Dos islas. Dos continentes. Dos potencias. Dos días distintos.
Una gran historia.
¿Sabía usted, lector, que en el momento adecuado del año, puede pasar caminando de Estados Unidos a Rusia? Eso sí, asuma que va a perder (o a ganar según hacia donde se dirija) un día.
Unos pocos esquimales, apenas un centenar. Rocas, nieve, hielo, las olas salvajes, el viento lastimando: un paisaje árido. Geografía de un milagro o de una excentricidad. De un viaje en el tiempo (sin necesidad de ningún DeLorean)
Las islas están casi pegadas. Las separan menos de cuatro kilómetros. Una pertenece a Estados Unidos; la otra, a Rusia. Los nombres oficiales varían según el idioma; por el momento, unifiquemos en Islas Diómedes, la Mayor y la Menor. Pero en realidad son: La Isla del Ayer y la Isla del Mañana.
Si la distancia espacial entre ellas es de 4 mil metros, la temporal es de un día.
Las islas Diómedes, enfrentadas a escasa distancia, están en el estrecho de Bering, entre el mar del mismo nombre y el mar de Chukchi. El primero que llegó al lugar fue el explorador Dezhnev en 1648. Pero nunca habló de estas islitas; ni siquiera se sabe si no se cruzó con ellas o tan sólo las consideró insignificantes, que ni siquiera valía la pena mencionarlas. El siguiente, en 1728, fue el mismísimo Vitus Jonassen Bering, lobo de mar danés a sueldo del zar de Rusia, quien finalmente terminó prestando el nombre a esa zona del mapa.
La conexión entre las dos islas se realiza en lancha, jet ski o helicóptero. Pero también, cuando el agua se congela por las temperaturas extremas, se puede pasar caminando sobre el hielo. Algunos para hacer más rápido, hacen el mismo recorrido pero en esquíes. Es decir, es el paso terrestre (temporal) entre Estados Unidos y Rusia.
Las islas se utilizaron como gran límite. Entre ellos se creó un paredón simbólico que dividió dos mundos. Por un lado allí en ese espacio de 4 kilómetros se fijó el límite entre Estados Unidos y Rusia. Y, también por ahí, se hizo pasar la línea que separa –convencionalmente- los días, La Línea Internacional de cambio de fecha. Entonces entre una y otra hay 21 horas de diferencia, ya que se toma la hora de Alaska.
La Diómedes Mayor, la más cercana a la península de Chukokta, quedó para Rusia; la otra, más pequeña y previsiblemente llamada Menor, para Estados Unidos, vecina de Alaska. La división se realizó cuando el zar acosado por deudas vendió a Estados Unidos el territorio de Alaska.
En 1948, las autoridades soviéticas mandaron a buscar a todos los pobladores de su isla a la que ellos llamaban Gvózdev. Los subieron a un barco y después de varias escalas en transportes varios (a esos medios de locomoción sólo los hermanaba la precariedad y la incomodidad) los depositaron en Siberia. Tardaron más de cuarenta años en volver a su lugar de origen. Su crimen había sido vivir cerca de territorio norteamericano: en el Kremlin temían que la vida occidental los sedujera y defeccionaran.
En la actualidad la Diómedes Mayor, la rusa, se encuentra deshabitada y aloja una pequeña base militar. Del lado norteamericano sólo vive un centenar de personas. Esquimales, que muchas veces extrañan a sus vecinos de la isla de enfrente no sólo por la soledad y el aislamiento, sino porque varios pertenecían a las mismas familias. Se dedican a la pesca del salmón y del cangrejo rojo real, un marisco de moda en los lugares más exclusivos y uno de los más caros del mundo. También cazan osos, focas y morsas, la fauna del lugar.
De todas maneras, el gran episodio del Guerra Fría –en este caso, por la geografía, la guerra era más fría que nunca- en el que estuvieron involucradas las Diómedes no fue la del exilio forzado de los habitantes de la Mayor.
Lo provocó una chica de 30 años, obstinada y entrenada. Lynne Cox quería batir un récord, superar un reto personal, de esos que no tienen demasiada utilidad, que sólo sirven para desafiar nuestros propios límites, para aquietar nuestras obsesiones, para obedecer a nuestras voces internas: es decir, los retos verdaderamente importantes.
Lynne se propuso cruzar a nado la distancia que separa las islas. Debía afrontar el agua helada y la tensión caliente de la disputa entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Si en Europa, para hablar de la división entre las naciones del lado occidental y de las que estaban bajo el influjo comunista se hablaba de la Cortina de Hierro, la de las Diómedes, la que Lynne Cox se propuso traspasar, era la Cortina de Hielo.
Lynne era nadadora de aguas abiertas. Había recorrido y atravesado mares en todo el mundo. Del Canal de la Mancha al Estrecho de Magallanes. Pero esta era su cuenta pendiente. La idea se le había ocurrido más de una década antes. Pero los intereses políticos se interpusieron. Ninguna de las dos grandes potencias mundiales estaba interesada en modificar el statu quo. El Kremlin le prohibió año a año, con metódica obcecación, el permiso para internarse en sus aguas. Hasta que en 1987, ya con 30 años y temiendo que su cuerpo en unos años más no respondiera, Lynne se decidió a hacerlo por su cuenta, sin esperar la autorización.
Llegó con unos días de anticipación a la Diómedes Menor, la de Estados Unidos, para aclimatarse. En la zona, cualquier forastero llama la atención. Mucho más una chica joven que no tiene aspecto de esquimal y que todos los días se prepara para saltar al agua helada.
La Unión Soviética se puso en alerta. Movilizó dos barcos a la zona, como maniobra de disuasión por si a alguien se le ocurría hacer algo extraño. La Guerra Fría fue la era de las sospechas, los años en los que un gesto mal interpretado, un mensaje errado, podía hacer a alguien apretar el temido Botón Rojo. O al menos esa era la sensación que sobrevolaba.
Al ver el arribo de los dos buques de guerra del enemigo, los esquimales norteamericanos avisaron de los movimientos a la Guardia Nacional de su país. Estados Unidos envió aviones de guerra a la zona para patrullar desde el aire; para vigilar y para amedrentar. La Unión Soviética se puso de nuevo en guardia y respondió: sus aviones también fueron hacia el Estrecho de Bering. Las dos súper potencias movilizaban naves hacia allí pero nadie entendía demasiado por qué.
Todo eso hizo que la prensa se enterara e informara de la situación. ¿habría un conflicto bélico? Gorbachov enterado de las intenciones de la chica de nadar los 4 kilómetros que separan las dos islas, los dos países, dio su autorización para que el cruce se llevara a cabo. Y logró descomprimir la tensión.
Esa noticia, en la isla, tuvo consecuencias. Se desató un gran festejo porque significaba que se había vuelto a abrir la posibilidad de pasar al otro lado (y, claro, que no serían bombardeados) y que muchos de ellos podrían volver a ver a los familiares y amigos que habían quedado en la isla de enfrente antes del conflicto -aunque no sabían que ya estaban lejos de ahí, que faltaba para que algunos pocos regresaran.
Lynne Cox, ya sin que nadie creyera que iba a ser la responsable de desatar la Tercera Guerra Mundial, se lanzó al agua el 7 de agosto de 1987. Enfrentaba otro desafío. No sucumbir al frío extremo, que la hipotermia no la venciera.
Apenas tocó el agua, sintió como si un oso la abrazara y no la dejara respirar, hasta dudó de poder moverse, de dar una brazada. El frío la paralizó. Las partes de piel que tenía expuestas se volvieron de un color arratonado, un gris pálido que mostraba las dificultades de la respiración. Entre brazada y brazada, Lynne controlaba que sus brazos no se pusieran azules, ese era el límite. “En un primer momento no podía respirar. El frío era como un inmenso vampiro succionando el calor de mi cuerpo. Mis manos, grises, parecían las de un cadáver”, dijo.
A su alrededor, empezaron a parecer pequeñas embarcaciones. Eran soviéticos y norteamericanos, pescadores y periodistas, que la alentaban, que le pedían que no aflojara.
Cuando logró atravesar las aguas heladas, al llegar a la orilla de la otra isla, dos oficiales soviéticos la esperaban. Le dieron la mano para ayudarla a salir del agua y recibirla en su tierra. Después colocaron una manta alrededor de su cuerpo para que recuperara un poco de calor. Una doctora soviética la revisó para asegurarse de que se encontraba bien.
Pocos meses después, Gorbachov viajó a Estados Unidos para mantener una cumbre con Ronald Reagan. Firmaron un tratado sobre armas nucleares. Durante el brindis de la cena oficial, ambos líderes se acordaron de Lynne Cox y la elogiaron. El premier soviético dijo: “Ella con su coraje mostró lo cerca que viven nuestros dos pueblos”.
Lynne venció las tensiones de la Guerra Fría; consiguió una tregua fría.
Eso sí nadó rápído esos 4 kilómetros para que la hipotermia no la abrazara y la paraliza. Aun así llegó a la otra isla un día después.