Cuando estrecharon sus manos, ya sabían no sólo quién era quien, cómo pensaba cada uno y qué pretendía cada país al que representaban cuando terminara, y el final era inminente, la Segunda Guerra Mundial. Así que se saludaron como cordiales enemigos, sobre todo Franklin Roosevelt, presidente de Estados Unidos, y el primer ministro británico Winston Churchill con el dictador soviético José Stalin, que encaraba en ese momento el esfuerzo de guerra más grande y sangriento contra la barbarie nazi.
Churchill sabía que su viejo imperio se resquebrajaba, Roosevelt sentía que Estados Unidos saldría de esa guerra como una nueva potencia mundial, enfrentada a la URSS, y Stalin se disponía a enfrentar a uno y a otro una vez hubiese ajustado cuentas con Adolfo Hitler. La Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, trazó su laberinto en la mañana del 28 de noviembre de 1943, cuando los tres grandes se reunieron en el edificio de la embajada soviética en Teherán para planificar la estrategia final de la guerra contra Alemania, la apertura de un segundo frente en Europa occidental, que llevaría al desembarco aliado en Normandía en 1944, y para decidir el destino de un mundo todavía en pañales.
Pudo no ser así. La Conferencia de los Tres Grandes en Teherán estuvo a punto de no celebrarse, el curso de la guerra, y de la historia, pudo haber sido diferente y Roosevelt tuvo mucha suerte de llegar con vida al encuentro. Días antes, el 14 de noviembre, el presidente americano, su secretario de Estado, Cordel Hull y parte de la plana mayor civil y militar que conducía la guerra, estuvo a punto de volar por los aires a bordo del USS Iowa que los acercaría a Teherán, torpedeado por otro barco estadounidense, el USS William D. Porter en uno de los episodios más extraños, menos conocidos y más disparatados de aquella guerra tremenda. Que un barco de guerra ataque a otro barco de guerra de su misma bandera, que además conduce al presidente del país y a sus más importantes figuras políticas y militares es bien extraño aún cuando, como en este caso, se haya tratado de un error y no de una operación de guerra.
El 12 de noviembre, el yate presidencial Potomac acercó a Roosevelt y a su comitiva al “Iowa” a la bahía de Chesapeake y a la desembocadura del río Potomac, que recorre Washington camino al mar. El “Iowa” se había convertido en el acorazado presidencial por excelencia: fue el primer barco de guarra con bañadera de la historia y el primero con ascensor que permitía el sube y baja entre las cubiertas. Todo para satisfacer las necesidades de Roosevelt, víctima de la polio cuando era ya un político consagrado. El buque presidencial -no había otra forma de cruzar el océano para los presidentes- sería escoltado por un convoy de naves destinadas a protegerlo de cualquier ataque alemán en aguas hostiles. Entre esos barcos escolta estaba el William D. Porter, que sería la nave de su desgracia. La gente de mar es supersticiosa y razones debe tener en serlo. El William D. Porter era un barco signado por la mala suerte. Un barco mufa, si se permite el sacrilegio, al que la marinería bravía y montaraz no se atrevía a mencionar por su nombre completo: lo llamaban “Willie Dee”.
“Willie Dee” era el tercer destructor de la escolta del “Iowa”, con Roosevelt a bordo, de un total de tres buques iguales, más dos portaaviones ligeros, que serían la flota de custodia del presidente estadounidense en su viaje a Mers el-Kebir, Argelia, primera etapa marítima del largo viaje a Teherán signado por el temor de un ataque submarino de los nazis.
La mala pata perseguía al “Willie Dee”. Ya en el inicio de su viaje, antes de reunirse con el resto de la pequeña flota de custodia y ni bien el comandante Wilfred Walter dio la orden, “Atrás, despacio” y el orgulloso destructor se puso en marcha, se oyó un estrépito de catástrofe que hizo presentir lo peor. Cuando Walter y su plana mayor se asomaron por la borda para evaluar daños, vieron que todo era nada. Nada para el destructor. El que lo había pasado peor era un mercante vecino al que, en el momento de zarpar hacia atrás y despacio, el ancla del “Willie Dee” le había arrancado barandas, balsas salvavidas, un bote de remos, los remos y otros bloques de madera, metal y vidrios.
No habían pasado veinticuatro horas cuando, ya unido a la flotilla custodia de Roosevelt y cuando navegaban por un área del océano conocida como Mar de los Sargazos que era un cementerio de barcos de todas las épocas, una gran explosión levantó una enorme columna de agua, como si un submarino nazi anduviera en la zona haciendo de las suyas. Se dispararon todas las alarmas, hubo zafarrancho de combate y todos los artilleros se ubicaron en sus puestos. Pero no era un submarino de Hitler: era el “Willie Dee” al que se le había soltado y caído al mar una de sus bombas de profundidad que debía haber tenido su seguro colocado y no lo tenía. El explosivo había detonado, como estaba mandado, a la profundidad indicada en los manuales y había desatado aquel aquelarre de defensa inmediata.
Dice la leyenda, pero nunca estuvo confirmado, que horas después una fuerte borrasca sacudió al “Iowa” y a su custodia, que una gran ola barrió la cubierta del “Willie Dee”, uno de sus marineros cayó al mar y nunca más se supo de él. Los rumores sobre la mala fortuna del destructor ya corrían por las torretas de artillería, los camarotes y los puentes de mando de los buques de la flotilla. También era posible que el “Willie Dee” estuviese al mando de unos chambones incapaces de hacer la O con un canuto, con todo respeto por el comandante Walter y su gente. Algo de eso debe haber habido porque el jefe de la escuadra, almirante Ernest King mandó llamar al comandante Walter al “Iowa”, con lo riesgoso que tiene el trasbordo de una persona entre buque y buque en alta mar, cuando lo tuvo delante le sacudió un poco el polvo de las charreteras, lo puso un poco verde y le dijo que se pusiera las pilas, hombre, que el mar no perdona.
En medio de ese clima y cuando todo indicaba que lo mejor era mantenerse en calma y no innovar, digamos, a los jefes militares se les ocurrió hacer un ejercicio de combate, todo simulado, para que Roosevelt se enterara qué tan bien custodiado estaba. No era una gran idea, pero el mar tiene sus leyes. El ejercicio consistía en aceitar las defensas antiaéreas del “Iowa”, para lo que se iban a lanzar algunos globos meteorológicos que iban a servir de blanco para que los artilleros los destruyeran con prolijidad desde cubierta.
El presidente de Estados Unidos, en su silla de ruedas, fue colocado en cubierta, en un sitio de privilegio y para que no perdiera detalle. El ejercicio guardaba los estrictos códigos de seguridad de un enfrentamiento real: por ejemplo, el total silencio de radio entre los buques de la flota. Todo anduvo de maravillas, hasta que los vientos derivaron algunos globos a unos seis mil metros de distancia, cerca de donde el “Willie Dee” era testigo del ejercicio. Deseoso tal vez de contrarrestar los yerros de días anteriores y de ahuyentar, a ser posible, la mala fama de portador de mala suerte que acompañaba al barco a su mando, Walter ordenó zafarrancho de combate y que los artilleros del “Willie Dee” derribaran a los globos que servían de blanco del ejercicio. También hizo algo más: ordenó un simulacro de ataque con torpedos a naves enemigas. Un simulacro, como cifra su nombre, es eso: una imitación, un calco, una apariencia, una simulación, un disfraz.
En la sala de torpedos había dos marineros, Lawton Dawson y Tony Fazio, encargados no sólo de dispararlos, sino también de lo esencial en un simulacro: retirar de los proyectiles los detonadores de las cargas explosivas. Si no, el simulacro dejaba de ser lo que era. De manera que, cuando Walter diera la orden de disparar los torpedos, éstos, privados de su detonador, no saldrían de sus tubos, a la caza de algún enemigo. ¿Para qué tanta simulación? Porque durante un simulacro, los artilleros torpedistas elegían un blanco falso, cualquier buque cercano que les permitiera calcular velocidad de la nave blanco, velocidad del torpedo, distancia del blanco y resultado del lanzamiento. Dawson y Fazio eligieron como blanco el “Iowa”, con cuarenta y cinco mil toneladas de desplazamiento y con el presidente Roosevelt en su silla de ruedas apoltronado en la cubierta. Era un disparate. Pero era, también, un simulacro. ¿Qué podía salir mal?
Cuando el oficial de cubierta ordenó “Fuego el uno”, Dawson y Fazio dispararon el torpedo uno que no salió de su tubo. Hubo una pausa que, en la realidad, se hubiese invertido para comprobar rumbo y velocidad del torpedo disparado. Entonces llegó otra orden: “Fuego el dos” y, lo mismo, Dawson y Fazio dispararon el tubo dos y el torpedo se quedó en su sitio. Después de otro lapso prudencial, desde el puente de mando del “Willie Dee” ordenaron “Fuego el tres”, Dawson y Fazio dispararon el tubo tres y un fuerte chapoteo les dijo que, esta vez, el torpedo disparado había salido de su tubo y marchaba a toda velocidad contra el “Iowa” con Roosevelt a bordo.
El terror ganó a la oficialidad del “William D. Porter”. A más tardar en tres minutos, el torpedo alcanzaría su blanco y el pesado destructor presidencial se las iba a ver durísimas para esquivarlo. Había que avisar al “Iowa” la que se le avecinaba. Pero reinaba el silencio de radio y todo era estupor hasta que Walter rompió todos los códigos, pegó el grito de alerta y hasta reveló el nombre en código del “Iowa”: “¡Torpedo al agua! ¡”Lion”, caiga todo a estribor! ¡Emergencia! ¡Todo a estribor, “Lion”! ¡Caiga a estribor!”
Casi al mismo tiempo, como en una película de suspenso, los vigías del “Iowa” vieron la estela del proyectil acercarse veloz. También gritaron el alerta: “¡Torpedo por la amura de estribor! ¡No es un simulacro! ¡Torpedo por la amura de estribor!” En el acorazado presidencial sonaban las sirenas de alarma y los artilleros corrían a sus puestos de combate: la idea era disparar contra el torpedo para hacerlo estallar antes de que hiciera impacto en el buque, si había tiempo para eso. El “Iowa” inició entonces un brusco giro a la derecha, tanto que se inclinó hacia las olas, la silla de ruedas de Roosevelt empezó a deslizarse hacia la borda y su custodia tuvo que frenarla.
El “Iowa” giró a tiempo. Los artilleros no pudieron darle al torpedo, que estalló por fin en la estela que dejó el buque en su giro. Si algo sabemos en concreto de todo esto, es porque Roosevelt lo anotó en su diario con la frialdad de un tipo que habría de soportar los torpedos de Stalin en Teherán y en Yalta. El presidente escribió: “Lunes. Demostración de artillería. El Porter nos lanzó un torpedo por error. Lo vi. Falló por mil pies”. Eso fue todo. Mil pies son trescientos metros.
Si en el “Willie Dee” respiraron aliviados al ver estallar el torpedo lejos del blanco, ese alivio duró nada: de inmediato vieron cómo las grandes torres de artillería del “Iowa” giraban sus nueve cañones de cuarenta milímetros y apuntaban al destructor que había atacado al presidente. El comandante Walter envió por radio una brevísima aclaración: “Hemos sido nosotros”. El “William D. Porter”, el “Willie Dee” de la mala fortuna, fue separado de la flota de custodia de Roosevelt, muchachos, vuelvan a casa, y enviados de regreso a Bermudas. Al llegar, el comandante Walter y toda su tripulación, fueron arrestados y sometidos a un consejo de guerra. Fue la primera y única vez que sucedió algo así en la historia naval estadounidense, aunque los historiadores ponen en duda la versión porque no existen registros oficiales. Las investigaciones determinaron que todo había sido un gigantesco error, desatado por la falla de Dawson, secundado por Fazio, que no había retirado el detonador del torpedo tres. También el juicio estableció que los oficiales y marineros del “Willie Dee” eran novatos, bisoños, una palabra elegante para decir que alguien está verde, en maniobras navales. La furia cayó sobre el marinero Dawson, que tenía veintidós años: lo condenaron a catorce años de trabajos forzados, sentencia que Roosevelt anuló de inmediato y coronó con un perdón presidencial.
El comandante Walter siguió al frente del “William D. Porter” hasta el 30 de mayo de 1944. Se retiraría poco después como vicealmirante. El buque encaró la lucha contra Japón en el Pacífico Norte, ya al mando del comandante Charles M. Keyes, participó de la campaña por la recuperación de las Filipinas, fue una eficaz custodia de convoyes entre Leyte, Hollandia, Manos, Bougainville y Mindoro y tomó parte activa durante la invasión de Okinawa. Su fama de portador de mala suerte nunca lo abandonó. Y se hicieron muchas bromas siniestras sobre él. Cuando sus camaradas de armas se enteraban de su llegada a algún puerto, o cuando sus rutas marinas se cruzaban, los feroces mensajes de radio decían: “¡Alto el fuego! ¡No disparen! ¡Somos republicanos!”
El 10 de junio de 1945, mientras prestaba apoyo al radar frente a Okinawa, un avión kamikaze japonés se lanzó sobre el “William D. Porter” por estribor. La tripulación ya no era la inexperta de noviembre del 43: el kamikaze fue abatido, pero no destruido en el aire: se hundió en diagonal a diez metros del buque y su derrotero siguió hasta debajo de la quilla, donde estalló: El “William D. Porter” se alzó sobre la superficie por la fuerza de la explosión y quedó desfondado. Se hundió y su tripulación fue salvada entera: a lo largo de todas sus batallas, “Willie Dee” no perdió a uno solo de sus marineros, con excepción de aquel que en 1943 fue barrido de cubierta por la borrasca.
El “Iowa” se llenó de gloria en el Pacífico. Entró en la bahía de Tokio el 29 de agosto de 1945, como buque insignia del almirante William Halsey, jefe de la Tercera Flota del Pacífico, para ser testigo de la rendición de Japón, el 15 de agosto. Volvió a la guerra en Corea, en 1951 y operó en aguas surcoreanas. Fue reactivado en 1984 y recibió como huéspedes a dos presidentes de Estados Unidos: Ronald Reagan y George H. W. Bush en los años 80. En abril de 1989, una explosión en su torreta de artillería número dos, cuando estaba anclado cerca de Puerto Rico, mató a cuarenta y siete tripulantes y dejó heridos a un centenar. Fue desactivado en 1990. Hoy es un barco museo.
“Willie Dee”, el acorazado de la mala suerte, recibió cuatro estrellas de combate por sus servicios en la Segunda Guerra. En su hoja de servicios no estaban incluidos ni el monumental yerro que casi mata al presidente de Estados Unidos, ni la diligencia con la que su comandante hizo todo lo posible para lograr que Roosevelt no volara por el aire.
Así fue como los Tres Grandes se reunieron en Teherán y empezó el final de la Segunda Guerra Mundial.