Fue un personaje fascinante, contradictorio, brillante, un político joven, audaz, astuto y decidido que le dio impulso a la década del’60, aquellos años que prometían paz y flores y terminaron en sangre y naufragio. Tal vez la tragedia de aquellos años se haya iniciado con el asesinato del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, hace hoy sesenta años.
Su muerte joven, a los cuarenta y seis años, la brutalidad del crimen, le volaron la cabeza de un disparo en la calle que bordea la Plaza Dealey de Dalla, Texas, a plena luz del mediodía y mientras encabezaba la caravana que lo llevaba al Trade Mart Center de la ciudad; la oscuridad que rodeó y rodea aún hoy el crimen y a su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, que fue asesinado a su vez dos días después en el sótano del departamento de policía de la ciudad; la historia oficial del asesinato escrita y firmada por una comisión supuestamente independiente, la Comisión Warren, encabezada por el titular de la Corte Suprema, Earl Warren y convocada por el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, que determinó que había habido un solo tirador y que había sido Oswald; la enorme cantidad de evidencias que refutaron ese informe, aumentaron el misterio del crimen y desataron decenas de teorías conspirativas; todo esto, y más, hacen del crimen de Dallas uno de los hechos más trascendentales del siglo pasado. Y convirtieron a Kennedy en un mito y en un enigma.
Recordar a Kennedy por las circunstancias de su muerte, parece ser una injusticia con su figura y con su época. Es mucho más interesante internarse en su breve gestión de gobierno de casi tres años, en aquel mundo que se debatía en plena Guerra Fría, o en el enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS que comandaba Nikita Khruschev, en el poderío nuclear de ambos países y en el peligro de que el mundo volara por los aires por un error de cálculo. Kennedy vivió toda su presidencia con ese temor. Y faltó muy poco para que se cumpliera: en octubre de 1962 la URSS instaló misiles en la Cuba de Fidel Castro y, durante trece dramáticos días, las dos potencias estuvieron a punto de desencadenar la hecatombe.
Diferente es detallar las posibles causas de su asesinato, porque citarlas es reflejar también cuáles fueron los actos de gobierno de aquella administración de gente joven, convencida de que la antorcha había pasado a una nueva generación de americanos, son palabras de Kennedy, sin avizorar acaso que las viejas generaciones estaban al acecho. Una de las ironías más feroces que Kennedy decía a sus íntimos era: “¿Se dan cuenta de que soy el único obstáculo entre Nixon y la Casa Blanca?” Richard Nixon, a quien Kennedy había derrotado en las elecciones de noviembre de 1960, juró como presidente de Estados Unidos en enero de 1969, cinco años y dos meses después del asesinato en Dallas.
La personalidad de Kennedy es más rica que su asesinato. Fue el primer presidente católico de Estados Unidos, el primero nacido en el siglo XX y el más joven en llegar a la Casa Blanca: tenía 43 años cuando ganó las elecciones de 1960 y cuando asumió en la helada mañana del 20 de enero de 1961. Fue también un aventurero sexual, promiscuo, imprudente, protegido por funcionarios y periodistas; un político que aprendió el oficio de presidente sobre la marcha, el primero del continente en descubrir la importancia de la televisión en la política (triunfó sobre Richard Nixon en el primero de los debates televisados en la historia norteamericana) y un estadista interesado por los derechos humanos cuando esos derechos casi no se mencionaban como tales. Sin embargo, toleró, sino impulsó, los planes de la CIA para asesinar a presidentes extranjeros, en especial a Fidel Castro. Tuvo el coraje de comprender, de arrepentirse y de iniciar un amago de conversaciones con el líder cubano, dos meses antes de Dallas. Kennedy creía que el anticomunismo era la cruzada del siglo, pero estuvo siempre comprometido a preservar la paz, consciente de que en una guerra nuclear, “los que queden vivos envidiarán a los muertos”.
Había nacido en Brookline, Boston el 29 de mayo de 1917, era el segundo de los nueve hijos de Joe y Rose Fizgerald: un clan familiar dedicado a la política y golpeado por la tragedia. El jefe de esa familia había sido embajador de Estados Unidos en Londres, un cargo que lo colocaba en la línea de partida de una carrera hacia la Casa Blanca, pero que sucumbió en el fracaso por ciertas simpatías de Joe Kennedy por Adolfo Hitler, en los tumultuosos años de su ascenso al poder en Alemania. EL jefe del clan dispuso entonces que sería su primogénito, Joseph Kennedy Jr., quien se dedicaría a la política con los ojos puestos en la presidencia. Pero Joe cayó en combate en la Segunda Guerra, a los veintinueve años y como piloto de un bombardero Liberator, en los cielos de Inglaterra.
Kennedy también fue un héroe de guerra. Comandó una lancha torpedera en el Pacífico, la PT-109, que fue embestida por un crucero japonés. Kennedy salvó a su tripulación, la condujo a una isla y se las ingenió para pedir auxilio a través de los nativos. Regresó de la guerra condecorado con el Corazón Púrpura del Cuerpo de Marines de Estados Unidos y con una seria afección en la espalda que lo llevó de cabeza al consumo de anfetaminas recetadas y aplicadas con pocos escrúpulos por el doctor Max Jacobson, conocido como el doctor “Feelgood (Me siento bien)”, por el alivio inmediato que provocaban. A los críticos de Jacobson, entre ellos el médico personal de Kennedy, George Buckley, y ante los avisos de lo dañino que podían ser aquellas inyecciones Kennedy, que soportaba intensos dolores, contestaba con una bravata típica de su carácter: “Me da igual si es pis de caballo: funciona”.
Fue un hombre de una salud frágil. Había estado a punto de morir en la infancia por culpa de la difteria; era alérgico, padecía asma, gripes frecuentes, colon irritable y un estómago débil que lo llevó a menudo a seguir una dieta blanda. Su afección en la columna se agravaba con los años y Kennedy estaba convencido de que su segundo gobierno, se lanzaba a la reelección en 1964, lo iba a presidir desde una silla de ruedas.
También previó, con pasmosa certeza, que sería asesinado. En los últimos meses de su gobierno desarrolló una política febril destinada a cambiarle la cara a los Estados Unidos: bregó por los derechos civiles de la población negra, en un fantástico discurso en la American University, el 10 de junio de 1963, propuso el final de la Guerra Fría y un nuevo tipo de relación con la Unión Soviética en manos de Nikita Khruschev e impulsó, algo impensado en la época, un tratado de prohibición de pruebas nucleares atmosféricas que fue aceptado y firmado por los soviéticos.
Tenía treinta y cinco años cuando fue electo senador por Massachussets. Se casó en 1953 con Jacqueline Bouvier, una bellísima reportera de un diario de Washington a quien había conocido el año anterior. Tuvieron dos hijos: Caroline y John.John Jr y, una hija que nació muerta y otro hijo, Patrick, que nació prematuro el 7 de agosto de 1963 y murió por deficiencias pulmonares dos días después.
Tenía un coeficiente intelectual (IQ) de 119: por encima de la media general de 100. Era de Géminis y serpiente en el horóscopo chino. Había perdido la virginidad a los 17 años con una prostituta neoyorquina y junto a su amigo Lem Billings: pagó tres dólares de 1934. Desgranaba algunos típicos hábitos nerviosos: golpeaba sus dientes superiores con el dedo o con la parte superior de los lápices que usaba para garabatear papeles durante reuniones clave; hacía girar una y otra vez uno de los botones de sus sacos; hundía las manos en los bolsillos o movía uno de sus pies a ambos lados. Quiso tener al menos cinco hijos, pero no de edades muy seguidas: él mismo era el segundo de nueve hermanos. En 1961, el año de su asunción a la presidencia, la revista Time lo consagró “El Hombre del año”. La primera orden ejecutiva que firmó, el 21 de enero de 1961, al día siguiente de asumir, fue duplicar la asignación presupuestaria para los entonces cuatro millones de pobres de Estados Unidos.
Cuando debía tomar una decisión poco agradable, una de sus frases favoritas, cargada de ironía, era: “Life is unfair” (La vida es injusta). Sus ideas para cuando abandonara la presidencia eran las de presidir la Universidad de Harvard, ser embajador en Irlanda, la tierra de sus ancestros, fundar o comprar un diario y ser senador. Era un ávido lector: en la Casa Blanca leía regularmente Time, Life Newsweek, U.S. News & World Report, Business Week, Nation’s Business, Saturday Review, The New Yorker, Harper’s, Atlantic Monthly, The Spectator, The New Republic, History Today, Foreign Affair, Manchester Guardian Weekly y London Economist.
Definió como el día más feliz de su vida el del 10 de julio de 1963, cuando firmó con la URSS el tratado de prohibición de pruebas nucleares en la atmósfera y fuera de ella. Los peores fueron los días de su operación en la espalda, en 1954 y los del fracaso de la invasión a Bahía de Cochinos, Cuba, en abril de 1961. Había ganado el Premio Pulitzer en la categoría “Biografía” por su libro “Perfiles de Coraje”, páginas que en realidad llevaba la prosa, el sello y el espíritu de Ted Sorensen, el hombre que escribía sus discursos y que, dice la leyenda, era capaz de redactar las frases exactas para que calzaran en el fuerte acento bostoniano de Kennedy.
Lo de perfiles de coraje no era broma: Kennedy creía que el coraje era una de las más admirables virtudes humanas. Era, también una especie de vínculo y herencia familiar que hacía a los Kennedy aceptar los riesgos físicos más insólitos y las empresas políticas más audaces. Alguna vez, ya como presidente, Kennedy dijo que su mejor cualidad era la curiosidad y la peor, su irritabilidad y su impaciencia ante el aburrimiento o la mediocridad. No era bueno para: jugar al póker y para aprender idiomas. El día de su fantástico discurso frente al Muro de Berlín, en junio de 1963, llevaba la frase “Ich bin ein berliner” “Yo soy berlinés”, escrita con tinta colorada en una de aquellas fichas rectangulares de cartulina que se usaban en las bibliotecas para registrar libros. Quería que al cabo de su gobierno dijeran de él y de su gestión “Mantuvo la paz”. Según la empresa encuestadora Gallup, en el momento de su asesinato gozaba de una popularidad del cincuenta y ocho por ciento.
La presidencia de Kennedy estuvo signada por media docena de hechos decisivos, y decisorios, en aquellos años de la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría. En algunos de esos hechos, y en sus consecuencias, descansan varios de los motivos que pueden haber llevado al crimen de Dallas.
El primero son las relaciones con Cuba. El régimen comunista de Fidel Castro se había instalado en la isla en enero de 1959. La CIA de Dwight Eisenhower, que estaba a cargo de Allen Dulles, su hermano Foster era secretario de Estado, planeó y recomendó una invasión militar a la isla con el propósito de derrocar a Castro. Kennedy fue informado de esos planes en diciembre de 1960, después de su elección y a un mes de asumir la presidencia. Fue entonces cuando cometió el primer gran yerro de su breve presidencia: aceptó esos planes y creyó como buenos los pronósticos que le acercó la CIA, convencida de que ni bien desatada la invasión a Cuba, un gran movimiento popular se lanzaría a las calles de La Habana para derrocar a Castro.
Kennedy impuso dos condiciones: no iba a participar de la invasión ningún soldado americano, y él se reservaba el derecho de anular la operación en cualquier momento. Días antes, cuando el gobierno en pleno analizaba en el Departamento de Estado los alcances de esa invasión que había quedado en manos de mercenarios nicaragüenses y cubanos, el senador William Fulbright advirtió a Kennedy de los riesgos. Volaban juntos en el avión presidencial de regreso a Washington desde el sur de Estados Unidos. Fulbright le aconsejó al presidente: “Jack, no vayas. Castro te está esperando. Tiene infiltrado a los cubanos de Miami”. Kennedy propuso a Fullbright que convenciese de todo eso al equipo que ya tenía casi en marcha la invasión y Fulbright fue al Departamento de Estado y pidió ser escuchado. Fue poco menos que expulsado de la reunión estratégica.
En abril de 1961, a menos de tres meses de asumir, la invasión a Cuba, en Bahía de Cochinos fue un gran fracaso de Kennedy. Era verdad que Castro esperaba el ataque y también era verdad que los complotados habían cometido el tremendo error de no tener en cuenta siquiera la diferencia horaria entre Nicaragua, Estados Unidos y Cuba, por lo que la invasión en sí y el apoyo aéreo que esperaban los mercenarios estuvieron separados por una hora. El apoyo aéreo llegó cuando los invasores no habían llegado, y los invasores llegaron cuando el apoyo aéreo ya se había marchado. Una chambonada.
Kennedy se negó a dar apoyo militar americano a la invasión y canceló la operación, lo que le valió el desprecio de la comunidad anticubana de Miami, ligada a la mafia americana y señaladas, ambas, como impulsores del asesinato de Kennedy. El presidente asumió la responsabilidad de la derrota durante una conferencia de prensa en Washington y con una frase recordada: “La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana”. En la intimidad, Kennedy dijo a los suyos que iba a “atomizar” a la CIA, a la que descabezó, junto a la cúpula militar de su gobierno, con lo que tal vez firmó su propia sentencia de muerte.
Cuba desató un breve, intenso, inusual idilio en las relaciones siempre ásperas entre Estados Unidos y Argentina que entonces gobernaba Arturo Frondizi. Pocos meses después de la invasión fracasada Fidel Castro proclamó a Cuba la “primera república socialista de América” y Estados Unidos ya no volvió a mirar hacia el sur del Río Grande sino por encima de las charreteras del comandante cubano. Kennedy intuyó, con certeza, que Fidel intentaría exportar su revolución, y Castro decidió hacerlo porque vio en peligro a Cuba y a su proyecto político. Ya en el siglo XXI, lo confesó ante el periodista Ignacio Ramonet: “Ellos internacionalizaron el bloqueo, nosotros internacionalizamos la revolución”. El resultado fue un baño de sangre para el continente que duró casi veinte años. La presencia en el gobierno cubano del argentino Ernesto “Che” Guevara, una entrevista que mantuvo con Frondizi en agosto de 1961, y un encuentro entre Frondizi y Kennedy en septiembre de 1961, hicieron que Kennedy confiara a Frondizi una especie de mediación, o de gestión de buena voluntad para aliviar las tensiones entre los dos países. Frondizi le dijo entonces a Kennedy que el aislamiento de Cuba, Estados Unidos pretendía, y logró, expulsarla de la OEA, llevaría a la isla a los brazos del comunismo soviético. Kennedy fue terminante: “Fidel está exportando su revolución y hay que pararlo”.
El estruendoso fracaso de la invasión a Cuba desprestigió a Kennedy en el frente político interno y llevó a pensar al líder soviético Nikita Khruschev que Kennedy era un presidente joven e inexperto, que lo era, incapaz de tomar decisiones correctas, que no lo era. Ambos se encontraron en Viena en junio de 1961. La excusa era Berlín, dividida en dos, Alemania también estaba dividida en dos, desde finales de la Segunda Guerra. Khruschev, que no soportaba la crisis económica que implicaba para la URSS mantener a Berlín Este, exigía una especie de independencia de Alemania del Este, apoderarse de Berlín por entero y desalojar al contingente de tropas aliadas, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Canadá, que ocupaban el sector occidental de la antigua capital del Tercer Reich.
Los dos estadistas midieron fuerzas verbales. Khruschev humilló un poco a Kennedy, que admitiría luego “Me trató como a un chico”, y ambos se amenazaron con una guerra nuclear. Es un momentos extraordinario del siglo XX, imposible de sintetizar en pocas líneas. El encuentro terminó, según la versión oficial dada por los americanos, con dos frases: “Si Estados Unidos quiere la guerra, tendrán guerra, señor presidente”, dijo Khruschev. “Será un largo invierno, señor primer ministro”, contestó Kennedy.
No hubo tal largo invierno. Al regresar a Estados Unidos, Kennedy quiso saber el costo en vidas humanas de una guerra nuclear. Cuando le dijeron que sería poco más de la mitad de la población, el presidente supo que no habría tal guerra. Khruschev también lo supo y el 13 de agosto, dos meses después de su encuentro con Kennedy, ordenó construir el Muro de Berlín que primero fue de alambre de púas y, ante la pasividad occidental, fue luego de piedra y cemento y rigió durante tres décadas parte de los destinos de Europa. Con el Muro de Berlín en ciernes, Kennedy supo, y lo dijo, que su gobierno estaba en jaque: “Ningún gobierno soporta tres errores. Yo llevo dos: Cuba y Berlín. No me van a perdonar un tercero”.
Cuba y la URSS lo jaquearían de nuevo en octubre de 1962. Khruschev instaló en la isla varias bases de lanzamientos de misiles de medio y largo alcance, capaces de portar ojivas nucleares, que apuntaban todos a Estados Unidos. El descubrimiento de esas bases desató la ya legendaria Crisis de los Misiles en los que el mundo estuvo a punto de sucumbir ante una guerra nuclear. En trece días dramáticos de ese mes, Kennedy se empeñó en dos opciones que le valieron que la ultraderecha estadounidense y gran parte del poder militar, empezaran a verlo como “un enemigo de la nación”: la primera opción era la de no llegar a un enfrentamiento con la Unión Soviética. La segunda opción era la de obligar, o convencer, a la URSS que retirara sus misiles de Cuba.
Kennedy estaba convencido de que Khruschev tampoco quería la guerra. Dijo a los suyos: “Lo que quiere es Berlín. Quiere que nosotros pongamos un dedo en Cuba para apoderarse de Berlín”. Más que un dedo, Estados Unidos estuvo dispuesto a “borrar la isla de la faz de la tierra”, como dijo a Kennedy el secretario de Estado, Dean Rusk. El poder militar, el jefe de la junta de comandantes, el general Maxwell Taylor, un héroe de la invasión a Normandía, nunca pudo asegurar, ni a Kennedy ni al gabinete de crisis reunido en los sótanos de la Casa Blanca, que un ataque a Cuba, de cualquier tipo, anularía por completo la capacidad de respuesta misilística de los cubanos y soviéticos contra Estados Unidos.
Kennedy ordenó el bloqueo naval de Cuba y miles de soldados fueron transportados desde distintos puntos de Estados Unidos a Miami, listos para la invasión de la isla. La tensión llegó a tal punto que, la noche del sábado 27 de octubre, con el gobierno en pleno y sus familias dispuestos a evacuar Washington, el secretario de Defensa, Robert McNamara salió de la Casa Blanca rumbo a su casa, miró las estrellas, aspiró el frío aire otoñal y pensó que nunca más iba a vivir una noche como esa. En ese mismo instante, Robert Kennedy, hermano del presidente y procurador general, fiscal general, del gobierno, se entrevistaba con Anatoly Dobrynin para pedirle una rápida respuesta soviética a una propuesta de Kennedy a Khruschev. “Mi hermano puede ser asesinado por militares”, dijo Bobby a Dobrynin. Al día siguiente, entre algunos tironeos y concesiones mutuas, Khruschev decidió retirar los misiles de la isla de Castro. Meses antes de su asesinato, Kennedy había iniciado un acercamiento con Fidel Castro a través de varios emisarios. Uno de ellos, el diplomático William Atwood conversó en Washington sobre las intenciones de Kennedy con el embajador de Castro en la ONU, Carlos Lechuga. Otro emisario fue el escritor Jean Daniel, quien años después reveló que él había entregado un mensaje de Kennedy a Castro la tarde del 22 de noviembre de 1963, para cumplir así una misión de paz. “Tu misión de paz acaba de terminar”, le dijo Fidel Castro poco después, enterado de inmediato del asesinato del presidente en Dallas.
Vietnam fue otro de los puntos de conflicto permanente en el gobierno de Kennedy. Para 1963 el presidente había decidido el retiro de los “consejeros” militares estadounidenses destacados en Vietnam. Lo de “consejeros” era un eufemismo. Eran en su mayoría pilotos de combate que debían enseñar a volar a los pilotos de Vietnam del Sur, pero en la mayoría de las expediciones aéreas contra el Vietcong comunista, eran ellos mismos quienes bombardeaban las posiciones enemigas.
En marzo de 1961, a dos meses de asumir, había desoído los consejos del Pentágono que recomendó el envío de sesenta mil soldados al sudeste asiático y el uso de armas nucleares si era necesario. Su gobierno estuvo tironeado por la opuesta visión de la guerra que tenían el Pentágono y el Departamento de Estado; Kennedy mantuvo una postura dual y muy cuestionada ante el conflicto, pero no envió tropas de combate: las primeras, llegaron a Vietnam en marzo de 1965, dos años después de su asesinato. La guerra a partir de 1965 costaría sesenta y cinco mil vidas norteamericanas y más de tres millones de muertos vietnamitas.
Kennedy empeñó también gran parte de su presidencia en incorporar a la población afroamericana, que entonces se conocía como población negra o “de color” a la vida social americana y en terminar con la segregación racial, que alcanzó extremos violentos durante su gestión. Intervino de modo directo para garantizar el ingreso de tres estudiantes negros en la Universidad de Alabama, con su gobernador, George Wallace, parado en la puerta de la institución para impedir el acceso de los estudiantes. Esa decisión, más el impulso que dio al derecho de los afroamericanos a votar cuando ni siquiera tenían acceso a colegios y universidades en los que estudiaran blancos y vivían con bares, iglesias, baños, bebederos públicos y hasta asientos en los ómnibus separados de los blancos, le ganó el odio de los antiguos estados esclavistas del sur: en uno de ellos fue asesinado.
Apoyó al líder por los derechos civiles Martin Luther King, que sería asesinado en 1968, y fue acusado por organizaciones racistas de “alentar la rebelión negra en el país”. Kennedy no dudó en enviar a la Guardia Nacional, tropas federales armadas que actuaron por sobre las fuerzas policiales locales, para garantizar el ingreso a la universidad de los estudiantes negros. Dijo entonces: “No podemos decirle al diez por ciento de nuestra población que sus hijos no tienen chance de desarrollar sus capacidades, no importa el talento que tengan; que la única manera de conquistar sus derechos es salir a las calles a luchar. Les debemos y nos debemos un mejor país que ese”. De alguna forma, también inspiró a la sociedad estadounidense para que forjara una sociedad con mayor libertad y más justa. Los derechos civiles de los afroamericanos, entre ellos el del voto, fueron firmados después de la muerte de Kennedy por su sucesor, Lyndon B. Johnson.
También decidió impulsar la carrera espacial, que lideraba entonces la URSS, con el objetivo final de enviar un hombre a la Luna y traerlo de regreso sano y salvo, un desafío que definió con una frase en la Universidad de Rice, Houston, el 15 de septiembre de 1962: “Elegimos ir a la Luna antes del final de la década no porque sea fácil, sino porque es difícil”. El módulo lunar “Eagle” de la nave Apolo XI, y alunizó con los astronautas Neil Armstrong y Edwin “Buzz” Aldrin el 20 de julio de 1969, bajo la presidencia de Richard Nixon.
El último año de su presidencia fue el más brillante de los tres que John Kennedy pasó en la Casa Blanca: había aprendido el oficio a fuerza de golpes y de fracasos, lo que era suficiente escuela para un animal político intuitivo y audaz como era, bajo la capa de su aparente inexperiencia. Su figura había crecido después de la crisis de los misiles cubanos de octubre de 1962: el mundo lo veía casi como un líder de la paz y ese fue el sentido que le dio a su gestión y el que imaginó para su segundo período en la Casa Blanca. Las encuestas lo daban como seguro ganador de las elecciones de noviembre de 1964 frente al rival republicano, Barry Goldwater.
Fueron once meses febriles en los que Kennedy pareció urgido en dejar en claro cuál sería su legado. Tal vez intuía su muerte. La premonición de que sería asesinado lo persiguió siempre, en especial, durante todo 1963. “¿Cómo creés que lo haría Lyndon si me matan”, preguntó a uno de sus consejeros en referencia a su sucesor, Lyndon Johnson. El historiador Thurston Clarke revela en “Los últimos cien días de JFK” que Kennedy y Jackie llegaron a filmar un corto casero, cómico, en el que Kennedy era baleado, e hicieron participar de él a agentes del servicio secreto. El 22 de noviembre de 1963, antes de viajar en el avión presidencial a Dallas, dijo en Forth Worth a los agentes que debían velar por su vida: “Anoche hubiese sido muy fácil matar al presidente de Estados Unidos. Cualquier tipo con un rifle con mira telescópica, hubiera podido matarme.” Apenas horas después, yacía en una camilla del Parkland Hospital de Dallas, con la cabeza destrozada de un disparo.
Mito, leyenda, historia pura, parte del legado de John Kennedy vuelve a ver la luz, a sesenta años de su asesinato. Su vida, como pocas, se consumió en las llamas de la pasión política, acabó antes de tiempo y en tragedia, dejó la incógnita de lo pudo ser y alimentó un legado que fue recogido por todos los presidentes de Estados Unidos que lo siguieron y que citaron sus palabras o sus acciones de gobierno.
También ejerció, y aún ejerce, una fascinación cimentada en un crimen sobre el que todavía no se dijo la última palabra.