El relato que ha llegado hasta estos días cuenta que una mañana triste de 1888 – estaba de duelo por el fallecimiento, el día anterior, de uno de sus hermanos – el inventor y empresario Alfred Nobel abrió un diario sueco y se encontró con su propia muerte en una necrológica equivocada.
La historia nunca pudo ser comprobada porque, aunque se lo ha buscado, nadie encontró hasta ahora un ejemplar del diario donde se habría publicado el supuesto obituario, pero sigue así: el periodista encargado de escribir la nota confundió al muerto verdadero, Ludwig, con su hermano famoso, Alfred, y se despachó sin piedad contra el inventor de la dinamita en un texto titulado “Ha muerto el mercader de la muerte”.
Puesto frente a ese espejo que le devolvía la imagen de un monstruo, Alfred Nobel decidió entonces que no quería ser recordado así y se propuso dejar un legado que lo mostrara como un benefactor.
Para conseguir esa transformación digna de la alquimia, dispuso que casi toda la fortuna que había amasado gracias a la dinamita fuera destinada a premiar a aquellos cuyo trabajo beneficiara a la humanidad.
La consecuencia de esa escena casi mítica del nacimiento del Premio Nobel es, en cambio, bien real y puede medirse en dinero contante y sonante.
En un testamento firmado en París en 1895, Nobel dejó un capital de 31,5 millones de coronas suecas de la época - lo que equivale a unos 220 millones de dólares de estos días –, con la indicación que, cada año, sus intereses fueran repartidos entre quienes en el transcurso del año anterior se hubiesen distinguido por trabajar para hacer “un mundo mejor”.
Alfred Nobel era soltero y no tenía hijos, de modo que esa decisión no desamparaba a nadie, aunque cuando murió - un año después, el 10 de diciembre de 1896 en San Remo, Italia - sus sobrinos y posibles herederos, cuestionaran el altruismo de ese tío millonario que, al pretender beneficiar a la humanidad, los dejaba sin un dinero al que creían tener derecho.
Un padre inventor
Alfred Bernhard Nobel nació en Estocolmo, el 21 de octubre de 1833. Era el tercero de los ocho hijos que tuvieron Immanuel Nobel, un inventor e ingeniero, y Karolina Ahlsell. Alfred creció escuchando decir a su padre que la inclinación de los Nobel por la ciencia venía de uno de sus ancestros, Olaus Rudbeck, un profesor de medicina de la Universidad de Upsala que en el siglo XVII había descubierto el sistema linfático.
Immanuel había estudiado ingeniería en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo, pero las cosas no le iban bien en Suecia, donde sus desarrollos tecnológicos no se traducían en dinero. Por eso, la primera infancia de Alfred estuvo marcada por la pobreza y el dolor de la muerte de cuatro de sus hermanos.
Las cosas cambiaron cuando en 1842 la familia se trasladó a Rusia y se radicó en San Petersburgo, donde Immanuel tuvo éxito como fabricante de herramientas, maquinarias y explosivos. Allí inventó el torno de chapa, que hizo posible la producción de madera contrachapada y comenzó a trabajar en el desarrollo de minas submarinas.
El ingeniero quería que sus hijos siguieran sus pasos, para lo cual vigiló de cerca una educación centrada en las humanidades, las ciencias naturales y el estudio de idiomas, todo a cargo de tutores privados, ya que desconfiaba de la calidad de las escuelas rusas.
Alfred fue quien más se interesó por el trabajo de Immanuel, sobre todo con los que tenían que ver con explosivos, materia en la que no demoró en convertirse en experto. Para perfeccionarse, fue a completar sus estudios de química en Francia.
De la nitroglicerina a la dinamita
Allí se interesó por los trabajos de uno de sus maestros, Ascanio Sobrero, el inventor de la nitroglicerina, tan explosiva como peligrosa por su inestabilidad.
Volvió a Suecia con la idea de conseguir que la nitroglicerina fuera manipulable, para poder utilizarla con menos riesgo en obras de ingeniería. Eran tiempos en que el uso de los explosivos – principalmente la pólvora – ocupaban un lugar central para abrir caminos y construir túneles ferroviarios.
Su obsesión les costó la vida a cinco personas, entre ellas uno de sus hermanos, Emil, que murieron a causa de una explosión en el laboratorio que había montado para probar fórmulas que le permitieran controlar la nitroglicerina.
No se detuvo y en 1866 logró, finalmente, estabilizar la sustancia al mezclarla con una tierra de diatomeas, un material absorbente compuesto por microfósiles de algas.
La potencia del explosivo se podía regular según el porcentaje de nitroglicerina que contenía, que iba del 20 al 60%. Añadiendo un detonador a distancia, el producto resultante era en teoría seguro, pero en realidad tenía algunos peligros: el principal era que, con el tiempo, la nitroglicerina exudaba a través del absorbente hasta llegar a la superficie del explosivo, formando cristales que podían provocar una explosión a causa de los golpes o la fricción. Por ese motivo, era peligroso almacenar la dinamita durante mucho tiempo.
En un primer momento patentó su invento como “pólvora explosiva Nobel”, aunque poco después le cambió el nombre por el de “dinamita”, tomado de la palabra griega dynamis, que significa “poder”.
Fue también un enorme éxito comercial, porque la dinamita comenzó a tener gran demanda, porque permitía realizar de manera más segura y eficaz los trabajos de demolición, minería u ampliación de las líneas de ferrocarril.
Mientras su riqueza, también, de manera explosiva, Alfred Nobel seguía investigando y desarrollando nuevos productos basados en la nitroglicerina, como la gelinita, patentada en 1875, y la balistita, que comenzó a producir en 1887.
Una vida solitaria
El trabajo lo absorbía por completo, tanto que fuera de su laboratorio y de sus fábricas, llevaba una vida solitaria. No se había casado y no tenía hijos.
También se sentía viejo cuando todavía era joven. Prueba de todo eso es un aviso que publicó en un diario: “Caballero anciano adinerado y altamente educado busca dama de edad madura, versada en idiomas, como secretaria y supervisora del hogar”.
Cuando lo hizo tenía solo 43 años.
Quien respondió a la convocatoria fue la condesa Bertha Kinsky, una austríaca que no solo cumplió con el trabajo que Nobel demandada, sino que se convirtió en casi la única amistad que tuvo durante su vida.
Bertha trabajó varios años en la casa de Alfred, hasta que decidió volver a su país para casarse con el conde Arthur von Sutter. Nobel le deseó la mejor de las suertes, hizo espléndidos regalos a la nueva pareja, pero estaba desolado.
A pesar de la distancia, mantuvieron su amistad de manera epistolar durante décadas. Quizás haya sido Bertha la primera persona que le advirtió que sus inventos más que ayudar al desarrollo eran un atentado contra la vida.
“El mercader de la muerte”
Nobel exportaba dinamita por casi todo el mundo. Se la utilizaba para realizar obras en Europa, Australia y América, donde también se transformó en el explosivo más utilizado por los buscadores de oro.
Pero al mismo tiempo que Nobel veía crecer su éxito comercial y su fortuna, también comenzó a preocuparse por las críticas a sus inventos y el uso que se les daba.
Si bien la dinamita era más segura que, por ejemplo, la nitroglicerina pura, no por eso dejaba de causar accidentes y muertes. Sobre todo porque los empresarios e ingenieros que la compraban no capacitaban en su uso a los obreros que debían manipularla.
La imagen pública de Alfred Nobel quedó aún más dañada cuando compró la compañía Bofors, dedicada a la fabricación de armas y cañones. Allí, el inventor comenzó a desarrollar el uso bélico de la dinamita.
Una de las primeras personas en criticarlo fue su querida amiga, la condesa Bertha Kinsky, quien le escribió una encendida carta cuestionando sus contribuciones a la carrera armamentística.
Fue por esa época – a mediados de la década de 1870 – y no en el supuesto obituario erróneo que cuenta la leyenda, cuando algunos críticos comenzaron a llamar a Alfred Nobel “el mercader de la muerte”.
Respondió con un mensaje que decía: “Mi dinamita conducirá a la paz más pronto que mil convenciones mundiales. Tan pronto como los hombres se den cuenta de que, en un instante, ejércitos enteros pueden ser totalmente destruidos, seguramente pactarán una paz dorada”.
Se equivocaba.
El testamento redentor
Nunca se sabrá si fueron las críticas que empezaba a escuchar, los cuestionamientos de la condesa o su propia conciencia, lo que llevó a Nobel a escribir el testamento que destinaba casi toda su fortuna personal a la instauración de los premios.
El texto escrito en París y firmado de puño y letra dice:
“La totalidad de lo que queda de mi fortuna quedará dispuesta del modo siguiente: el capital, invertido en valores seguros por mis testamentarios, constituirá un fondo cuyos intereses serán distribuidos cada año en forma de premios entre aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad. Dichos intereses se dividirán en cinco partes iguales, que serán repartidas de la siguiente manera:
“Una parte a la persona que haya hecho el descubrimiento o el invento más importante dentro del campo de la Física.
“Una parte a la persona que haya realizado el descubrimiento o mejora más importante dentro de la Química.
“Una parte a la persona que haya hecho el descubrimiento más importante dentro del campo de la Fisiología y la Medicina.
“Una parte a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la Literatura.
“Una parte a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz.
“Los premios para la Física y la Química serán otorgados por la Academia Sueca de las Ciencias, el de Fisiología y Medicina será concedido por el Instituto Karolinska de Estocolmo, el de Literatura, por la Academia de Estocolmo, y el de los defensores de la paz por un comité formado por cinco personas elegidas por el Parlamento noruego.
“Es mi expreso deseo que, al otorgar estos premios, no se tenga en consideración la nacionalidad de los candidatos, sino que sean los más merecedores los que reciban el premio, sean escandinavos o no”.
Problemas legales
Cuando se lo conoció, el legado fue recibido con beneplácito por casi todo el mundo, a excepción de sus sobrinos, que lo cuestionaron, aunque sin suerte.
También surgieron otros problemas, porque si bien Nobel había designado en el testamento a los diferentes comités encargados de definir a los premiados de cada año, no explicaba las modalidades que cada uno de ellos debía seguir para atribuir los galardones en su disciplina.
Se necesitaron más de tres años para resolver esta cuestión con la creación de una Fundación Nobel encargada de administrar el capital de los premios, mientras que los diferentes comités se ocupan de la atribución.
Por eso, los primeros premios Nobel de la historia recién se pudieron entregar en 1901.
Sobre ellos, además del testamento, Alfred Nobel dejó también un pensamiento pesimista que se descubrió entre sus papeles después de su muerte:
“Tengo la intención de dotar después de mi muerte un gran fondo para la promoción de la idea de la paz, pero soy escéptico en cuanto a sus resultados”, decía.