Su íntima amiga, Marina Dodero, lo contó en Mi vida con Christina Onassis (2014), el libro sobre la historia de esa amistad con la mujer más rica del mundo que escribió junto al periodista Rodolfo Vera Calderón. Fue ella quien la encontró muerta –como dormida– en la bañera de su casa del exclusivo country Tortugas en la mañana del 19 de noviembre de 1988. Tenía apenas 37 años.
Las portadas de las revistas de actualidad nacional que adoraban leer juntas se ocuparon entonces y durante semanas de la tragedia de la heredera del magnate naviero griego Aristóteles Onassis: sus amores fallidos, su cuerpo y sus complejos, sus hábitos y consumos más problemáticos, los consumos de la dueña de una fortuna de US$3.000 millones; la moraleja cómoda de que los ricos (y los muy ricos, los inimaginablemente ricos) también sufren y sobre todo las mujeres. El mundo miraba con estupor el drama de la millonaria triste que había muerto justo en el momento en que encontró un hombre que la quería en serio. ¿O acaso se había suicidado?
Esa fue la primera hipótesis de la investigación: Christina había sufrido trastornos de conducta alimentaria toda su vida y una depresión asociada que la hacía depender de medicación fuerte para la ansiedad, mezclada con anorexígenos de todo tipo y otra dosis de ansiolíticos para aplacar el efecto de las anfetaminas y la cafeína de las 24 botellitas diarias de Coca-Cola que su amiga Marina confió que tomaba: “¡Era una bomba de cafeína!”.
La autopsia de Onassis diría que la causa de la muerte había sido un edema pulmonar en un organismo de por sí minado. Pero el relato de su amiga despejaba dudas: en sus últimas horas, Christina parecía feliz, había hablado con su hija Athina que estaba en Suiza y había decidido casarse con el hermano de Dodero, Jorge Tchomlekdjoglou (Marina, también de origen griego, usa el apellido de su primer marido). Las imágenes en las revistas mostraban a la pareja en bucólicas caminatas por el jardín de la casa de Tortugas como prueba de su amor fatalmente truncado.
Christina y Marina se habían conocido a los 16 años en Punta del Este. Promediaban los 60 y la millonaria estaba hospedada en lo de la medio hermana de Ari, Meropi Konialidis, que fue quien pensó en presentarle a una chica de la comunidad greco argentina para que tuviera vínculo con alguien de su edad. Fueron amigas a primera vista, como hermanas, inseparables. Por dos décadas recorrieron el mundo, fueron confidentes y navegaron por el Mediterráneo a bordo del Christina, el yate más fastuoso del planeta, comprado por Onassis y bautizado así en honor a su única hija mujer.
Dodero fue la que intentó frenar su matrimonio con el advenedizo Thierry Roussel, del que luego se supo que tenía una relación paralela y un hijo apenas dos meses menor que Athina fruto de esa relación con la mujer que terminó criando a la heredera universal de la fortuna Onassis. “Le rogué que hiciera separación de bienes. Es cierto que le dije: ¡vámonos! Yo quería que se fugara. Pero lo amaba. Cuando me confesó que se casaba sin hacer ningún tipo de papel previo casi me desmayo. Era una locura y todos pensábamos igual”, contó Dodero el año pasado en una entrevista con Flavia Fernández para La Nación.
También había estado muy cerca de su amiga cuando en el lapso de dos años y medio, Christina perdió a toda su familia de sangre, y se convirtió desde entonces en lo más parecido a una familia para ella, su lugar seguro en el mundo. Alexander Onassis, su hermano mayor, murió en un accidente aeronáutico en 1973. Eso sumió a sus padres –que estaban separados desde los 60 (Christina había asistido en primera fila al largo romance entre Ari y María Callas y también al casamiento del magnate con Jackie Kennedy, a quien ella y su hermano resentían)– en una profunda tristeza. La madre, Tina Onassis Niarchos, murió de una aparente sobredosis de barbitúricos en 1974 (y le legó US$77 millones); apenas unos años antes la propia Christina había pasado por una situación similar por la que fue hospitalizada y diagnosticada con depresión clínica. El padre murió unos meses después que Tina, en marzo de 1975.
En esa época la heredera saldó las cuentas con Jackie (se dice que cerró un acuerdo por US$26 millones), renunció a su ciudadanía americana y decidió mantener sólo dos: la griega y la argentina. Había sido entrenada por su padre para dirigir su imperio naviero y se hizo cargo de la empresa con una disciplina que le costaba mantener en su vida privada. La prensa también se ocupó mientras estuvo viva de contarle los kilos, las costillas y los amantes, de construir el cuento de la princesa atormentada que terminó volviéndose cierto. A lo largo de todo eso, Marina siempre estuvo a su lado. Como un ancla, su persona favorita y de confianza.
Los maridos pasaron uno atrás de otro, pero la unión de las amigas sobrevivía a todo. Primero se casó con el desarrollador inmobiliario Joseph Bolker. Ella tenía 20 años y él era divorciado y tenía 47. Fue un escándalo intolerable para Ari que la presionó para que se divorciara nueve meses más tarde. Su segundo marido, Alexander Andreadis, era el heredero de una fortuna griega y naviera como ella y se casaron poco después de la muerte de Ari. Pero las similitudes entre ellos no alcanzaron y se separaron tras sólo 14 meses de matrimonio. El tercero era un agente marítimo ruso, Sergei Kauzov; se casaron en el 78 y el divorcio llegó en menos de un año. El cuarto, Roussel, con quien se casó en 1984, fue el peor: Athina era una beba cuando Christina descubrió que su marido tenía una familia paralela con la modelo sueca Marianne “Gaby” Landhage.
Marina estuvo entonces para consolarla y fue también ella la última que la vio con vida en la madrugada de aquel 19 de noviembre, después de compartir un asado en el que la vio “destemplada y con frío, aunque hacía un calor bárbaro”. Fue ella quien escuchó su última carcajada, cuando Christina pasó por su cuarto a saludarla y la encontró sin camisón. Solían compartir la cama porque a la millonaria le gustaba dormir acompañada, pero esa noche se fue sola a su cuarto y, para morbo de los medios, así fue como murió. Sola y en la bañera, sin que nadie pudiera hacer nada por su cuerpo hundido más que constatar que la hija dilecta de Aristóteles Onassis ya no estaba ahí.