerca de las 00.45 del martes 8 de noviembre. Había tenido tiempo para todo.
-No tenía citas previas para sus ventas en Wisconsin. ¿Por qué viajó con apuro y de noche si no tenía compromisos pactados?
-Su cambio radical de aspecto y su roce con el mundo de las modelos. ¿Por qué siempre elegía mujeres bellas y jóvenes para las fotos si los arnés eran para todo tipo de persona?
-El grupo religioso al que pertenecía era estricto: la prueba era que la hermana de Susan, cuando se separó de su marido, fue expulsada.
-La declaración de Hendricks a un canal de televisión, antes de su primer juicio, donde decía que los investigadores le habían contado que faltaban cosas de su casa era incriminatoria. Porque la policía aseguró jamás haberle dado ese dato que guardaban. Solo podía saber del desorden en la casa si hubiera estado allí cuando pasó todo.
-La conveniente coincidencia de que el asesino llegara justo cuando él se iba.
Sus nuevas fantasías no eran compatibles con sus viejas reglas. Eso creen y lo siguen sosteniendo hasta la fecha.
Pero la única verdad es que lo que ocurrió aquella noche jamás pudo quedar esclarecido.
Los espíritus de Susan, Rebekah, Grace y Benjamín todavía deambulan por ahí con sus estigmas abiertos, esperando una justicia que ya nunca llegará.