Tenía rulos frondosos, tupidas las cejas y una verruga en el arco izquierdo de la pera. Medía 175 centímetros y su delgadez lo hacía espigado. Sus brazos eran alargados y flacos, su nariz lucía prominente. Personificaba, desde su rostro en desarrollo y sus extremidades en expansión, la versión de un púber en tránsito hacia la adultez. Se advertía un componente pueril en toda su fisonomía. Era un adolescente de quince años que empezaba a familiarizarse con su anatomía de hombre cuando una mañana de verano de 1986 se despertó solo en una cama estrecha con cabeceras de madera, con las sábanas manchadas de sangre, magullado, herido, con el rosario en su pecho. Se reía. No estaba dolorido. Hablaba raro, profería palabras incomprensibles. Parecía sereno, despreocupado y en paz a pesar de las lastimaduras.
No respondía a su nombre. Norma había repetido el ritual esa mañana: despertar a sus hijos abriéndole la puerta de la habitación. Que la luz ingresara al cuarto era la orden de que se levantaran. A Claudio le costaba menos desperezarse que a su hermano menor, y solía completar la tarea iniciada por su mamá mientras se vestía. Era la mañana del viernes 28 de febrero. En su casa de la calle 523, entre 167 y 168, de Melchor Romero, provincia de Buenos Aires, Silvio Mirasso se despertó bendecido. Claudio le vio los ojos desorbitados y el cuerpo paralizado. La sensatez le condujo a un pensamiento lógico: su hermano estaba haciéndole de nuevo una broma. No era la primera vez que lo hacía.
Silvio solía quedar como ido, desconectado. La distracción y el pasmo le duraba menos de un minuto. Nunca nadie le había dado importancia a ese apagón fugaz. Claudio insistió hasta que lo invadió el miedo y se fue corriendo a buscar a su mamá. Volvió con ella: Silvio estaba mirando al techo y decía palabras que nadie entendía. Norma lo destapó porque distinguió manchas extrañas. Silvio tenía cortes en el anverso y transverso de las manos, lastimaduras en la planta y el empeine de los pies, marcas en la frente, como las huellas de una corona de ramas. Parecían estigmas. Hablaba un idioma incomprensible. Pero a pesar de sus lesiones visibles, sonreía y lucía envuelto en un aura de inmunidad.
Claudio recordó automáticamente el extraño episodio del colectivo 61. Silvio tenía ocho años y él nueve. Iban los dos junto a su mamá sentados en los asientos traseros del ómnibus. En la estación de trenes había subido una señora mayor. El colectivo viajaba vacío. La mujer se dirigió hacia el fondo. “Lo vio a Silvio, se largó a llorar, se arrodilló y comenzó a besarle los pies a mi hermano que estaba en sandalias. Mientras hacía eso, todo el tiempo lloraba y repetía ‘señor, señor, gracias señor’”, recordó Claudio. Los embargó de inmediato el susto y el llanto. Norma le gritó “loca” a la anciana y le pidió al chofer que la expulsara. La señora se bajó llorando. Preguntaba con incredulidad y asombro cómo nadie se daba cuenta quién era ese niño. El suceso quedó sepultado como una anécdota risueña.
Esa mañana, Claudio corrió las siete cuadras que separaban su casa del hospital neuropsiquiátrico doctor Alejandro Korn, donde Juan Bautista, su papá, trabajaba como empleado en el lavadero. Algo pasaba con Silvio, que era catequista en la parroquia Inmaculada Concepción, ubicada en la calle 520 de Melchor Romero, frente a la Unidad Penitenciaria número 10 y lindera al centro de salud donde trabajaba su papá. Creían que se había vuelto loco. Doce días antes, el domingo 16 de febrero en la Basílica de Luján, Silvio confesó que había escuchado la voz de dios. Esa mañana de viernes, un mes antes de la semana santa de 1986, lo visitó un médico que no supo adivinar ni diagnosticar las razones de sus heridas y curas de la iglesia del barrio que interpretaron su lenguaje. “Nos dijeron que estaba hablando en hebreo y en latín”, le confió Claudio al periodista Eduardo Sansone.
Silvio volvió en sí para contarles lo que había pasado: afirmó que Jesús lo había visitado de madrugada y que a los pies de su cama le había encomendado una misión. Silvio debía ayudar a la gente: era un enviado divino con capacidad de sanación. Sus manos habían sido bendecidas con el don de la curación. Bautista se mantuvo agnóstico. Había priorizado la salud mental de su hijo antes de preocuparse por la presunta designación divina. El escepticismo le duró esa mañana y el resto de su vida. “Jamás aceptó ni creyó lo que mi hermano parecía estar destinado a hacer”, expresó Claudio.
El padre habló en enero de 2013 con el diario El Día: “No sabíamos qué hacer, primero llamamos a un médico que no supo qué decirnos. Para mis adentros yo pensaba: ‘Si está loco no está haciendo mal a nadie’, porque no estaba atacando, agitando, nada; ‘y si está haciendo alguna reacción de que le pasó algo dejémoslo a ver cómo va para adelante’, pensaba yo. Enseguida él nos contó que se despertó a la noche y Jesús había estado en los pies de su cama y le había dicho que le iba a suceder eso, y que él estaba para ayudar a la gente, que iba a ser como un hijo de Dios. Y hablaba medio inentendible por momentos. Al rato vinieron los curas y nos explicaron que no le entendíamos porque estaba hablando en hebreo. Y después cayó el periodismo de todos lados”.
Claudio relató que esa misma mañana, luego de regresar a su casa con su papá, ya había gente que hacía fila para tocar a su hermano. Resume ese día y los siguientes como “una locura”. Los testigos habían sido los familiares, el médico y los curas. El rumor de un joven de quince años que decía disponer del poder de la cura espiritual era un fenómeno demasiado grande y tentador como para mantenerlo en secreto. El hermetismo era indomable. El trascendido trascendió. Se filtró esa misma mañana. Lo que había pasado en la intimidad de su habitación había proliferado por Melchor Romero con la virulencia de una noticia santa. Silvio había incorporado, además, otros dos dotes místicos: el don de la lengua -la leyenda dice que hablaba idiomas que nunca había estudiado como italiano, griego, francés o latín- y el don de la videncia espiritual -las crónicas de entonces sugieren que Silvio podía percibir la fe cristiana en las personas-.
Los Mirasso vivían sobre la mano izquierda de la calle 523 al 7200, a mitad de la cuadra situada entre las arterias 167 y 168. Su hogar estaba ubicado en “el bajo Romero”. La avenida 520, la ruta provincial trece, dividía la comunidad al medio: era el ecuador que separaba el alto del bajo, la separación socioeconómica de la localidad. Los más pudientes vivían de la 520 para el norte. Los de menor poder adquisitivo lo hacían para el sur. De ese lado del mapa, las calles de tierra al sol y de barro a la lluvia conducían a casas bajas, a viviendas no terminadas, a casillas, a chozas, a senderos poco iluminados, a familias numerosas, a perros sin dueños.
La casa de Silvio tenía una reja en el frente: varillas de hierro con soldadura casera sostenida por tutores de maderas. Sobre un costado, la pared de una de las habitaciones decorada con una ventana también enrejada. El hogar fue centro de peregrinación. Se construyó una devoción alrededor del “Jesús de Romero”. “Se registró un cambio muy importante en el barrio. Estamos hablando de la calle 523 de Melchor Romero, un sector que no está en el casco histórico, sino donde había menos casas. Se podía ver a miles de personas, filas interminables con micros que venían de distintas provincias. Debe haber durado tres o cuatro meses el furor y después se fue calmando”, reconstruye Néstor Gutiérrez, presidente del Club Deportivo y Biblioteca Popular Romerense, historiador y periodista aficionado.
El bajo Romero se convirtió en un santuario a cielo abierto. Los peregrinos llegaban desde Córdoba, desde Catamarca, desde La Rioja. Carlos Almada atestigua que “venían micros desde Brasil y desde Paraguay para ver al ‘mesías’”. Había que administrar ese desmadre. La predisposición de Silvio era una orden divina: como enviado de dios, debía entregarse a la voluntad de sus fieles. Hacían ingresar a la gente de a uno o por grupo familiar. “Él le tomaba las manos al enfermo, o los alzaba si eran niños y ahí les decía algo que nadie entendía y luego les pedía que tuvieran fe. Eso era todo”, graficó su hermano.
“La calle 523 ya es, para muchos, una calle santa: algunos rezan, otros aguardan en las cercanías que se produzca algún ‘milagró’, mientras que los más pugnan por conocer algún nuevo detalle de ese muchacho que dice haber recibido en cuerpo y alma la presencia de Jesús”, describió el periódico platense El Día el primero de marzo de 1986. La manía había escalado hasta la categoría noticia. “Yo he recibido la visita de Jesús” y “Sé que en el mundo hay otros como yo” eran los títulos de la entrevista a Silvio, que los había recibido con una toga blanca. La crónica preguntaba: “¿Fenómeno social, imaginería popular o misticismo?”. La revista Gente realizó una cobertura especial: habló del polémico caso del “santito” de Melchor Romero con el título “¿Qué es esto?”.
Fue una conmoción, una revolución. El colectivo que circulaba por el barrio cambió su recorrido y estableció una parada especial en la esquina de la casa de Silvio. Los árboles de la cuadra quedaron pelados: los fieles se llevaban hasta las hojas creyendo que los había alcanzado el flujo de la bendición. La cerca de madera de su casa donde Silvio a veces se apoyaba para saludar a los seguidores perdió todas sus piezas. La tarima donde se subía para bendecir a la multitud también fue despedazada y hurtada. La gente se llevaba todo lo que él tocaba. Dormían en la calle, en carpas. Lo esperaban horas. Atrapaba a creyentes y a curiosos. Cada fin de semana se acercaban más de cinco mil personas, mitad peregrinos, mitad incrédulos que querían saber quién era y qué hacía ese joven que decía ser un elegido.
El mito cita a Reina Reech, a Cacho Castaña y a Dalma Salvadora Franco Cariolichi, alias Doña Tota, la mamá de Diego Armando Maradona, como parte de su público. La nota de El Día de 2013 recoge el testimonio de un pariente cercano que vivía a dos cuadras del santuario. Escudado en el anonimato, sintetizó la veneridad por Silvio con el lema “cada loco con su tema”. Era un Mirasso que pensó en cambiar su apellido y que recordaba con pesar que “su señora se la pasaba en su casa y ni me cocinaba”. Él nunca creyó nada. Su visión del caso es crítica: “De lo que doy fe es de que muchos comieron de su fama, por acá se llenó de negocios, restaurantes y otros locales que aprovecharon el boom”.
Surgió, pronto, el merchandising de Silvio Mirasso. Carlos Almada rememora el aprovechamiento que hizo el kiosco ubicado en la avenida 520, cerca de la esquina de la calle 168. “El único local abierto hasta tarde”, define. Su administrador, de apellido Mesa, sufría de gota y vivía dolorido. “Pero después de verlo, decía estar curado”, recuerda. El hombre, además de servirse de sus milagros, se había plegado al furor: vendía fotos, llaveros, estampas y souvenirs del “santito” de Romero. Su placebo tardó lo que el fervor demoró en diluirse. Cuando Silvio huyó y la peregrinación mermó, el dolor regresó a los pies de Mesa.
La distribución de los productos Mirasso no era su monopolio. “El barrio comercializó el producto a pequeña escala. Creo que todos compramos la historia del milagro y sus curas milagrosas, que se desvanecían al poco tiempo”, remarca. La familia -certifica Almada- comercializaba los “artículos originales”. “En la puerta de la casa venían todo tipo de elementos supuestamente tocados por él. Cosas, chucherías, ropas, todo facturaban. Había mucha gente desesperada, sufrida, que daba todo. Hasta le regalaron un auto”. Claudio, en cambio, cree que su hermano hizo el bien y que los testimonios se materializan en las muestras de agradecimiento que recibió: “Nadie te regala alhajas de oro, una pila de billetes o te ofrece una casa porque vos te crees dios”.
Carlos Almada elige una anécdota para graficar su perspectiva del caso Mirasso: “Un hombre con muletas fue recibido por Silvio. Él le pateó una muleta, le pateó la otra y el tipo se cayó al suelo y terminó con la nariz rota”. Asegura que el ayuno del que presumía -decía que podía sobrevivir gracias a su conexión celestial- era suplementado con yogur y huevos. “Una moda -identifica el hombre-, un espectáculo que fue propulsado por los medios. Pero se apagó rápido. Sus milagros nunca duraron mucho tiempo”.
No es un análisis homogéneo. No comparte su mirada Marta Villafañe, que en ese 1986 tenía 22 años y un inconveniente de salud. Es RH negativo: no le coagula la sangre. “En el hospital me sacaban sangre todo el tiempo, de la oreja, del pie, y siempre me tenían en estudio. Los coagulantes los tomaba porque cuando me lastimaba no paraba de sangrar. Por eso fue que mi mamá me metía en cualquier iglesia siempre”, narra. Transitó por las iglesias evangélicas, católicas, mormonas y fue hasta Testigo de Jehová.
Desembarcó en la historia de Silvio por los diarios y por la capilaridad del boca a boca. Sintió la necesidad de verlo. “Fui en un remis desde La Loma, vivía en las calles 21 y 34. Tenía una camisa escocesa. Había llovido y me acompañó mi novio que después fue mi marido. Había mucha gente de todas las religiones y mucho barro. La fila era muy larga y las expectativas de todos eran inmensas. Muchos fueron por la experiencia de estar ahí, otros para descubrir algo y otros por mera curiosidad. Detrás nuestro, unas señoras con rosario en mano estaban rezando”, precisa.
“Fue así como llegó mi turno. Mi novio se quedó afuera y yo entré a la habitación que parecía como tomada de una película de época. Me transportó en el tiempo y cuando lo vi me temblaron las piernas. Estuve parada frente a esa cama que muestran las fotos. Vino hacia mí, me miró y pronunció palabras que no entendí, pero que resonaron en mi interior porque mi emoción se hizo visible y empecé a llorar y a temblar”, confiesa. Perdió la noción del tiempo: no sabe cuánto tiempo estuvo. Lo vio colosal, aunque ella tuviese siete años más que él. “Cuando miré sus ojos y me habló -cuenta-, sentí dentro mío algo muy especial. Mi cuerpo empezó a temblar y sé que no era por la emoción”. Jura que no se trató de una experiencia emocional, sino de un discernimiento espiritual.
Cree en la verosimilitud de la divinidad de Silvio. Como lo creía María Luisa Mantero, nacida en Lisandro Olmos el 9 de agosto de 1944. La mujer había deseado toda su vida ser madre, se había puesto en pareja con Ángel Serrani a los 38 años, había perdido un embarazo de manera abrupta y estaba desahuciada. El estrés, la presión, la hipertensión, su propio estigma le había parido una desregulación psicológica: se le había retirado el ciclo menstrual. En febrero de 1986, ya con 42 años y un estado menopáusico, apeló a un último y desesperado recurso: caminar las diez cuadras que separaban su casa de la de Silvio Mirasso, el iluminado.
Ella era costurera. Su esposo era albañil y trabajaba de noche a noche. Fue con sus hermanas al encuentro. “Se acercó a través de un tejido que había y Silvio le dio la mano y le dijo que no se preocupara, que iba a quedar embarazada, que tuviera fe, que estuviese tranquila. En ese preciso momento empezó a sangrar, le volvió su menstruación. A la par del sangrado, se cayó, no sé si inconsciente o no”. El relato es transferido: lo pronuncia su único hijo. Nació nueve meses después, el 17 de noviembre de 1986 en el Instituto Médico Platense, ubicado en la intersección de las calles 1 y 51. Él no se había dejado ver en la ecografía. María Luisa quería que fuese una nena. Le iba a poner Silvia en honor a su sanador. Nació varón. Se llama Silvio Serrani, tiene 37 años y es maestro de quinto grado en el Colegio San Cayetano de La Plata y secretario de actas del Club Deportivo y Biblioteca Popular Romerense.
Fue un embarazo de riesgo. La mujer estuvo en reposo desde el quinto mes del embarazo. Él estuvo internado una semana en neonatología. El bautismo en agosto de 1987 tuvo como invitado estelar al responsable de su nombre: una fotografía eterniza la imagen de Silvio a upa de Silvio. Desde entonces vive en la misma casa en que se crió. Sabe que la historia del “santito de Romero” no guarda indiferencia en nadie. Lo evoca como parte del acervo del barrio: “Es un tema que si lo tiraras en la mesa, generarías polémica. Porque todos saben algo que el otro no. Y, obvio, está el que cree y el que no”.
En septiembre, Silvio Serrani visitó el hogar de Juan Bautista Mirasso. Los une un hilo invisible y la proximidad que tienen todos en Melchor Romero. Fue un martes a las siete y media de la tarde. Charlaron media hora. Él le explicó que no tiene ganas de recibir a periodistas: cree que la historia de su hijo está manoseada. No le gusta rememorar esos años. La vida de Silvio termina de manera abrupta. Juan está enojado con dios porque su hijo murió muy joven, a los 23 años.
A la devoción popular y la cobertura mediática le siguió una junta médica para evaluar el caso. Lo organizó la Catedral de La Plata: convocó a seis médicos del hospital neuropsiquiátrico, seis psicólogas y a tres sacerdotes, entre ellos el cura exorcista Carlos Alberto Mancuso y el hoy papa Jorge Mario Bergoglio. Mancuso contó que lo sentaron a Silvio en la punta de una mesa para hacerle preguntas del índole “¿de donde viene la locura?” o “¿es posible la curación sin medicina?”. Reveló que el joven mantuvo la cordura y la sensatez. Se rindió ante su divinidad. Hablaba, por entonces, de un “crucifijo viviente”. Después acomodó su descripción, conforme se debilitó la fama del sanador. Lo valoró como un episodio de “delirio mesiánico sin fundamentos” dado que no constató ningún milagro y lo calificó como un fenómeno social más que como un suceso religioso.
Juan Bautista rememoró -en la publicación del diario platense de hace una década- que el propio Bergoglio fue quien le sugirió a la familia que lo trasladaran a una iglesia alejada del barrio a efectos de estudiar mejor sus dones y para protegerlo del fervor popular. Aceptaron. Silvio se refugió en un retiro espiritual, se alejó de su obra, de su casa. “Mientras tanto, todos los días venían a mi casa mínimo cien personas y nosotros les decíamos ‘tengan paciencia, Silvio está bien, les manda saludos’”, acreditó. El paréntesis duró menos de un mes. Volvió a Melchor Romero para la semana santa de 1986.
Lo fueron a buscar en auto. Llegó al barrio en un micro. Era el último jueves de marzo: en el viernes santo saludaría a sus fieles. Las crónicas de la época hablan de una vigilia de tres mil personas. Descendió en la avenida 520 porque quería llegar caminando a su casa. Sus tíos y primos hicieron de guardaespaldas. Las hordas de fieles entorpecieron su paso. No era una visita del Papa pero parecía una procesión eclesiástica. Estaba vestido con una túnica blanca y sandalias, para contribuir a la asociación con Jesús.
“Salí Silvio que la gente va a entrar a casa y nos van a pasar por arriba”, le pidió su papá. “Yo en ese momento pensaba dos cosas -sopesó-: está loco, porque yo los conozco, trabajo con locos, o a este realmente lo tocaron con una varita mágica y está más allá, no puede ser que el tipo esté tan tranquilo, parecía que no le corría sangre por las venas”. Finalmente salió, se persignó y dijo que bendecía con la sanación a todos los presentes. La multitud quedó satisfecha. Dos horas después, nadie quedaba en las calles de tierra y barro del bajo Romero.
Intentó neutralizar los desmanes de su barrio. Profesionalizó las curaciones: se presentó en Burzaco, Grand Bourg, Brandsen, Florencio Varela. Una familia de gitanos quiso comprarlo por una cantidad inverosímil de dinero. Él -dice su padre- no aceptaba ninguna dádiva: pedía que donaran a la iglesia. El fenómeno Mirasso afectó la dinámica familiar: Norma y Juan Bautista se separaron. El entusiasmo de los medios se aplacó. La devoción de los peregrinos se diluyó. Silvio quería recuperar su adolescencia.
A los 18 años, cuando había vuelto al anonimato, se fue a vivir solo. Con su amigo Rubén Strak, de profesión psicólogo, montó un hogar para niños en Tolosa. En 1992, se mudaron a una casa más amplia, ubicada en la calle 122, entre las arterias 33 y 34: lo bautizaron Hogar de Niños Silvio Mirasso. Disponían de nueve voluntarios, albergaban cerca de cuarenta chicos y estaba segmentado por edad: el centro Pulgarcito hospedaba a niños de tres a cinco años y el centro chocolate cubría las necesidades de niños de seis a catorce. Los menores -huérfanos o abandonados- eran derivados por jueces de La Plata y el conurbano bonaerense.
Mirtha Mendoza Altamira era una de las colaboradoras. Conoció a Silvio a través de Rubén. Ya no era el “Jesús de Romero”, sino un adolescente que vivía solo, que iba a bailar a boliches porteños, que administraba un hogar de niños. “Silvio era muy dulce, muy cariñoso. Era una persona muy especial. Hacía sentir bien a los otros. Me escuchaba, me alentaba a estudiar. Tenía un cariño muy grande hacia él”, dijo la mujer que hoy tiene 67 años, dos hijos y vive aún en Ensenada.
Cuando lo conoció trabajaba en la cooperativa de consumo Hogar Obrero, como cajera de un supermercado que funcionaba en las inmediaciones de la zona de influencia de Silvio. Dijo que atendía un quiosco por Tolosa, que alquilaba una casa y que solía atender en un consultorio ubicado en el frente de su vivienda. “Nunca supe bien qué era lo que hacía. Pero la gente salía conforme. Era como si fuera un psicólogo, la idea era charlar y predicar”, razonó.
Sabía que ese adolescente encantador había sido ese Silvio Mirasso de quince años autodeclarado representante de dios en la Tierra, capaz de sanar con sus manos. Ella no le creyó y él respetaba su posición: nunca procuró convencerla ni evangelizarla. Ella le contaba sus enredos sentimentales. A él nunca se le conoció una novia. Cuando estuvo internado en el hospital Muñiz por una enfermedad que ella no recuerda, lo iba a visitar seguido. Él le regaló una carta. Mantuvieron un vínculo cercano hasta el final.
Silvio murió en abril de 1994: tenía 23 años y estaba internado en el sanatorio San Juan de Dios en La Plata. Su muerte está cubierta de un manto de misterio. La verdad de su desenlace parece adulterada. Sus íntimos difundieron un relato oficial: una pulmonía fulminante potenciada por problemas pulmonares y provocada por una lluvia que lo sorprendió en una remera de manga corta. Por lo bajo, circulan otras versiones más controversiales: suicidio, asesinato, hepatitis B y HIV, la más replicada por los vecinos del barrio.
Mirtha Mendoza Altamira asistió a su velatorio en Tolosa. Le sorprendió que el cajón estuviera cerrado. El dilema le dura hasta hoy. “Sinceramente nunca creí que se hubiera muerto. Había cosas que no me cerraban”, intuye. Reparó que el retiro espiritual en el que se había refugiado en 1986, en plena ebullición de su veneración, coincidió con la fecha calendario de su muerte: en la época de Pascuas. Tal vez -dice- se inventó ella una sospecha, alimentada por una frase que escuchó mientras lloraba sin consuelo: “Algún día Silvio se te va a aparecer”. No pasó.
Silvio murió hace casi treinta años. Antes de irse, dejó un último “milagro”. A su mamá Norma le soslayó que no se preocupara, que los problemas económicos se iban a solucionar. Ella estaba en pareja con Pascual Alberto “Lito” Rendani, un platense que cazaba pajaritos, que se había criado en la calle, que había cirujeado en su infancia, que trabajaba como sereno en el corralón del Ministerio de Economía bonaerense, que ganaba 400 pesos por mes y que a los 55 años apostó por el 1, el 29, el 2, el 5, el 8 y el 21 en una casa de quiniela. El 5 de junio de 1994 acertó los seis números de un superpozo del Loto que tenía catorce millones de pesos acumulados: la única boleta ganadora entre 8.700.000 jugadas. “Pascualoto”, así lo bautizaron, se hizo millonario de prepo.
Pagó vacaciones para toda su familia en Mar del Plata. Compró caballos de carrera. Levantó una mansión en Gonnet y construyó una capilla en el fondo de su casa. Pero había huido de su barrio porque cada vez que aparecía le pedían plata. Murió de un cáncer fulminante seis años después. Norma también falleció a comienzos de siglo. De Silvio, el “Jesús” de Romero, solo quedaba el recuerdo.