Ocurrió hace veinte años y pareció el final de la larga despedida de un monarca que se negaba a abandonar su trono como el rey de los cielos. Ese día, el 26 de noviembre de 2003, el avión Concorde Concorde G-BOAF, de British Airways, aterrizó en la pequeña terminal aérea de Bristol Filton, en el suroeste de Inglaterra, como escala final antes de ser trasladado al Museo de Aviación.
Así, el avión supersónico más lujoso, rápido y glamoroso del mundo daba sus tres hurras finales luego de más de tres décadas de atravesar el Atlántico en los vuelos de menor duración de la historia de la aviación comercial, uniendo París y Londres con Nueva York.
La ceremonia final, con ese viaje de exhibición desde el Aeropuerto de Londres-Heathrow, sobrevolando el puente colgante Clifton antes de tocar definitivamente tierra en la pequeña pista de Bristol Filton, fue también la culminación de la crónica de una muerte que había sido anunciada en abril de ese mismo año, cuando Air France y British Airways habían informado el inminente final de sus vuelos supersónicos Concorde.
La despedida había sido larga y -paradójicamente- con aviones llenos en tiempos que la demanda de asientos había bajado drásticamente.
Después del anuncio, Air France realizó el último vuelo comercial transatlántico con un Concorde el 30 de mayo, desde París a Nueva York, con un avión cuyo pasaje estaba integrado exclusivamente por personalidades y empleados jerárquicos de la empresa. Luego, el mismo avión hizo varios vuelos de exhibición en territorio estadounidense hasta volver a Francia el 27 de junio, cuando aterrizó en Toulouse para ya no despegar.
La despedida de British fue más larga, como si el Concorde se negara a pasar a retiro. La compañía de aviación inglesa hizo una gira de despedida por Canadá y los Estados Unidos, que empezó el 1° de octubre en Toronto y terminó el 14 en el Aeropuerto Dulles de Washington D.C.
A eso siguió otra gira de exhibición por el Reino Unido, durante la cual los Concorde de British visitaron Birmingham, Belfast, Manchester, Cardiff y Edimburgo, viajando siempre desde el Aeropuerto de Heathrow a baja altura, para que todos pudieran verlos.
El último destino del último de los que levantó vuelo fue ese pequeño aeropuerto de Bristol Filton, casi a la vista de nadie, como para que el final del supersónico más rápido de la historia -esa especie de muerte- tuviera una debida y respetuosa intimidad.
Terminaba así una larga agonía de más de tres años, marcada por dos hechos que comenzaron a confeccionar su certificado de defunción.
El último habían sido los atentados con aviones contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, que tuvieron como inmediata consecuencia la abrupta baja de demanda de pasajes y que golpeó especialmente a los Concorde.
Pero el primero y más determinante fue el espectacular y fatal accidente de un Concorde de Air France que acababa de despegar del Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle, París, el martes 25 de julio de 2000.
Ese accidente puso en la mira la seguridad de vuelo de los Concorde, hasta entonces nunca cuestionada. Cuando la investigación determinó que el avión no había tenido fallas y que su piloto había mostrado una pericia excepcional sabiendo incluso que iba a morir, ya era tarde: los Concorde habían dejado de volar.
Fue el principio del fin de una de las mejores aeronaves comerciales de la historia de la aviación.
El rey de los cielos
Utilizado en vuelos de pasajeros desde 1969, el avión supersónico Concorde era considerado el rey de los cielos. Mientras que los aviones comerciales subsónicos demoraban alrededor de 8 horas en completar un viaje entre París y Nueva York, el Concorde solo necesitaba alrededor de 3 horas y 30 minutos. La altitud máxima que alcanzaba era de 18.300 metros y su velocidad de crucero era de 2410 kilómetros por hora, más del doble de la velocidad media de los aviones convencionales.
Era un avión de lujo, con capacidad para cien pasajeros, que sólo podían utilizar quienes desembolsaran los 9.000 dólares que costaba el pasaje. Claro que su andar silencioso, la canilla libre de champagne a bordo, los bocaditos de caviar y el catering preparado por los más famosos chefs franceses hacían olvidar el precio a los pasajeros que se acomodaban en sus filas de cuatro asientos (contra siete de los Boeing).
Otra de las ventajas era el tiempo, demoraba menos de la mitad de las horas que necesitaban los otros aviones para realizar el mismo trayecto. El sueño de duplicar la velocidad del sonido se había cumplido en 1979, cuando el avión alcanzó una velocidad de 2.500 kilómetros por hora durante 53 minutos en un vuelo regular.
Era, además, un avión calificado como “el más seguro del mundo”. A excepción de un aterrizaje con un neumático desinflado en 1979 en Nueva York, sin ninguna consecuencia, hasta el 25 de julio de 2000 los Concorde ostentaban un récord que ningún otro modelo de aeronave podía exhibir: más de tres décadas de vuelos sin accidentes.
Y entonces ocurrió lo de París.
Tres minutos fatales
Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle, París, martes 25 de julio de 2000. Hora: 16.44:55. El vuelo 4590 de Air France con destino a Nueva York ya había recibido la orden de despegue y el Concorde carreteaba por la pista principal a más de 300 kilómetros por hora para levantar vuelo. De pronto, un grito desesperado del operador de la torre de control retumbó en la cabina del avión:
-¡Detengan el despegue! ¡Hay fuego en uno de los motores!
-Avería en el motor número 2 – la voz del piloto Christian Marty sonó calmada -. El fuego se extiende. Es tarde para frenar. Subiremos y viraremos hacia Le Bourget para aterrizaje de emergencia.
El Concorde levantó vuelo, seguido por una larga estela de fuego que salía de su flanco izquierdo. El piloto lo hizo girar con una maniobra que pareció una pirueta, pero ya no había nada que hacer: el avión cayó sobre un maizal a cinco kilómetros de la pista, a pocos metros de un hotel y explotó.
El reloj marcaba las 16.47, todo había ocurrido en poco más de dos minutos. Después de 31 años de surcar invicto los cielos del mundo, un avión Concorde sufría un accidente.
A bordo viajaban 100 pasajeros y 9 tripulantes. Muchas horas después -y tras algunas confusiones- se establecería que otras cinco personas habían muerto en el hotel incendiado.
Al caer el avión, con sus depósitos llenos de combustible, estalló y se desintegró en miles de pedazos. Una de las partes incendiadas voló hasta un hotel de la cadena Hotelissimo, de 45 habitaciones, construido totalmente en madera. Las llamas se difundieron con rapidez y dejaron sin escapatoria a cinco huéspedes.
El saldo total fue de 114 víctimas. Pronto habría una víctima más: el propio rey de los cielos.
“Homicidio involuntario”
Desde el momento mismo en que se apagó el único foco de incendio, los bomberos dejaron las operaciones a cargo de un grupo de expertos aeronáuticos, que rastrearon las partes de los restos necesarias para las pericias del accidente. “Presten atención a ver si encuentran algún pájaro”, fue una de las órdenes que dieron. No descartaban que algún ave se hubiera introducido en el motor y causado la falla.
A medianoche encontraron las cajas negras, que fueron llevadas inmediatamente a París. La investigación oficial, con la carátula de “homicidio involuntario”, quedó a cargo de la Fiscalía del Tribunal de Gran Instancia de Pontoise, que de inmediato ordenó la suspensión de todos los vuelos Concorde en Francia.
Mientras tanto, el director de Comunicaciones de Air France, François Bouzet, trataba de apagar otro incendio. Una de las primeras informaciones que lograron obtener los periodistas fue que el vuelo había despegado con 66 minutos de atraso por “inconvenientes técnicos”. Ahí podía estar la clave del accidente.
En la conferencia de prensa que Bouzet brindó en el mismo Aeropuerto Charles De Gaulle, un cronista insistió en que explicara de qué inconvenientes técnicos se trataba.
-El piloto Christian Marty y el copiloto Jean Marcot ejercieron su derecho a exigir un chequeo técnico antes de partir – respondió Bouzet.
-¿Qué resultó de ese chequeó? – repreguntó el cronista.
-El comandante Marty insistió en que se reemplazara una pieza del motor número 2 del avión…
-¿Podría identificar la pieza? – lo interrumpió el periodista.
-El rear thrust (impulsor de reversa) – dijo Bouzet y esperó la pregunta que no podría evitar.
-¿No fue el motor número 2 el que se incendió?
El director de Comunicaciones de Air France suspiró y ensayó la única respuesta posible:
-Sí, pero es absolutamente imposible en este momento atribuir a esa reparación el origen del accidente. Ruego que no se dejen llevar por rumores infundados.
Sospechas y rumores
El pedido de François Bouzet era inútil. Si algo abundaba 24 horas después de la tragedia eran los rumores. Uno de ellos era muy sugestivo: si había una falla en alguno de los motores, una alarma debería haber sonado en el momento en que se iniciaban las tareas de despegue, lo que habría permitido que el piloto lo abortara. Si la alarma no había sonado, era evidente que los sistemas de seguridad habían fallado.
Era una de las líneas de investigación que estaban siguiendo los expertos. “El piloto se dio cuenta de que había una avería en el motor número 2, pero ya no estaba en situación de poder frenar el aparato debido a la velocidad”, adelantó ese mismo día la vocera de la Fiscalía, Elizabeth Senot.
André Turcat, el piloto que realizó el primer vuelo experimental de un Concorde en 1969, arrojó más leña al fuego, si eso era posible. El experimentado comandante creía que la causa era mucho más grave que una falla del motor. “De ser así, la tripulación habría podido constatarlo cuando el avión iba a una velocidad de 300 kilómetros por hora. A esa altura todavía es posible frenar el avión. Es algo bien demostrado, certificado y para lo cual todos los pilotos Concorde han sido entrenados. De modo que tuvo que ser algo mucho más grave”, dijo.
Con el motor Snecma Olympus en la mira de todo el mundo, también su fabricante, Rolls Royce, tuvo que salir a dar la cara: “En 24 años de ejercicio y casi un millón de horas de vuelo, jamás se experimentó el más mínimo problema”, explicó desde Londres el vocero de la compañía, Steve Fushelberg.
El Concorde del accidente era el más antiguo de los 13 que estaban en operaciones. Había sido fabricado en 1975 y tenía 11.989 horas de vuelo. El año anterior le habían hecho un chequeo completo y cuatro días antes de la tragedia había pasado su último control reglamentario.
Sin embargo, los medios se preguntaron si el revolucionario avión supersónico no se estaría poniendo viejo… y peligroso.
No fue culpa del Concorde
La suspensión de los vuelos de aviones Concorde se prolongó durante más de tres meses, mientras duró la investigación sobre la causa del accidente del vuelo 4590.
El resultado fue sorprendente: lo que originó la tragedia fue un descuido que nada tenía que ver con el avión, ni con sus mecánicos, ni con los pilotos. La Oficina Francesa de Investigación de Accidentes Aéreos determinó, a partir del contenido de las cajas negras y del análisis de los restos, pero fundamentalmente por el análisis de grabaciones de video del Aeropuerto, que la falla en el avión había sido causada por una cinta metálica que se había desprendido de otro avión, un DC-10 de Continental Airlines que había despegado minutos antes que el Concorde.
Ese fragmento de metal que había quedado sobre la pista sin que nadie lo viera perforó uno de los neumáticos del Concorde cuando el avión ya estaba a 300 kilómetros por hora. El neumático explotó y uno de los trozos de goma que se desprendieron golpeó contra uno de los tanques de combustible, lo que hizo reventar una de las válvulas situada en el ala izquierda. Eso había provocado una fuga de combustible que, al entrar en contacto con las chispas de un cableado afectado por el golpe, provocó un incendio en el motor.
El heroísmo del piloto
Las grabaciones de las cajas negras del Concorde revelaron que, gracias a una acción heroica y desesperada del piloto del avión, se había evitado una catástrofe mucho peor.
La pirueta extraña que el Concorde había hecho en el aire antes de estrellarse se debió a que el comandante Christian Marty había tenido la lucidez -ya con la seguridad de chocar contra tierra y morir- de cambiar el rumbo del avión para impedir que cayera sobre un área poblada, donde había un hospital y varios hoteles. De no haberlo hecho, el número de víctimas se hubiese multiplicado.
“Si no fuera por el piloto, la tragedia podría haber sido mucho mayor: cuando vio que ya no podía dominar el aparato y que iba a caer, evitó la aglomeración de hoteles de Le Bourget y con una enorme sangre fría apuntó a una zona descampada”, dijo el vocero de los investigadores al dar a conocer el informe final sobre el accidente.
La heroica acción del piloto Christian Marty hizo que un colega ya retirado, el ex comandante de Concorde Claude Hetru, se sumara a lo que había establecido el informe: “Cuando uno pilotea un Concorde no está piloteando un avión, está piloteando un Concorde. Es algo especial, único… Y sus pilotos, perdonen la falta de modestia, también lo somos”, dijo a los periodistas que requirieron su opinión.
Los verdaderos culpables y el final
El 6 de diciembre de 2010 -más de una década después del accidente-, Continental Airlines y John Taylor, uno de sus mecánicos, fueron declarados culpables por homicidio involuntario, al ser responsabilizados por el desprendimiento de la cinta que había causado en accidente del vuelo 4590.
Ya era tarde. Hacía siete años que los aviones Concorde no surcaban el cielo.
El 10 de abril de 2003, Air France y British Airways -las dos compañías aéreas que utilizaban el lujoso avión supersónico de pasajeros- anunciaron al mismo tiempo que retirarían el Concorde a fines de ese año.
La razón que dieron era contundente: desde el accidente del 25 de julio de 2000, el número de pasajeros de los aviones Concorde había bajado tanto que hacía económicamente insostenible hacerlos despegar.
Las secuelas del atentado contra las Torres Gemelas, que afectaron la demanda de pasajes de todas las compañías aéreas, terminaron de sellar el destino del rey de los cielos.
Hoy, los 16 modelos que fueron empleados para vuelos comerciales y dos de los prototipos están en exhibición en distintos museos del mundo.