El último alzamiento carapintada: un gobierno advertido, el jefe rebelde que no logró escapar y un final sangriento

El 3 de diciembre de 1990 se produjo, impulsada por Seineldín, la última asonada militar de la recuperada democracia. La decisión de Menem de aplastar el movimiento, el papel jugado por Balza y la brutal muertes de dos jefes militares

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Mohamed Alí Seineldín no logró
Mohamed Alí Seineldín no logró escapar de su lugar de detención y esa fue una de las claves del fracaso del movimiento (foto NA)

Fue la última aventura militar del siglo XX, años en los que Argentina conoció unas cuántas. Y fue también el final del movimiento militar llamado “carapintadas”, que nació en las primeras rebeliones castrenses contra el gobierno de Raúl Alfonsín, la primera en abril de 1987, por el camuflaje de guerra que, en un innecesario gesto teatral, usaban los rebeldes.

También fue un baño de sangre, de aquellos que el país, que también conoció unos cuantos, creía olvidados a siete años de recuperada la democracia y con el segundo de sus presidentes, Carlos Menem, elegido por voto popular y puesto en funciones por el presidente civil saliente: un hecho inédito en la Argentina moderna.

El 3 de diciembre de 1990, hace treinta y tres años, una rebelión militar encabezada por el coronel Mohamed Alí Seineldín, un tipo que oscilaba entre la estrategia guerrera, el nacionalismo más cerril y el mesianismo decimonónico, intentó si bien no derrocar al entonces presidente -Menem había asumido en julio de 1989- sí forzar cambios en la conducción del Ejército, en su estructura, en sus reglamentos y normas de disciplina, e imponer sus propias condiciones ya no sólo a esa fuerza armada, sino a una sociedad que había visto aterrada los anteriores alzamientos militares, los había rechazado porque intuía que atentaban contra la democracia flamante, y veía ahora como los carapintadas firmaban sus pretensiones a sangre y fuego.

Se trató de un perverso y sangriento juego en el que el gobierno de Menem supo siempre lo que se avecinaba, conocía incluso el día exacto del alzamiento, y los rebeldes supieron que el gobierno sabía todo, pero juzgaron que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Lo que siguió fue una tragedia, una larga jornada de enfrentamientos que provocaron catorce muertos, seis en las fuerzas leales, tres entre los rebeldes, cinco civiles y dejaron cincuenta y cinco heridos, diez leales, veintiún rebeldes y veinticuatro civiles, la mayoría de ellos pasajeros de un colectivo de la línea 60 al que un tanque embistió, hizo volcar y aplastó en su huida a ninguna parte y cuando la rebelión ya estaba derrotada.

Si el golpe fracasó, y con él se hundieron las ansias carapintadas, fue por cuatro hechos elementales. Primero, el gobierno estaba advertido; segundo, porque el intento de fuga y rescate de Seineldín, que estaba preso en San Martín de los Andes, también fracasó y la sublevación quedó sin su líder; tercero, porque Menem decidió reprimir el alzamiento con todo rigor; y cuarto, tal vez el factor decisivo, porque dos jefes militares, el teniente coronel Hernán Pita, segundo jefe del Regimiento I Patricios, y el jefe de operaciones del regimiento, mayor Federico Pedernera, fueron asesinados a balazos por los rebeldes y rematados con disparos en la cara cuando ya habían caído en su intento de recuperar la unidad.

El asesinato de Pita y Pedernera selló también el destino de la rebelión y volcó hacia el lado leal a quienes mostraban todavía alguna simpatía, sin pasar de esa frontera, con el movimiento carapintada. Hasta el final de la rebelión, y más tarde aun, los jefes carapintadas sostuvieron siempre que no se trató de un intento de golpe de Estado. Lo que intentaban explicar era que no querían derrocar a Menem. Era inexplicable. Ignorancia o cinismo, los teóricos del golpe no aceptaban que se alzaban contra el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el presidente, y contra la Constitución.

Aldo Rico fue el primer
Aldo Rico fue el primer líder del movimiento carapintada

El sector rebelde de aquel Ejército salió a la luz en Córdoba, en abril de 1987, cuando el entonces capitán Ernesto “Nabo” Barreiro, condenado hoy a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad, se negó a presentarse ante la Justicia. Al mismo tiempo, en lo que era el resultado de un plan, el teniente coronel Aldo Rico sublevó la Escuela de Infantería, en Campo de Mayo, e ignoró el emplazamiento a desistir que le hizo en persona el entonces juez federal de San Isidro, Alberto Piotti. La decisión de Piotti era un signo de que los tiempos habían cambiado y que los carapintadas despreciaron incluso con desdén: debe haber sido el primer caso en la historia del país, ducho en alzamientos militares, en el que un juez federal intimó a un jefe militar sublevado a que se rindiera.

Raúl Alfonsín no tuvo apoyo suficiente de las fuerzas armadas para enfrentar a los rebeldes y su decisión primaria fue la de negociar con ellos para evitar un enfrentamiento que intuía, y con razón, fatal. Esa rebelión, que pasó a la historia como la de Semana Santa de 1987, terminó con la famosa frase del Presidente desde el balcón de la Rosada, a su regreso de Campo de Mayo, luego de dialogar con Aldo Rico: “Argentinos, Felices Pascuas, la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”. La casa no estaba en orden y habría sangre en la Argentina. Alfonsín incluso buscó cierta empatía con la gente que desbordaba la Plaza de Mayo y confesó que algunos de los militares rebeldes eran “héroes de Malvinas”, lo que provocó una sonora rechifla. El Presidente había regresado de Campo de Mayo algo estremecido por las palabras de un oficial, el mayor Jorge Breide Obeid, que le había pintado en pocas palabras lo que los sublevados juzgaban un trato social injusto y una también injusta persecución judicial hacia el Ejército.

Alfonsín enfrentaría luego dos sublevaciones militares más: la de Monte Caseros, liderada por Rico, en enero de 1988, a nueve meses de la anterior, y la de Villa Martelli, en diciembre de 1988. Esos alzamientos, a solo entre dos y cuatro años del juzgamiento a las tres primeras juntas militares del “Proceso”, condicionaron al gobierno y lo obligaron a sancionar las leyes de Obediencia Debida y Punto final, para intentar poner fin a los procesos que la justicia seguía a quienes estaban acusados de graves delitos durante la última dictadura.

Aquel Ejército también estaba devastado por la herencia que había dejado la dictadura, por la permanencia en actividad de oficiales y suboficiales que habían sido parte del terrorismo de Estado implantado por el “proceso”, y por la derrota de Malvinas. De hecho, cada asonada militar exigía el final de los juicios por delitos de lesa humanidad que afectaban a quienes se escudaban en el cumplimiento de órdenes. Esa honda hendidura quedó al desnudo durante las dramáticas horas del 3 de diciembre: entre rebeldes y leales que se enfrentarían aquel largo e incierto lunes, había camaradas que habían compartido trinchera y peligros en Malvinas, o habían sido prisioneros de los británicos.

Aldo Rico durante la rebelión
Aldo Rico durante la rebelión de Monte Caseros, 1988

Sólo a modo de ejemplo, el teniente general Martín Balza, que sería el encargado de dirigir a las tropas leales contra los sublevados, guarda entre sus recuerdos una foto en la que se lo ve, a bordo de un buque británico, junto a Seineldín y al coronel Jorge Alberto Romero Mundani, segundo mejor promedio en la historia del Colegio Militar, que se suicidó en el interior de un tanque rebelde en el atardecer del 3 de diciembre, cuando la rebelión ya estaba aplastada.

Menem llegó al gobierno en julio de 1989 escaldado por la realidad militar, en medio de una tremenda crisis económica y al abrigo de un acuerdo, o entendimiento, o compromiso de buena voluntad o al menos una simpatía tenue con Seineldín, que se había proclamado nuevo líder carapintada y estaba a punto de romper con Rico por su decisión, la de Rico, de pasar al terreno político. Seineldín, que había entrenado a grupos comando en Panamá y gustaba calzar entre sus ropas una pistola automática rusa Makarov, regalo del entonces dictador de ese país Manuel Noriega, se desencantó rápido de Menem y de su política alineada con la receta económica que dictaba desde Estados Unidos Ronald Reagan primero y George Bush después, comprendidas en el llamado “Consenso de Washington”. Y Menem supo de inmediato que tenía en Seineldín a un enemigo de cuidado, que iba a intentar una nueva sublevación vestida con la idea de reformular la estructura del Ejército, pero con la aspiración no dicha de eludir los juicios por crímenes de lesa humanidad.

En marzo de 1990, en previsión de lo que vendría, Menem nombró jefe del Ejército al general Martín Bonnet, un duro opositor de los carapintadas, que había reemplazado a su par, Isidro Cáceres, que había muerto de un aneurisma de aorta a ocho meses de asumir la jefatura. Como segundo jefe fue nombrado el general Martín Balza, un artillero veterano de Malvinas. Lo primero que hizo Bonnet fue sancionar a Seineldín con veinte días de arresto por inconducta, y sacarlo del tablero: la mandó preso a La Pampa y, luego, a San Martín de Los Andes: aislado y solo, pero en activa conspiración.

La SIDE, que dirigía entonces Hugo Anzorreguy, estaba al tanto del alzamiento carapintada: un mes antes le había advertido a Menem lo que los sublevados se traían entre manos y, pocos días antes, hasta le había adelantado le fecha exacta de la sublevación: “Es el lunes”, le dijo a Menem, por el 3 de diciembre. Anzorreguy tenía intervenidos los teléfonos de los líderes carapintadas y de algunos de los civiles que simpatizaban con ellos. Los complotados también supieron que entre ellos había un delator. O más de uno. El miércoles 28 de noviembre, el teniente coronel Ángel León, uno de los ideólogos del movimiento carapintada, se vio con Anzorreguy para que intentara una especie de mediación con Menem: lo que iba a suceder no era contra el Presidente, le dijo el militar al jefe de los espías.

Una imagen del último alzamiento
Una imagen del último alzamiento militar de los tiempos modernos (foto NA)

Seineldín, que acaso se imaginó jefe del Ejército, tenía un “estado mayor” clandestino, doce coroneles, capitanes y tenientes que, al día siguiente de la visita de León a Anzorreguy, se reunió en un local de Vicente López para escuchar una cinta grabada por el coronel preso en el sur: daba su aprobación al “plan de operaciones” de la rebelión. Quien había traído la cinta a Buenos Aires era el mayor Breide Obeid, aquel oficial que tres años antes se había plantado frente a Alfonsín y había llevado al entonces presidente a decir que entre los sublevados había “héroes de Malvinas”. El domingo 2, cerca del mediodía y a la salida de una misa, dos complotados, el mayor Hugo Abete y el teniente coronel Osvaldo Tévere, se encontraron en la esquina de Cabildo y Juramento para trazar una evaluación final: ¿debían seguir adelante? Ya era demasiado tarde para echarse atrás. Esa realidad pesó más que el sí, que por cierto estaba dado.

El alzamiento militar buscaba provocar un cimbronazo político. Para el 5 de diciembre llegaría en visita oficial el presidente de Estados Unidos, George Bush. Una cancelación de la visita de Bush por culpa de la rebelión militar hundiría al país en el descrédito, pero le daría a los carapintadas un triunfo político. ¿Qué querían los rebeldes, o qué decían querer? Abete lo explicó en su libro “Por qué rebelde”. Imaginaron un plan de acción “lo suficientemente original y decisivo para no dejarle otra opción al poder político que la de aceptar nuestros objetivos”. Y para que, “producido el pronunciamiento, ningún general estuviese en condiciones de impartir órdenes y nosotros controláramos aquellos lugares identificados con el ejercicio del comando”. Diez años después de los hechos, en 2000, un jefe militar confió a dos periodistas que Seineldín pretendía, “algo así como un soviet de oficiales jóvenes y de suboficiales de sargento para abajo, lo que era inaceptable”.

La sublevación del 3 de diciembre empezó a las diez de la noche del domingo 2. A esa hora, el teniente coronel Luis Enrique Baraldini llegó al Distrito Militar Buenos Aires, dentro del gran complejo militar de Palermo, e instaló un puesto de comando. A la una y media del lunes 3, Baraldini, Tévere y el mayor Jorge Mones Ruiz entraron al Regimiento de Patricios, coparon el puesto de guardia a cargo de un soldado conscripto de diecinueve años y luego se dirigieron al edificio principal del regimiento. Hablaron con el oficial a cargo, le pidieron su pistola y le dijeron que el regimiento estaba tomado. Era el inicio de la “Operación Virgen de Luján”.

En esas mismas horas, en San Martín de los Andes, Seineldín intentó fugarse para llegar a Buenos Aires y ponerse al frente de los sublevados, que juzgaban vital su presencia en Patricios para el éxito de la operación. Seineldín estaba preso casi como en casa: pasaba sus días en el Casino de Oficiales del Regimiento 4 de Caballería de Montaña, que se suponía leal, pero los carapintadas contaban allí con unos sesenta suboficiales aliados que debían custodiar al prisionero y que, en cambio, iban a facilitar su fuga. Como en una fuga de historieta, Seineldín ató unas sábanas y las arrojó por la ventana para simular cómo había sido su escape y no comprometer a sus vigiladores. Pero en cambio salió por la puerta de su celda-despacho del casino de Oficiales.

Martín Balza fue uno de
Martín Balza fue uno de los encargados de sofocar la rebelión

Su plan de fuga era complicado. Necesitaba que un sector de la Fuerza Aérea se plegara al golpe y tomara por asalto un espigón del Aeroparque Jorge Newbery para que aterrizara allí y desde el sur el avión privado que llevaría a Seineldín y que debía despegar de Chapelco. Desde Aeroparque, el jefe de los rebeldes llegaría al Regimiento de Patricios en helicóptero. La confirmación del apoyo de la Fuerza Aérea nunca llegó y Seineldín optó por otra alternativa: viajar por tierra a Buenos Aires, lo que suponía una demora de varias horas, o contar con la ayuda de un regimiento de la Patagonia que aceptara plegarse al motín.

Nada de esto pasó. La demora en trasladar a Seineldín se hizo larguísima, el jefe carapintada, con los años, terminó por creer que lo habían traicionado y culpó a Rico de esa traición. Antes del amanecer, Seineldín se había instalado en una estación del Automóvil Club donde lo encontró el teniente coronel Félix Conforte. El militar llegaba de Neuquén con una mala noticia: no había podido sumar a la rebelión jefe de la Brigada VI que a esa hora, poco antes de las cinco de la mañana, manejaba dos datos decisivos: un radiograma del Ejército que le advertía de la rebelión y la información, por la misma vía, del asesinato en Patricios del teniente coronel Pita y del mayor Pedernera.

Había algo que ningún sublevado sabía y pocos leales conocían. El general Balza, a cargo ya de la represión, había ordenado a la Gendarmería que llenara la pista del aeropuerto de Chapelco con barriles de hierro, para que no pudiera aterrizar allí el avión que debía despegar con Seineldín para llevarlo a Buenos Aires, ni para que despegara de ese aeropuerto ningún otro avión. Seineldín regresó entonces a su habitación de preso en el Casino de Oficiales del Regimiento 4. Allí fue a verlo el jefe de la unidad, teniente coronel Rómulo Menéndez, una visita ordenada por Balza. Menéndez, que no era carapintada, habló con Balza después de hacerlo con Seineldín y soltó una frase reveladora: “General, Seineldín está acá y se va a quedar acá”. Además de la frustración, una pregunta sin respuesta aherrojaba el corazón del coronel rebelde: si él mismo había dado la orden de que no se derramara sangre, ¿cómo era que Pita y Pedernera estaban muertos?

El teniente coronel Pita y el mayor Pedernera eran amigos. “Quedáte tranquila – le había dicho Pita a su mujer antes de salir de su departamento para intentar recuperar el regimiento copado por los rebeldes- Hablále a Maripaz, háganse compañía”. Maripaz era la esposa de Pedernera. “Mis suboficiales van a hablar conmigo. No me van a disparar”. Su familia no volvió a verlo vivo. Tres horas después de dejar su departamento de Belgrano, Pita yacía muerto, boca arriba, cerca del mástil de la Plaza de Armas del Regimiento del que era segundo jefe. Tenía seis balazos, en el tórax y el abdomen, y otros dos en el cuello y la cara. A su lado estaba su amigo Pedernera, Jefe de Operaciones de la unidad, muerto también a balazos y con un disparo en la cara: los habían rematado.

Alberto Kohan y Carlos Menem
Alberto Kohan y Carlos Menem

Los dos jefes militares habían salido de sus casas para unirse al jefe de Patricios, coronel Manuel De la Cruz, en el Regimiento de Granaderos a Caballo, cercano al de Patricios. Allí tenía su puesto de mando el jefe del Ejército, general Bonnet, que no podía pisar su despacho en el Edificio Libertador porque estaba copado por los rebeldes. El del 3 de diciembre de 1990 fue el primer alzamiento militar de la historia argentina en el que se tomó por asalto la sede del Ejército, el despacho del jefe de la fuerza, el principal centro de comunicaciones y operaciones de la fuerza y la jefatura de Inteligencia.

Los tres jefes de Patricios, junto a dos grupos de Granaderos a cargo de los tenientes Mariano Naveyra y Horacio Verdaguer, dialogaron cerca de las tres y media de la mañana en la esquina de Cerviño y Sinclair, hundida en las sombras. Después, avanzaron por la Avenida Bullrich en dos columnas, una contra el terraplén del ferrocarril, frente al regimiento, y otra cobijada por los árboles que lo bordean. Una de las dos columnas entró al regimiento y empezó un violento tiroteo. La Justicia no pudo determinar de dónde partieron los primeros disparos y, entre los sublevados, pervive un pacto de silencio para no revelar detalles del enfrentamiento, ni dar los nombres de quienes dispararon contra los leales.

Según testimonios posteriores, brindados en el juicio que siguió la Cámara Federal a los sublevados y, en especial, en los dichos del entonces teniente primero Enrique Bianchi, Pita se internó en el regimiento mientras él y Pedernera apresaban a dos rebeldes que viajaban en una Ford F-100. Pedernera siguió los pasos de su amigo Pita y se cree que los dos militares, vestidos como civiles porque sus ropas de combate estaban en el regimiento tomado, avanzaron por la calle central y rodearon el Edificio 1 de Patricios para llegar a la Plaza de Armas. Por el lado opuesto, apareció un grupo de oficiales rebeldes: los dos bandos se encontraron detrás del despacho del jefe de Patricios, cerca del mástil. La autopsia de Pita, hecha en el Hospital Militar, descubrió un disparo más en el antebrazo izquierdo: un signo de última e inútil defensa ante sus asesinos.

El general Balza tampoco tenía uniforme de combate, ni posibilidades de acceder al suyo, colgado en su despacho del Edificio Libertador en manos rebeldes. Así que buscó a alguien que le prestara uno. Encontró a un soldado, Guillermo Vanucci, conscripto, barman del Casino de Oficiales de Granaderos, que medía los dos metros que mide Balza. Usó entonces el uniforme del conscripto y hasta su borceguíes, que eran más grandes que el calzado de Balza y le ampollaron los pies. Al segundo jefe del Ejército le habían avisado de la rebelión a las tres y media de la mañana del lunes 3 de diciembre. Estaba recién llegado de una boda familiar celebrada en Córdoba y, junto con la noticia del alzamiento, le informaron de la muerte de Pita y Pedernera en Patricios. Balza habló entonces con el jefe del Ejército y soltó una frase que anticipaba de algún modo las horas por venir: “Mirá, Bonnet: esto es totalmente diferente a todo lo anterior”.

En la Casa de Gobierno, el presidente Menem ya sabía que aquello era algo diferente. Lo había despertado a las tres de la mañana con la noticia de la rebelión el jefe de la custodia presidencial, comisario Guillermo Armentano. A las cinco, Menem llegó a la Casa Rosada, vestía un jean y una campera reversible celeste y blanca. Llevaba una pistola en la cintura. Allí lo esperaba el ministro del Interior, Julio Mera Figueroa, con una novedad: dos civiles, simpatizantes de los carapintadas, querían hacerle saber que lo que ocurría no era ni contra él ni contra su autoridad. “¡Qué no va a ser contra mí -fue su respuesta-¡Que digan lo que quieran! ¡Es una sedición y hay que aplastarla!” Los testigos de aquel momento dijeron luego que Menem había dicho: “¡A degüello!”. Diez años después, ante dos periodistas que evocaron aquellas horas, admitió que era posible que se hubiera expresado en esos términos en algún tenso momento de aquel amanecer: “Era una frase del Chacho Peñaloza”, agregó con picardía. Cualquiera hubiese sido la frase del presidente, el espíritu de su decisión llegó a los jefes militares leales.

El periodista Fernando Carnota recibió
El periodista Fernando Carnota recibió un disparo mientras hacía una cobertura de la rebelión y salvó su vida de milagro

En Casa de Gobierno había nerviosismo e inquietud. Menem pidió a su ministro de Bienestar Social, Alberto Kohan, que fuera a dialogar con los sublevados que mantenían copado el Edificio Libertador, a doscientos metros de la Rosada. A Kohan lo trataron bastante mal, pero pudo pasarle el presidente un resumen de su gestión, en directo y por un teléfono de la planta baja de la sede del Ejército. Menem le pidió que exigiera la rendición de los rebeldes, pero Kohan volvió con las manos vacías y con la sensación de que en la sede del Ejército reinaba cierto caos: “No saben ni lo que quieren”.

Menem armó una especie de gabinete o comité de guerra, bastante ecléctico, que integraban el secretario general de la presidencia, Eduardo Bauzá, el empresario Jorge Antonio, el jefe de los diputados oficialistas, José Luis Manzano, el ministro de Economía, Erman González, el secretario de Cultura, Julio Bárbaro, César Jaroslavsky, diputado de la UCR en representación de la oposición, y un amigo inefable de Menem, Armando Gostanián. Todos miraban al Edificio Libertador. ¿Y si las unidades militares empezaban a responder al comando en jefe rebelde?

Bauzá estaba obsesionado por la imagen al exterior que proyectaba el país en vísperas de la visita del presidente Bush. El entonces vicepresidente, Eduardo Duhalde, se integró a gobierno preocupado, pero por razones diferentes: “¡Me tiraron…! ¡Esos hijos de puta me tiraron”, dijo al entrar al despacho presidencial. Había recibido fuego rebelde al aterrizar en el helipuerto de la Rosada.

Menem dijo luego que a él también le habían disparado. Recordó: “Cuando llegué a la Casa de Gobierno silbaban las balas. Encontré a algunos de mis colaboradores cuerpo a tierra en mi despacho. Todos me pedían que me protegiera, pero yo no me tiré al piso. Nunca había pasado por una experiencia así. Tomé dos decisiones políticas: no implantar el estado de sitio y seguir con mi actividad normal: recibí al embajador de Bulgaria”. El estado de sitio sí se implantó.

El ministro de Defensa, Humberto Romero, sugirió evacuar la Casa de Gobierno. Recibió una cerrada negativa y, además de recordarle que era el ministro de Defensa, le ordenaron reprimir sin negociar otra cosa que no fuese la rendición incondicional de los sublevados.

A media tarde, a pleno sol y con un intenso calor, la represión de la sublevación se hizo más intensa. Los carapintadas mantenían tomados el regimiento de Patricios, el edificio Libertador, la fábrica de tanques TAMSE, de Boulogne, el Edificio Guardacostas, sede de la Prefectura Naval, tomado por el grupo Albatros y que reprimiría la propia Prefectura, y unos rebeldes habían robado unos tanques en Villaguay, después de asesinar a un soldado de un disparo en la cabeza. La presión que, a pedido de Menem, ejerció sobre la Fuerza Aérea el entonces jefe de la Casa Militar, brigadier Andrés Antonietti, hizo que varios aviones de combate pasaran rasantes sobre los techos de la fábrica TAMSE. Allí los combates entre rebeldes y leales llevaban horas, ante el pánico de los vecinos. La ruta Panamericana cerrada impedía cualquier intento de los blindados de ingresar a la Capital.

La trágica jornada del 3
La trágica jornada del 3 de diciembre de 1990 dejó 14 muertos (foto NA)

La intensidad de la represión tenía una razón: en su escala en Uruguay, el presidente Bush esperaría hasta las cinco de la tarde para saber si podía o no llegar al país el miércoles 5. Con dos unidades emblemáticas a recuperar, Patricios y la sede del Ejército, Balza temía que una noche más con los rebeldes en armas sumara más carapintadas a la intentona. Atacó primero Patricios, con las ametralladoras de veinte milímetros de los blindados y apostó una columna de cadetes del Colegio Militar en posición de combate, lo que turbó un poco a los rebeldes, que presentían ya el fracaso de la rebelión.

El coronel Baraldini, artífice de la toma de Patricios, lo admitió ante los suyos: sugirió que el paso más razonable era el de la rendición. Lo hizo luego de que Balza reforzara su ataque con artillería pesada desplegada en el Campo Argentino de Polo, sobre la avenida Luis María Campos y, también, a un lado de las vías del tren, frente al regimiento. Eran cañones de 105 milímetros, similares a los que se habían usado contra los ingleses en Malvinas, ideales para campo abierto pero peligrosos en terreno urbano. Los impactos sacudieron al regimiento y los carapintadas se rindieron por fin entre las cinco y las seis de la tarde. Balza telefoneó al general Bonnet para decirle que había recuperado Patricios y que tenía en su poder a noventa sublevados presos. Su siguiente objetivo era el Edificio Libertador.

Tres horas antes de la rendición de Patricios, a las tres de la tarde, a órdenes del coronel Jorge Romero Mundani, los carapintadas dejaron la fábrica de blindados TAMSE a bordo de cinco tanques y enfilaron hacia la Panamericana. Recorrieron unos mil metros mientras esquivaban autos, camiones y vecinos, hasta que un blindado dio contra un camión. Regresaron entonces a la fábrica sólo para recibir más fuego leal de obuses y ametralladoras instaladas en los jardines y las terrazas de las casas vecinas.

Hubo un nuevo un intento de fuga de todos los sublevados, ahora en diez tanques que pudieron atravesar la barrera de balas y de vallas instaladas por los leales. Nueve blindados lograron huir hacia el norte por la Ruta Panamericana, en dirección a la ciudad de Mercedes. El restante intentó escapar hacia la Capital Federal y desató la tragedia: tomó a demasiada velocidad la curva que empalmaba con la Avenida Rolón y llevaba a la autopista y no vio al micro interno 314 de la línea 60 que atravesaba la rotonda rumbo a Retiro. El choque con el tanque hizo volcar al colectivo, en el que viajaban cincuenta personas, que fue arrastrado por el blindado hasta quedar a un costado de la ruta: allí murieron cinco personas y quedaron veinte heridos, algunos de ellos de gravedad. Al llegar a Mercedes, Romero Mundani supo de las muertes provocadas por uno de sus tanques y tomó una decisión: comprobó que el resto de los carapintadas hubiese llegado a salvo y después, se encerró en la cabina de mando de su blindado y se disparó en la sien con su pistola.

Los civiles muertos y heridos en Boulogne no eran los primeros. A la madrugada, en el momento de la toma del Edificio Libertador habían sido heridos dos periodistas. Habían llegado allí, tan temprano y tan seguros, porque un par de llamados telefónicos los había alertado: “Vayan al Libertador que va a pasar algo”, les dijeron. Durante el violento tiroteo que estalló entre rebeldes y defensores del comando, dos disparos dieron en la luneta del móvil de Radio Mitre, que cubría la toma. Uno hirió en el hombro a Jorge Grecco, que trabajaba entonces en la revista “Somos” de la Editorial Atlántida y veinticinco años después sería vocero del presidente Mauricio Macri. El otro disparo dio cerca de la nuca del periodista Fernando Carnota, que fue internado y salvó su vida por milagro.

A recuperar la sede del Estado Mayor del Ejército se dirigía en la tarde del 3 de diciembre el general Balza y sus hombres, después de recuperar el regimiento de Patricios. De alguna manera, y a través de un interlocutor privilegiado que permaneció en el anonimato, a Balza le llegaron algunas sugerencias de aquel gabinete de guerra reunido en la Rosada; hablaban de cierta estrategia, acercaban algo parecido a una inspiración, deslizaban una insinuación que no pretendía llegar a consejo sobre cómo llevar adelante la recaptura del gigantesco edificio. Balza fue terminante con el emisario: “Vea -le dijo- Lo que vamos a hacer lo vamos a decidir nosotros Y si sale mal, las que van a rodar van a ser nuestras cabezas”.

Fusil FAL en mano Balza sí escuchó otros consejos y advertencias. Se había apostado en la Plaza Colón, frente a la Rosada y al Libertador, cuando le pidieron que no avanzaran: “Tiran con una ametralladora doce siete”, le dijeron en referencia al grueso calibre de los proyectiles que disparaban los rebeldes. El instante está pintado en el fallo de la Cámara Federal que juzgó a los rebeldes. Balza intentó llegar al Edificio Libertador por la Avenida Belgrano y por el frente del majestuoso edificio de la Aduana, de estilo academicista francés, obra de los arquitectos Eduardo Lanús y Pablo Hary, inaugurado en 1910, cuando los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo. La cosa no estaba allí para festejos. Varios balazos picaron cerca de Balza, que respondió el fuego rebelde desde detrás de un árbol. Fueron seis o siete disparos, recordaría años después con modesta imprecisión.

En el edificio Libertador las cosas tampoco iban bien. No había luz, ni agua, servicios cortados ambos en la mañana. A cargo de la toma estaba el mayor Breide Obeid, que esperaba la llegada del teniente coronel Julio Carreto, que se pondría al frente del copamiento. Pero Carreto nunca apareció y lo que llegaba a los rebeldes eran sólo malas noticias: Seineldín tampoco había podido llegar a la Capital y seguía preso en el Sur, el regimiento de Patricios había sido recuperado por las fuerzas leales y desde Mercedes hacían saber el suicidio de Romero Mundani. Breide Obeid decidió rendirse cerca de las siete de la tarde. No quiso hacerlo ante Balza y pidió a uno de sus prisioneros, el teniente coronel Jorge Tereso, jefe del vital Centro de Operaciones del Comando, que informara de sus intenciones al coronel, luego general, Aníbal Laíño, en ese momento director de la Escuela Superior de Guerra y más tarde subjefe del Estado Mayor del Ejército. No era un jefe elegido al azar: Laíño era el militar que Seineldín impulsaba para conducir al Ejército en el caso de una negociación que, a esas horas, era ya imposible.

La visita de George Bush
La visita de George Bush a la Argentina estuvo en vilo por el alzamiento carapintada. Aquí junto a Menem, sonrientes (foto Dirck Halstead/Getty Images)

Breide Obeid y su grupo de oficiales se reunieron en uno de los patios internos de la planta baja del edificio, mientras los gruesos cristales de la entrada del Libertador eran custodiados por el sargento Guillermo Daniel Verdes y un grupo de suboficiales. Verdes se había convertido en pocas horas en el emblema mediático de los rebeldes. Su cara, casi siempre desencajada, ennegrecida por el betún de guerra, sus gestos ampulosos y sus gritos en la puerta del Comando, su escopeta recortada y la sensación de que el Comando en Jefe del Ejército estaba en mano de un grupo de suboficiales había estado casi a lo largo del día en las pantallas de televisión, a través de los canales que transmitían el alzamiento en directo. Verdes, que había sido quien en la mañana había maltratado un poco al ministro Kohan, enviado por Menem a parlamentar, simbolizaba de alguna manera aquella figura del “soviet de suboficiales” con la que años después un alto jefe militar explicó los motivos del alzamiento. Minutos antes de la rendición de Breide Obeid, Verdes fue abatido en la puerta del Comando por un disparo en la cabeza hecho por un francotirador leal, apostado en una de las terrazas de los edificios que entonces eran sede de Aerolíneas Argentinas o del Ministerio de Defensa, sobre la Avenida Paseo Colón.

Laiño llegó sin armas a recibir la rendición de Breide Obeid: “Mi coronel, -dijo el oficial rebelde frente a medio centenar de oficiales y el cadáver de Verdes en un charco de sangre- depongo mi actitud”. Recién en la noche, después de pedir a los rebeldes que ellos mismos pusieran en marcha los vehículos militares estacionados en la playa del Libertador, por temor a trampas explosivas “cazabobos”, y luego de recorrer uno a uno los trece pisos del edificio todavía a oscuras, “siempre con Breide delante de mí”, también por temor a las trampas explosivas, Balza dio por recuperada la sede del Ejército: ya no quedaba ningún foco rebelde. Así se lo informó al general Bonnet y al ministro de Defensa, Humberto Romero. Ya con la luz y el agua devueltas, Balza fue a su despacho del quinto piso, se bañó, se quitó el uniforme del granadero Vanucci y vistió el de general y fue al velorio de Pita y de Pedernera.

Bush llegó a la Argentina el 5 de diciembre. En su comitiva figuraba un doble que, por las dudas, bajó del helicóptero que lo llevó hasta Aeroparque primero que él. Jugó al tenis con Menem y le dijo: “You are the winner – Sos el ganador”, y Menem no supo, o dijo luego que no había sabido, si Bush hablaba de tenis o de la reciente sublevación militar derrotada. Tampoco pidió aclaración alguna a Bush. El presidente americano, un duro que había dirigido la CIA en 1976 y había sido vicepresidente de Ronald Reagan, hizo sudar a su servicio secreto y a los custodios argentinos durante el homenaje a San Martín, que se negó a cancelar. Frente al monumento al Libertador de la Plaza San Martín, Bush estuvo expuesto, solo e inmóvil, a más de trescientos ochenta “puntos de fuego”, como la jerga llama los sitios donde puede anidar un francotirador. No pasó nada y la historia es parte del pintoresquismo no trágico de aquellos días.

Seineldín fue juzgado por el alzamiento y condenado a cadena perpetua por un tribunal militar. El juicio fue revisado por la Cámara Federal y el 7 de agosto de 1991, en la misma sala de audiencias que en 1985 había cobijado el juicio a las juntas militares del “proceso”, Seineldín expuso los fundamentos políticos, y morales, de su movimiento, basado en el nacionalismo católico, pro hispanista. Acusó a Menem de ser “un agente del imperialismo yanki” y de desmantelar la defensa nacional, auguró la destrucción del aparato productivo de la economía y puso sus esperanzas en el surgimiento de una Segunda República. Habló durante horas frente a una pantalla donde se proyectaban diagramas de flujo, como si lo que estuviese en juicio fuese la raíz ideológica del movimiento carapintada y no los hechos que habían ensangrentado al país y acabado con la vida de dos de sus camaradas de armas, rematados sin piedad frente al mástil del regimiento de Patricios.

El jefe de los carapintadas pasó doce años en prisión, primero en la cárcel de Caseros y luego en el penal militar de Magdalena. En 2003 fue indultado por el presidente Eduardo Duhalde, al que sus hombres habían baleado el 3 de diciembre de 1990 cuando descendía del helicóptero en el helipuerto de la Casa Rosada. Junto a él, fue indultado el ex guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, Enrique Gorriarán Merlo.

Seineldín murió por un infarto el 2 de septiembre de 2009, a los setenta y cinco años.

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