La masacre de la secta Templo del Pueblo en Guyana: un líder demente y los crímenes que desataron un suicidio masivo

El 18 de noviembre de 1978 se descubrieron 918 cadáveres de seguidores de Jim Jones en un rincón oculto en la selva del país sudamericano. La investigación de un legislador norteamericano que develó los abusos en la secta y su asesinato junto a un grupo de periodistas y acólitos que pensaban desertar. El delirante postulado que mezclaba al marxismo con los cuáqueros y el horroroso final

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El espantoso panorama que encontró
El espantoso panorama que encontró el ejército de Guyana cuando arribó a Jonestown: 918 cadáveres de seguidores de Jim Jones

Cualquiera lo hubiese confundido con un campo en flor, salpicado de verdes, rojos y amarillos dispersos en curiosa armonía. Pero no eran flores, eran cadáveres vestidos con sus ropas de todos los días, que se habían suicidado en masa. Novecientos dieciocho muertos que se amontonaban casi en círculos concéntricos alrededor de un tinglado basto y precario, sin rastros de haber conocido tiempos mejores.

La terrible escena fue descubierta el 18 de noviembre de 1978, hace cuarenta y cinco años, por las tropas del ejército de Guyana, un país del noreste de América del Sud, lindante con Brasil, Venezuela y Surinam, desconocido hasta la tragedia. Los soldados debieron recorrer por caminos intransitables los doscientos cuarenta kilómetros que separaban a la capital, Georgetown, de aquella nueva ciudad utopía levantada por la secta “Templo del Pueblo”, liderada por el reverendo Jim Jones, un estadounidense que de reverendo tenía poco y exhibía, ampuloso, más rasgos de psicópata que de teólogo. Había fundado la secta en San Francisco y, a la usanza de la época porque los finales de los 79 y comienzos de los 80 fueron los años de las sectas, pedía sumisión incondicional de sus fieles y la entrega de todos sus bienes al Templo. Así se había rodeado de un millar de incautos y había marchado con todos a la selva caribeña para montar un raro e improbable estado religioso marxista leninista.

El entonces gobierno socialista de Guyana le abrió sus puertas a la secta, le cedió a Jones una buena porción de selva casi virgen, que Jones bautizó con su nombre, Jonestown. Fue un matrimonio por conveniencia. Guyana cedió una amplia franja de tierra a orillas del río Kaituma, con un aeropuerto chico, con pista de tierra pero operable, a menos de trescientos kilómetros de la capital y por caminos áridos y sinuosos rodeados de vegetación y animales salvajes: era una zona en conflicto con Venezuela, que se presume aún hoy rica en petróleo, y Guyana temía una invasión. Para Jones fue la tierra prometida para albergar su utopía religiosa-leninista.

Jim Jones, el delirante líder
Jim Jones, el delirante líder de la Secta del Pueblo

Cuando las tropas guyanesas llegaron a Jonestown y encontraron aquel sembradío de cadáveres, atinaron a contarlos. La primera cifra de suicidas que llegó al mundo fue de poco más de quinientos. Pero en las horas siguientes, cuando empezó la lenta tarea de remoción de los cuerpos, los militares guyaneses descubrieron que debajo de los cadáveres contados a la ligera, yacían muertos los chicos de la secta, muchos de ellos bebés, a los que sus padres habían asesinado antes de lanzarse ellos mismos al abismo de la muerte. Para cuando la cifra de novecientos dieciocho suicidas se hizo real, ya la Infantería de Marina de Estados Unidos llegaba a Guyana con un contingente militar dispuesto a hacerse cargo de todo: casi todos los muertos eran ciudadanos americanos.

¿Cómo se había matado tanta gente? Habían bebido un famoso refresco no carbonatado en polvo, apto para diluir en agua y con sabor a uva, llamado “Flavor Aid”, que había sido mezclado con cianuro y almacenado en un enorme tonel de hierro de doscientos litros y que la mayoría de los seguidores de Jones habían bebido de buena voluntad. Pero a los reticentes, a los desconfiados, a los dudosos, a los evasivos, los habían asesinado a balazos. No eran muchos, pero entre ellos estaba el propio Jim Jones: nunca quedó claro si se reservó para sí una bala, o si alguien de su equipo de seguridad lo asesinó cuando descubrió que el líder era el primero que quería evitar beber el “Flavor Aid” con cianuro.

Los de Jonestown no eran los únicos muertos de la secta. En Georgetown, en una casa del Templo del Pueblo, yacían muertos a balazos una mujer y sus tres hijos pequeños. Y en el precario aeropuerto de Port Kaituma, vecino a la utopía de Jones, yacían los cadáveres de otras cinco personas, acribillados por los guardias de seguridad del Templo del Pueblo: Leo Ryan, un legislador demócrata por California, Don Harris y Bob Brown, de la cadena televisiva NBC, Greg Robinson, fotógrafo del “San Francisco Examiner” y Patricia Parks, uno de los miembros de la secta que había querido desertar. Esas, las de Port Kaituma, habían sido las muertes que desataron el suicidio masivo en Jonestown.

Jim Jones junto a su
Jim Jones junto a su esposa Marceline con sus hijos adoptados, la cuñada del líder de la secta (semitapada, a la derecha) y los tres hijos de ella en California en 1976

El drama de lo que pasó a la historia como “La Masacre de Guyana”, había estallado el viernes 17 de noviembre. Pero el principio del fin había nacido en los años 60, cuando Jim Jones, un tipo carismático, de verbo fogoso y de imaginación quimérica y absurda, se consideró “discípulo de Cristo”, y empezó a ejercer una especia de sacerdocio que mezclaba los postulados del marxismo leninismo con los de la iglesia metodista, pentecostal, baptista y cuáquera, que era la de su infancia en su estado natal, Indiana. A sus veinticinco años, había nacido en mayo de 1931, admiraba a Mao Tsé Tung, que así se escribía entonces y no Mao Zedong, como indican hoy las reglas. Su teoría, que podría ser considerada un tanto extravagante, si no alocada, afirmaba que era imposible convertir a la gente al marxismo, tal como estaba estructurada la llamada sociedad de consumo. Había que “morir” de alguna forma, y reencarnarse en un marxista nato, el hombre nuevo en versión Jim Jones.

Reencarnación y marxismo no fueron los postulados iniciales del “Templo del Pueblo”, que se mudó de Indiana a San Francisco porque esa ciudad sí reencarnaba la rebeldía del “flower power”, la del entonces creciente movimiento hippie y la avanzada de una resistencia férrea a la guerra de Vietnam. A lomo de ese potro bravo se montó Jones que creía, o decía creer, que el mundo iba de cráneo a la hecatombe nuclear; ese era el pretexto que cimentaba su extraña visión del mundo: era imprescindible reencontrar al individuo con la naturaleza, eludir los férreos dictados de la sociedad y, en especial, los de la iglesia católica que cree en la vida eterna, y vivir a cambio de ese renunciamiento una vida terrenal plena y libre de culpas y castigos. Una sociedad nueva, con leyes nuevas, para una vida nueva y con un líder nuevo y único: el propio Jim Jones.

Y le creyeron. A su manera, Jones fue un adelantado que intuyó la importancia que los postulados religiosos tendrían en la política y decidió meterse de lleno en ella a través de su secta. Era un tipo con ambiciones. Llegó a ocupar un cargo público no electivo en San Francisco y, entre sus papeles hallados tras su muerte había varias cartas de senadores demócratas y hasta del alcalde de San Francisco, George Mosconi, más una carta autógrafa de Rosalyn Carter, esposa del entonces presidente de Estados Unidos, James Carter.

Bajo los cuerpos de muchos
Bajo los cuerpos de muchos adultos que se suicidaron con cianuro se encontraban los niños asesinados previamente (Getty Images)

Sus ambiciones políticas quedaron truncadas cuando, en septiembre de 1977, catorce meses antes del suicidio masivo en Guyana, una investigación de la revista “New West”, de California, acusó a Jones de torturas físicas y morales a sus seguidores, de impulsar y participar de orgías y de manejar “hitlerianamente” a las personas. El Templo del Pueblo quedó a merced de las investigaciones judiciales y en el ojo de la prensa. Jones renunció entonces a su cargo y con su mujer, Marceline, sus hijos, uno natural, Stephan Gandhi, y varios adoptados, decidió irse a Guyana.

A Jones lo siguieron en su entusiasta utopía una gran cantidad de fieles que, en pocos meses, quedaron desencantados con esa jungla densa, espesa, poblada de insectos y de reptiles, hostil y misteriosa, que rodeaba a la flamante Jonestown: la lógica más elemental les decía que la reencarnación no podía ser tan adversa. Muchos de los fieles iniciales regresaron en poco tiempo a San Francisco; junto al reverendo quedaron poco más de mil. ¿Cómo y de qué iba a vivir ese mundo nuevo? De la colonia agrícola a montar por Jones, del cultivo y consumo de frutas y verduras y de la cría de cerdos y gallinas. Jones podía estar enredado en los tenues hilos entretejidos entre su visión de Dios, los postulados de Marx y la China de Mao, pero no era estúpido: en sus manos estaba el manejo del enorme caudal financiero y económico de la secta que exigía a sus seguidores tres juramentos: tenían prohibido desertar, debían despojarse de todos sus bienes materiales y entregarlos al Templo del Pueblo y, tercero, debían estar dispuestos a morir envenenados cuando el líder lo ordenara.

Una de las prácticas de la secta en Jonestown, destinada a ratificar, probar y reforzar la lealtad hacia el líder, se llamaba “Noches Blancas”. Era otro invento de Jones. Una gran ceremonia al pie del tinglado que era escenario, altar de lo que fuere, tablado, púlpito, tribuna y retablo, culminaba, luego de un magro festejo musical, una ceremonia en la que Jones invitaba a los suyos a beber de un tonel de hierro refresco de uva que se suponía envenenado con cianuro. La gente lo bebía para descubrir luego que todo era un juego, una prueba, un desafío, un reto que sondeaba sus verdaderas intenciones y su grado de adhesión al jefe.

Una investigación mostró que
Una investigación mostró que Jim Jones torturaba psicológicamente a sus seguidores. Eso motivó que se radicara en Guyana con los integrantes de su secta

No era la única perversión que Jones ejercía contra sus acólitos. En Estados Unidos los rumores afirmaban que el reverendo se adueñaba de la vida de sus seguidores, retenía sus pasaportes y hasta sus medicinas en el caso de los mayores, lo mismo hacía con sus cheques de la seguridad social , amenazaba a las familias de los eventuales desertores, controlaba los llamados telefónicos, censuraba la correspondencia, manejaba un pequeño ejército armado que patrullaba el complejo e impulsaba la delación para evitar fugas y deserciones. Aquello estaba lejos de ser un paraíso. Los mismos rumores hablaban de un ya perceptible deterioro en la salud mental de Jones, de su adicción a las drogas y de sus mensajes públicos en los que se igualaba a Jesucristo y a Lenin.

Quien tenía información de primera sobre la secta era el congresista Ryan, que ahora yacía acribillado a balazos en el aeropuerto de Port Kaituma. Conocía a varios miembros de la secta que habían regresado a San Francisco, en especial a Deborah Clayton, hermana de Larry Clayton, una familia con tres generaciones la secta. Deborah había huido de Jonestown en mayo de 1978 y en Estados Unidos había firmado una declaración en la que afirmaba que la secta mantenía a más de mil personas en Guyana contra su voluntad. Ryan decidió investigar y el miércoles 15 de noviembre viajó a Georgetown y hacia su muerte con un par de asesores, tres periodistas y un equipo de la cadena de televisión NBC. El viernes 17 se largaron, sin aviso y en un pequeño avión, de Georgetown a Jonestown, para hablar con Jim Jones: los recibieron con alegres cantos religiosos y después, los mataron a balazos.

El gobierno guyanés también estaba ya desencantado con Jones y su utopía sacro-marxista. Entre quienes rodeaban al reverendo vivían algunos veteranos de Vietnam y la paranoia socialista alimentaba la hoguera de la desconfianza: ¿podía haber agentes de la CIA entre aquellos fanáticos? ¿Planeaba Estados Unidos clavar una pica en el socialismo de Guyana a través de Jones? ¿Estaba el reverendo inmerso en el tráfico de armas, como también afirmaban los rumores?

Leo Ryan, el legislador demócrata
Leo Ryan, el legislador demócrata por California que viajó a Guyana para desenmascarar a Jim Jones y encontró la muerte

En Jonestown, Ryan y los suyos fueron recibidos con un desayuno de trabajo al que no fue el reverendo y en el que entrevistaron a varios miembros de la secta. Jackie Speier una de las asesoras de Ryan, diría luego: “Eran casi todas mujeres jóvenes que dijeron vivir muy felices y que esperaban casarse con algún miembro de la secta”.

A la hora de la cena hubo un espectáculo musical, ahora sí presidido por Jones, que presentó a sus inesperados visitantes a un chico, John Víctor Stoen, de seis años, que era hijo de Grace y de Tim Stoen, ambos miembros de la secta. El matrimonio había desertado en medio de una batalla judicial por la tenencia del chico. Tim Stoen había firmado una declaración jurada en la que decía que el verdadero padre de John era Jim Jones, que era quien se lo había llevado a Guyana. Jones preguntó esa noche al pequeño si quería regresar a Estados Unidos junto a su madre, Grace. Y el chico dijo: “No”. Al día siguiente, estaba muerto.

La cena fue idílica hasta que uno de los miembros de la secta le pasó un papelito a uno de los periodistas que habían acompañado a Ryan; garabateado en el papel había un pedido de ayuda para abandonar aquel infierno. La asesora Speier recordó luego haber pensado: “Dios mío, lo que temíamos era verdad”. Ryan ofreció esa ayuda q quien quisiera marcharse y, en media hora, más de cuarenta personas habían pedido dejar la secta y aquel delirio llamado Jonestown. Ryan prometió alquilar un avión más grande y llevarlos a todos a la mañana siguiente de regreso a Estados Unidos. Y, en efecto, a la mañana siguiente, Ryan enfrentó a Jones y le dijo que planeaba irse con quienes quisieran acompañarlo. Speier recordó luego: “Todo estaba a punto de estallar. Salimos del complejo junto a esas personas y vi que la camisa del congresista estaba manchada de sangre: alguien había intentado cortarle el cuello con un cuchillo”.

En el pequeño aeropuerto de Port Kaituma y mientras los desertores y la comitiva de Ryan trepaba a los aviones alquilados, todos fueron baleados por la seguridad de Jones, que había llegado en pleno en un camión. Los primeros disparos, algunos hechos desde el interior de una de las aeronaves, perforaron las ruedas de los aviones para impedirles el despegue. El resto dio en el blanco que buscaban: Ryan, que fue desfigurado a balazos, los periodistas Harris y Brown, de la NBC, el fotógrafo Robinson y la desertora Patricia Parks, una de las primera en querer abandonar Jonestown. Con ellos murieron otros dmiembros de la secta y uno de los pilotos.

Con aquella masacre en Port Kaituma, con un congresista y un equipo de periodistas asesinados en la pista de aterrizaje y con cuatro decenas de desertores frustrados, Jones comprendió que su utopía había terminado, que la buena voluntad de Guyana estaba agotada y que su destino era la cárcel. Ese mismo sábado 18 ordenó el suicidio masivo de su comunidad. Todo quedó grabado en una cinta conocida hoy como “La cinta de la muerte”, recuperada por el FBI, que se metió en Guyana como si fuese su casa y requisó todo lo que pudo en Jonestown. En esa grabación se escucha a Jones decir a los suyos: “El congresista está muerto… El congresista está muerto y muchos de nuestros traidores están muertos. ¿Creen que nos van a permitir sobrevivir? No hay manera. No podemos sobrevivir. No vale la pena vivir así. Acabemos con esto ya. Terminemos con esta agonía”.

Larry Layton, el seguidor de
Larry Layton, el seguidor de Jim Jones acusado por matar al congresista Leo Ryan fue juzgado y encarcelado en los Estados Unidos por esa muerte (Photo by David Hume Kennerly/Getty Images)

Esa misma “Cinta de la Muerte”, capturada por el FBI revela que Jones dio instrucciones a los jefes de familia sobre cómo matar a sus hijos y, luego, a los ancianos; en muchos casos, los mayores usaron jeringas para obligar a sus hijos a beber el refresco envenenado. Los miembros de la secta escuchan esas instrucciones terribles en silencio y con suma atención;, luego aplauden. Algunos de los suicidas dejaron una carta que justificaba, o intentaba hacerlo, su decisión. Una estaba firmada por Annie Moore, que adoraba al reverendo Jones. “Su amor por los seres humanos fue insuperable y fueron muchos en los que él puso su amor y su confianza. Pero lo abandonaron y le escupieron la cara”. Moore rogaba porque su carta no cayera “en manos de una persona con mentalidad fascista” y dejaba por escrito el porqué de su decisión: “Morimos porque ustedes jamás nos dejarían vivir en paz”. Sobrevivieron sólo setenta y ocho miembros de la secta, algunos de ellos por puro azar. Hyacinth Thrash, una mujer afroamericana de 76 años, estaba cansada aquel sábado 18 de noviembre. Se acostó a dormir y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó, todos a su alrededor estaban muertos. Murió en 1995, a los 93 años.

¿Qué hizo Jim Jones? Es un misterio. O casi. Le salvó la vida a un miembro de la secta, Tim Carter, a quien le encomendó una tarea especial: llevar a la embajada soviética en Georgetown un maletín con trescientos mil dólares. Los investigadores presumieron luego que el reverendo tenía la esperanza de asilarse allí. Si fue así, Jones no pensaba morir junto a los suyos y alguien lo asesinó. Carter se internó en el complejo para buscar el maletín y, cuando regresó, encontró a su mujer, a su hijo, a su hermana, a sus dos sobrinos y a sus dos cuñados que agonizaban envenenados. Huyó a la selva. O al menos eso dijo al FBI.

No fue el único en huir a la espesura de la jungla. Muchos lo hicieron un poco antes de la orden de suicidio masivo e, incluso, ni bien el congresista Ryan llegó a Jonestown, la mañana del 17. Eso hizo Leslie Wagner Wilson, su hijo Jakari y un pequeño grupo de desertores de la secta. Ella y su hijo sobrevivieron, pero en Jonestown murieron su madre, sus dos hermanos y su cuñado, que era uno de los guardaespaldas de Jones. Los fugados fueron hallados días más tarde por el ejército guyanés.

Unos pocos de quienes lograron perderse en la selva lo hicieron con dinero, joyas y piedras preciosas que se acumulaban en Jonestown. Había mucho dinero en danza. No eran solo los trescientos mil dólares que Carter debió llevar a la embajada soviética, ese dinero cayó en manos de la policía guyanesa que se tomó cierto tiempo para devolverlo; en la cabaña de Jones las autoridades hallaron seiscientos treinta y cinco mil dólares, junto a dinero de Guyana por valor de otros veintidós mil dólares. También había una importante suma de dinero en cheques de la seguridad social americana, que los fieles entregaban a su líder. Con el tiempo, los investigadores descubrieron que Jones tenía depositados siete millones de dólares en cuentas de bancos extranjeros, que fueron bloqueadas. Había más dinero en otras cuentas extranjeras que Jones mantenía en secreto en una lista codificada que guardaba entre las páginas de su Biblia personal. Ese libro sagrado no apareció jamás.

Luego de los crímenes del
Luego de los crímenes del congresista Ryan, los periodistas que lo acompañaban y los seguidores que querían desertar, Jones se vio perdido y ordenó el suicidio masivo. Él murió por un disparo de arma de fuego, algo que no se aclaró. Se sospecha que quería huir y un guardia lo ultimó

Si el lector disculpa la referencia personal que sigue, me tocó cubrir esa tragedia como enviado especial de la revista “Gente”, que entonces dirigía “Chiche” Gelblung. Me tocó ver cosas que no quiero recordar, se me pegó el olor de la muerte que tampoco quiero recordar pero que me es imposible olvidar; vi cómo unos jovencísimos marines cargaban camiones con los cadáveres, envueltos todos en esas bolsas verdes que se usan en las guerras y rociados todos con un desinfectante que parecía inerme frente al calor intenso y a las lluvias repentinas y violentas. Dos helicópteros CH 53 los acercaban desde Jonestown al aeropuerto de Georgetown. Todos aquellos soldados cantaban y arrojaban los cadáveres como si fuesen bolsas de papas, excepto cuando uno de ellos aparecía con uno de esos paquetes en brazos, la lona verde doblada en sí misma: el cadáver de un chico. Entonces todo era silencio y ese cuerpo era colocado con sumo cuidado en un rincón de la caja del camión. Después, en seguida, todo recomenzaba: un concurso entre tres compañías a ver cuál era la más veloz, al ritmo de esos cánticos cuarteleros, sincopados y destinados a cobrar coraje. El hombre que estaba al mando, un sargento de apellido Medina, me vio la cara y susurró: “¿Qué puedo hacer? Si los dejo pensar, se matan ellos también”. El sargento hablaba al costado de unas pilas de ataúdes, tres de alto y dos de ancho, destinados a los muertos que ya habían sido identificados por quienes habían sobrevivido a la matanza o por los familiares que habían viajado desde Estados Unidos. Me explicó también el caos que había seguido a la masacre: “Los soldados guyaneses hicieron todo mal: escribieron el nombre y apellido de esa gente en una etiqueta, con una letra y un número coincidente con el de un ataúd, y las colgaron del pulgar del pie de cada víctima. En dos días, la selva, el calor, la humedad y la lluvia habían diluido la tinta, descascarado el papel manila de las etiquetas. Hubo que empezar de nuevo. Contaron los cadáveres sin tocarlos, sin moverlos, sin saber que, bajo el cuerpo de los adultos estaban los chicos, los bebés… Nunca supieron siquiera cuántos muertos había”.

Después me llevó a ver lo que él quería que viera: un ataúd lujoso, gris perla con una leyenda: “Rev. Jimmie Jones – 13 B”.

Con el correr de los días y los meses, los cadáveres sin identificar fueron a para a la base aérea de Dove, en Delaware, donde los forenses civiles y militares intentaron descifrar quién era quién por las huellas dactilares o lo que quedara de ellas. Cuatrocientos nueve cadáveres quedaron como NN y sin un lugar para ser enterrados, hasta que fueron aceptados por el Evergreen Cemetery de Oakland, que ofreció una tumba masiva: allí fueron sepultados el 11 de mayo de 1979, seis meses después de la masacre de Guyana.

En los dos principales hoteles del centro de Georgetown, el Pegasus y el Park Hotel, vivían los dos bandos sobrevivientes de la secta que se acusaban unos a otros de haberse alzado con una cantidad de dinero y joyas nunca cuantificada. También vivían allí los investigadores del FBI, los de Guyana, los oficiales de los marines y los periodistas. Asistíamos casi de modo irremediable a las acusaciones mutuas de los bandos en pugna y que daban cuenta de una antigua y feroz lucha interna, incluso hasta de grupos armados, en la que se suponía era la idílica sociedad de Jim Jones.

Alberto Amato, el periodista que
Alberto Amato, el periodista que escribió estas líneas, estuvo en Guyana y los Estados Unidos en 1978 investigando el suicidio masivo. Aquí, con dos ex miembros de la secta El Pueblo de Dios (gentileza Alberto Amato)

Uno de esos grupos respondía a Dale Parks, que había intentado desertar con el congresista Ryan y casi muere asesinado en Port Kaituma, donde mataron a su madre, Patricia, de un balazo en la nuca. Dale tenía entonces veintisiete años. Su padre, Gerald, murió el año pasado. El otro bando estaba encabezado por Carter, el del maletín con los trescientos mil dólares, que entonces tenía treinta años y que había perdido a toda su familia. El 25 de noviembre los dos grupos pidieron que fuesen ubicados en hoteles separados: todos estaban bajo arresto y custodiados, aunque tenían libre tránsito en las instalaciones del Pegasus y del Park Hotel, donde eran interrogados por las autoridades de Guyana y por el FBI: hablaban entre sí con el lenguaje de la secta: medias palabras, frases empezadas que no terminaban, cabeceos, miradas: en aquella gente nada era lo que parecía y todo tenía más significado que el que aparentaba.

Entrevisté a Tracy Lee Parks, hija Dale, hermana de Tim y nieta de Patricia Parks, asesinada en Port Kaituma. También la muchachita, delgada y con ojos de hielo, había intentado escapar de la secta junto a su familia y al congresista Ryan: “Yo estaba en el avión, pero no en el del diputado, sino en el avión más chico. Entonces ese hombre empezó a disparar. Escapé como pude y mi hermana Brenda me llevó hacia la selva. Estuvimos tres días sin comer nada. En los siete meses y medio que estuvimos en Jonestown estuve en una Noche Blanca, creo. O en dos. A veces había que tomar refresco a ver si nos moríamos. A veces teníamos que votar si nos mataríamos. Yo votaba que sí, pero nunca lo hubiera hecho”.

Cuando Tracy Lee habló de “ese hombre empezó a disparar”, se refería a Larry Layton. Era un fiel seguidor de Jim Jones y se metió en la comitiva del congresista Ryan para asesinarlo. Pero fue a parar a otro de los aviones, desde donde empezó el tiroteo que siguieron los secuaces de Jones desde el borde de la pista de aterrizaje. Es probable que los disparos de Layton hayan asesinado al piloto del avión y a Patricia Parks. Era un tipo bajo, rubio, vestido con ropas claras y la camisa siempre abierta sobre el pecho, que fue detenido por la policía de Guyana y era el más vigilado en el Park Hotel. Fue la única persona juzgada en Estados Unidos y condenada a prisión perpetua por las muertes en Guyana, acusado de conspirar para asesinar al congresista Leo Ryan. Pasó veintisiete años en la cárcel y fue liberado bajo palabra en 2002.

Los ataúdes en Georgetown, la
Los ataúdes en Georgetown, la capital de Guyana (Gentileza de Alberto Amato)

El 27 de noviembre viajé desde Guyana a San Francisco para entrevistar a lo que quedara del Templo del Pueblo. No quedaba nada. En el edificio central de la secta, en el 1859 del Geary Boulevard, había que tocar timbre armado de mucha paciencia: nadie quería explicar qué había pasado en Guyana y muchos tampoco hallaban explicación. Para sus fieles, contritos y desalentados, Jim Jones era poco menos que un santo, un hombre que de verdad había visto a Dios y que pregonaba Su mensaje. Lo decían con lágrimas sinceras en sus rostros demudados: no podían descifrar ni cómo había sido en realidad el hombre en el que habían confiado, ni por qué tantos fieles, muchos de ellos eran sus parientes cercanos, le habían entregado sus vidas. La parte trasera del edificio, un espacio amplio de casi cien metros de largo, por veinte de ancho, enrejado y custodiado, cobijaba varios autos entregados por sus seguidores a la secta y una veintena de contenedores con los objetos de valor de los que también se habían desprendido.

Del Templo del Pueblo ya no queda nada. La comunidad entró en bancarrota en 1979 y se disolvió. Si alguien tenía que rendir cuentas, había muerto en Guyana. El hijo de Jim Jones, Stephan Gandhi Jones, y sus hermanos adoptados intentaron mantenerse cercanos con el paso de los años. Stephan tiene hoy sesenta y cuatro años, está casado y es padre de tres hijos. Tenía 19 años cuando la masacre de Guyana y vivía en Jonestown como jugador del equipo local de básquet. Se dedicó a los negocios en el norte de California. Participó en tres documentales: “La verdadera historia, (2002)”; “El abogado del pueblo – La vida y la época de Charles Garry”, (2007); y “Jonestown: las mujeres detrás de la masacre” (2018)”.

De aquel edificio de la secta, en el Geary Boulevard de San Francisco, tampoco queda nada: fue destruido el 17 de octubre de 1989 a las 17.04 por el terremoto de Loma Prieta que duró quince segundos, mató a 63 personas y dejó a otras doce mil sin hogar.

Lo que ahora funciona allí es una oficina de correos.

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