Fue el primer “Nunca más” de la historia. Lo decidió la humanidad para que el horror que era juzgado no volviera a repetirse. No terminó con las guerras ni tampoco con el horror de las guerras, pero sí cerró para siempre la posibilidad de que cualquier otro fenómeno social y político, diabólico como el nazismo, volviera a intentar apoderarse del mundo basado en cuatro pilares: una brutal maquinaria de guerra, un sostén cultural basado en la supuesta y proclamada superioridad de una raza sobre otras, un formidable complejo industrial, científico y económico que financió y sostuvo esos pilares y, en buena medida, el fanatismo de una sociedad enceguecida que impulsaba la idea vaga y siempre peligrosa de volver a hacer grande a su nación y que se rindió ante Adolf Hitler de la misma forma que en el pasado se había rendido ante Bach, ante Beethoven o ante Goethe.
El 20 de noviembre de 1945, hace setenta y ocho años, un Tribunal Militar Internacional, conformado por jueces de los cuatro países aliados, vencedores en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética y Francia, abrieron las sesiones del luego memorable juicio de Núremberg, en el que acusaron a veinticuatro jerarcas nazis de ser responsables de la masacre de treinta mil rusos durante la invasión alemana de 1941, de cincuenta mil personas en el gueto de Varsovia, Polonia, de ocho millones de muertos en los campos nazis de concentración, algunos, como Auschwitz, transformados en una industria del asesinato, en los que murieron además de seis millones de judíos, gitanos, comunistas, homosexuales y opositores al nazismo y, entre otras atrocidades cometidas por los nazis en Europa y en la propia Alemania, de la muerte de un número no determinado de millones de personas asesinadas por los Einsatzgruppen, los escuadrones de la muerte de las SS que exterminaban con fusilamientos masivos a los judíos de los países ocupados.
Los preparativos del juicio
El primer ministro británico Winston Churchill había propuesto fusilar a los máximos líderes militares y civiles nazis tras un juicio sumario. Pero el secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, insistió ante el presidente Franklin Roosevelt para que contemplara la posibilidad de un juicio a cargo de un tribunal internacional. Roosevelt había muerto en abril de 1945, sin llegar a ver el triunfo aliado, y el nuevo presidente Harry Truman impulsó el juicio internacional. En agosto de 1945 firmó junto a Churchill, al líder soviético José Stalin y a Charles De Gaulle por el gobierno provisional de Francia, el Acuerdo de Londres que establecía que los oficiales del Eje (el acuerdo se aplicaría también en Japón) que hubiesen cometido crímenes de guerra más alá de un área geográfica particular, debían ser juzgados por un tribunal de guerra internacional.
Es verdad que Núremberg fue un juicio de vencedores contra vencidos. Pero también es verdad que las condenas a los jerarcas nazis y, en los juicio que siguieron, a jueces, médicos, científicos e intelectuales que habían apoyado al Tercer Reich, a su política racial y a su campaña de exterminio, significó la prolongación en la justicia internacional de la derrota militar del nazismo. Y también un reconocimiento al sufrimiento indecible de sus millones de víctimas.
Lo novedoso del juicio de Núremberg fue que los jueces debieron centrarse en tres categorías de delito inéditas hasta entonces en la jurisprudencia. Los acusados habían llevado adelante una guerra prohibida por el derecho internacional o que había violado los tratados internacionales; habían cometido crímenes de guerra contrarios a las reglas que se suponía regían los conflictos armados entre naciones, y eran responsables de “crímenes de lesa humanidad” como el asesinato, el exterminio, la esclavización y la deportación, además de otras acciones inhumanas cometidas contra la población civil por motivos políticos, raciales o religiosos, antes o durante la guerra. Acusaron entonces a los jerarcas nazis de 1) crímenes contra la paz, por planificar y llevar adelante una guerra contraria al derecho, 2) crímenes de lesa humanidad por la persecución, deportación y exterminio de poblaciones enteras, 3) crímenes de guerra que violaron las “reglas” que regían los conflictos armados entre naciones, establecidas al término de la Primera Guerra Mundial. Los jueces agregaron un cuarto cargo: el de conspirar para la comisión de cualquiera de los delitos anteriores.
Condenado por incitación
Los jueces también fueron innovadores en materia de responsabilidad penal por los delitos que juzgaban, aunque el acusado no hubiese cometido uno de ellos. Entre los condenados a muerte, la condena se conoció el 1 de octubre de 1946 y las ejecuciones en el penal de Núremberg fueron el 16, subió al cadalso Julius Streicher, un profesor de colegio al que el nazismo había convertido en un feroz propagandista e impulsor del antisemitismo. Streicher no había participado nunca de batalla alguna, no ocupó nunca un cargo militar, no se conoce que haya asesinado alguna vez a alguien, pero su crimen fue la permanente incitación al exterminio de los judíos.
La acusación esquivó el cargo de genocidio. Era una palabra nueva, un delito nuevo y una idea del abogado polaco y judío Rafael Lemkin que había unido dos palabras griegas, “genos”, raza, tribu, y “cide”, matar, para transportarlas unidas a la era moderna. Genocidio tenía un significado especial para Lemkin: “No significa necesariamente la destrucción inmediata de una nación, salvo cuando se realiza por el exterminio masivo de todos sus miembros. En cambio, intenta significar un plan coordinado y comprensivo de diversas acciones, con el propósito de destruir los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales y de aniquilar los grupos en sí, dirigidas a los individuos ya no en su calidad de tales, pero sí como miembros de un grupo nacional”.
Las tres principales potencias vencedoras temieron que la palabra y el delito que cifraba se tornara en su contra: la URSS por los masivos asesinatos de Stalin, calculados en millones de opositores, Estados Unidos por el exterminio de gran parte de la nación nativa americana en la segunda mitad del siglo XIX y por su política de discriminación contra la población negra; y Gran Bretaña también temió que su política colonial en la India, Australia y Sudáfrica fuese afectada por la nueva figura legal. El genocidio fue mencionado en la acusación contra los jerarcas nazis en Núremberg, pero la condena que cayó sobre ellos no menciona siquiera ese crimen que no lo era aún para la ley. Núremberg no condenó tampoco los ataques contra grupos determinados en tiempos de paz, sino los cometidos como parte de la guerra de agresión que juzgaba.
Lemkin, que colaboró con fervor con el equipo de juristas del juicio, se enteró en esos días de la muerte de cuarenta y nueve miembros de su familia, sus padres incluidos, en los campos de concentración, el gueto de Varsovia y en las llamadas “marchas de la muerte” nazis. Su odisea quedó reflejada en el fantástico libro “Calle Este-Oeste,” de Philippe Sands.
Los cuatro países aliados nombraron a un equipo de jueces, dos por país, uno titular y uno suplente, que integraron el famoso Sir Geoffrey Lawrence y Norman Birkett por el Reino Unido, Francis Biddle y John Parker por Estados Unidos, Henri Donnedieu de Vabres y Robert Falco por Francia y Iona Nikítchenko y Alexander Volchkov por la Unión Soviética. Truman había designado a otro jurista prestigioso, miembro de la Corte Suprema de su país, como fiscal principal del caso: Robert Jackson, que sería la figura estrella del equipo de acusadores. Lo acompañaron Francois de Menthon, Francia, Roman Rudenko, URSS y sir Hartley Shawcross, Gran bretaña.
El juicio: primer día
El primer día de las audiencias, Jackson trazó el perfil de lo que sería su extraordinaria acusación, su alegato final y el espíritu que lo guiaba en su empresa legal. Dijo: “Que cuatro grandes naciones, exaltadas por la victoria y heridas por las heridas, detengan la mano de la venganza y sometan voluntariamente a sus enemigos cautivos al juicio de la ley, dijo es uno de los tributos más significativos que el poder ha pagado alguna vez a la razón”.
La acusación de Jackson, que fue también y a pedido de Truman quien armó la estructura legal del juicio, cimentó el legado de Núremberg, que condenaba al nazismo en la ciudad que lo había visto nacer: el de haber instaurado la figura de “crímenes contra la humanidad”, más allá de que haya existido una guerra; el de haber extendido el principio de la responsabilidad colectiva al ámbito de los “crímenes de lesa humanidad” y, tercero, el haber creado las condiciones para que esos delitos sean perseguidos por el derecho internacional en el caso de que fallen los sistemas legales de los países donde se cometieron. Esa fue, y es, la gran herencia de Núremberg. Aquel mundo en el que había reinado la barbarie, era encausado de nuevo a la civilización por un tribunal de justicia que, además, sentaba las bases legales del Tribunal Penal Internacional de La Haya, que se constituyó en 1998.
La primera sesión se inició pasadas las diez de la mañana en el Palacio de Justicia de Núremberg, que hospedaba a los acusados en su cárcel vecina. La fiscalía leyó a los acusados, uno por uno, los cargos que pesaban en su contra. Los jueces escucharon a Otto Stahmer, abogado de la defensa, que apeló al principio de retroactividad porque los cargos de los que se acusaba a sus defendidos no estaban tipificados antes de la apertura del juicio oral. A lo largo del juicio, los defensores cuestionaron la legitimidad territorial del tribunal y su parcialidad, porque estaba compuesto por representantes de los países vencedores.
El tribunal tuvo, y ejerció, autoridad para encontrar criminales de guerra tanto en individuos como en organizaciones: en ese caso eran juzgados sus responsables. Esos grupos y esas organizaciones fueron divididas entre “no criminales” en las que figuraban las que pertenecían a la estructura del Estado alemán, en especial el gobierno y el ejército. Núremberg no juzgó en ese caso a las instituciones, sino a quienes dentro de ellas habían cometido los crímenes. En cambio sí juzgó y condenó a las estructuras paralelas del poder nazi como la Gestapo, las SS y el propio Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
Los números De Núremberg
El juicio se prolongó a lo largo de doscientas sesenta y una sesiones, los jerarcas nazis contaron con la ayuda de veintisiete abogados defensores y más de un centenar de testigos en su favor. Las sesiones fueron traducidas en simultáneo en inglés, alemán, francés y ruso. Se oyeron los testimonios más terribles sobre la barbarie nazi pero también se presentaron y leyeron más de trescientas mil declaraciones escritas y cerca de tres mil documentos: el fiscal Jackson no quería que el peso del juicio cayera solo en los testimonios orales y pidió, y obtuvo, que se proyectaran también cerca de un centenar de filmaciones inculpatorias, entre ellas las de los campos de concentración que habían descubierto en su avance hacia Berlín las tropas del Ejército Rojo y las de los ejércitos estadounidense y británico.
Los acusados fueron ubicados en dos filas de asientos, con policías militares a sus espaldas y con auriculares que les permitían seguir las sesiones traducidas en simultáneo. Cubrieron el juicio cerca de doscientos cincuenta periodistas acreditados y fueron testigos de ellas cien personas por día, que accedían a la sala de audiencias con un permiso especial. Entre los acusados faltaban tres de los máximos responsables de la barbarie nazi que se habían suicidado en los días previos o siguientes a la derrota: el propio Adolf Hitler, que se mató junto a su mujer el 30 de abril de 1945; Joseph Goebbels, que se suicidó al día siguiente junto a su mujer, después de asesinar a sus seis hijos pequeños y Heinrich Himmler, el poderoso jefe de las SS y de los campos de concentración, que se suicidó el 23 de mayo, cuando la guerra había terminado en Europa y después de un vano intento de firmar una rendición parcial de Alemania ante el general Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas.
Durante el proceso pasó de todo. Rudolf Hess, uno de los acusados, el hombre que había sido mano derecha de Hitler, que había redactado junto con el Führer su libro “Mein Kampf. Mi Lucha” y que en 1941 había huido a Gran Bretaña al mando de su propio avión con una finalidad que nunca se conoció, fingió durante buena parte del proceso un proceso alternativo de amnesia: a veces recordaba, y a veces, no. De Herman Göring, que fuera jefe de la Lutwaffe, la aviación alemana, ladero de Hitler desde los comienzos de su vida política y en 1928, cuando el intento de golpe de Estado en Baviera, se esperaba un testimonio bravío y ejemplar. Fue una decepción: se negó a asumir la mínima responsabilidad, lo que le valió el desprecio de parte de sus compañeros de acusación.
En abril de 1946 el juicio quedó abierto a sentencia, que fue leída el 1 de octubre. De los veinticuatro acusados doce recibieron sentencia de muerte en la horca, que fue cumplida el 16 de octubre en el gimnasio de la prisión de Núremberg. Tres recibieron condenas a cadena perpetua; cuatro fueron condenados a penas de entre diez y veinte años de cárcel; tres fueron absueltos y dos quedaron sin condena. La que sigue, es la lista de las condenas que dictó Núremberg.
Condenados a muerte:
Herman Göring, mariscal del Reich, jefe de la aviación nazi y heredero como canciller del Reich nombrado por Hitler. No fue ejecutado porque se suicidó la noche antes en su celda, con una píldora de cianuro que alguien hizo llegar a sus manos.
Martin Borman, jefe del partido nazi y cerebro del Reich: no fue ejecutado. Había sido juzgado en ausencia, se creía que había logrado huir de la justicia. En 1973 se comprobó que había muerto en las afueras de Berlín.
Joachim von Ribbentrop, político, diplomático y militar, responsable del ministerio de exteriores del Reich.
Wilhelm Keitel, mariscal de campo y comandante del Estado Mayor de las fuerzas armadas nazis.
Ernst Kaltenbrunner, abogado y jefe de las SS, uno de los artífices del Holocausto.
Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogo del nazismo y responsable político de los territorios ocupados por Alemania durante la Segunda Guerra.
Hans Frank, abogado y político, gobernador de la Polonia ocupada por los nazis.
Wilhelm Frick, abogado y ministro del Interior del Tercer Reich.
Julius Streicher, docente, militar, editor fundador del semanario antisemita “Der Stürmer”, vital en el aparato de propaganda del nazismo.
Fritz Sauckel, encargado del empleo de mano de obra esclava vital para la economía de guerra nazi.
Alfred Jodl, ayudante personal del mariscal Keitel, jefe de Estado Mayor tras la muerte de Hitler, fue uno de los generales que firmó la rendición de Alemania.
Arthur Seyss Inquart, comisario del Reich para la zona ocupada por Alemania en los países Bajos.
Condenados a prisión perpetua:
Rudolf Hess, uno de los principales miembros del partido nazi y lugarteniente de Hitler desde 1933. Fue el único de todos los condenados que murió en la cárcel de Spandau. Se ahorcó con el cable de una plancha el 17 de agosto de 1987 a los 93 años.
Walther Funk, ministro del Reich para la Economía, fue liberado en 1957 por problemas de salud. Murió en Dusseldorf el 31 de mayo de 1960.
Erich Raeder, comandante de la marina de guerra alemana, planeó la invasión de Noruega y Dinamarca. Fue relevado de su cargo por Hitler en 1943. Le concedieron la libertad por razones de salud en 1955. Murió en Kiel el 6 de noviembre de 1960.
Sentenciados a diferentes penas de prisión:
Karl Donitz, condenado a diez años de cárcel. Fue jefe de la marina de guerra alemana entre 1943 y 1945. Gobernó brevemente el país tras el suicidio de Hitler. Cumplió su condena y fue liberado el 1 de octubre de 1956. Murió en diciembre de 1980 a los ochenta y nueve años.
Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas, implicado en la deportación de ciento ochenta y cinco mil judíos. Fue condenado a veinte años de cárcel. Cumplió la condena y fue liberado en la madrugada del 30 de septiembre al 1 de octubre de 1966. Se retiró al sur de Alemania, escribió una autobiografía, “Yo creí en Hitler” y murió el 8 de agosto de 1976 a los sesenta y siete años.
Albert Speer, arquitecto del Reich, niño mimado de Hitler y ministro de Armamento y producción de guerra de la Alemania Nazi. Fue condenado a veinte años de cárcel por crímenes de guerra y de lesa humanidad. Eludió la horca porque dijo que desconocía los planes de exterminio nazi. Mentía. Él mismo lo confirmó en un texto autobiográfico. Cumplió su condena y fue liberado el 1 de octubre de 1966. Murió en Londres a los setenta y seis años, el 1 de septiembre de 1981.
Konstantin von Neurath, diplomático, fue protector de Bohemia y Moravia entre 1939 y 1943. Fue acusado de crímenes contra la paz y la humanidad. Condenado a quince años de cárcel, fue liberado de Spandau en 1954 por razones de salud. Murió en 1956 a los ochenta y tres años.
Absueltos:
Hjalmar Schacht, ministro de Economía del Tercer Reich entre 1934 y 1937. Acusado de complotar contra Hitler en 1944 fue enviado al campo de concentración de Dachau. Lo acusaron de crímenes contra la paz. Fue absuelto. Se convirtió en asesor financiero para países en vías de desarrollo. Murió en 1970 a los noventa y tres años.
Franz von Papen, político, militar y diplomático, fundamental en el ascenso de Hitler al poder. Fue absuelto de los cargos de conspiración.
Hans Frietzche, militar y periodista, se vinculó al ministerio de propaganda nazi que dirigía Joseph Goebbels. Lo acusaron de crímenes de guerra, contra la paz y contra la humanidad. Fue absuelto por falta de pruebas. Murió en septiembre de 1953, a los cincuenta y tres años.
Quedaron sin condena en Núremberg dos jerarcas nazis: Robert Ley, jefe de organización del partido nazi y del Frente Alemán del Trabajo el sindicato vertical que impulsó la productividad durante la guerra bajo el lema “Fuerza por Alegría”. Se suicidó en la cárcel el 20 de octubre de 1945, antes de que comenzaran las sesiones en Núremberg.
Por último, Gustav Krupp, diplomático y empresario del acero alemán, cabeza del grupo de industria pesada Krupp AG, una de las empresas de armamento y acero más antiguas del mundo. Fue procesado por prácticas esclavistas con prisioneros de guerra. Fue capturado para ser juzgado en Núremberg pero su senilidad y su postración, estaba paralítico desde 1941, hicieron que lo declararan incompetente para ser juzgado. Murió a los 79 años en enero de 1950.
El gran legado de Núremberg, la muerte no puede ser jamás una forma de hacer política, va más allá incluso del derecho. Aquel primer “Nunca más” de la historia terminó por hundir su cuchillo legal y destripar un mundo y una época desgajados, en el que todavía flotaba el humo serpenteante de las armas nucleares en los cielos y más de cuarenta y cinco millones de muertos en los suelos.
A casi ocho décadas de aquel juicio ejemplar, todavía se oye la voz quebrada por la emoción del fiscal estadounidense Robert Jackson: “La verdadera víctima y acusada en este juicio, es la civilización”.