A 100 años del Putsch de la Cervecería: el disparo de Hitler en el techo y el fracaso que cambió la historia

El 8 de noviembre de 1923, el líder nazi intentó acceder al poder de Alemania por la fuerza. Cómo fueron los preparativos. Y la figura con prestigio que buscó para validar su movimiento. El discurso de esa noche y los motivos de la rápida derrota

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 Adolf Hitler (1889 -
Adolf Hitler (1889 - 1945) y el General Erich Ludendorff (1865 - 1937), fueron los líderes del Putsch de la cervecería que significó la irrupción de Hitler en la vida pública alemana (Keystone/Getty Images)

Fue un fracaso absoluto. Lo que pretendía ser un golpe de estado contra las autoridades de la República de Weimar y la instalación de un gobierno nazi fue una asonada, una bravuconada que duró unas pocas horas, logró plegar pocas fuerzas a su movimiento y terminó con sus líderes en prisión. Hubo, además, 21 muertos.

Pero fue el fracaso más caro de la historia. Para su protagonista significó un triunfo a largo plazo. Y esa victoria posdatada fue una desgracia para la humanidad.

La irrupción de Hitler

100 años atrás, el 8 de noviembre de 1923, Adolf Hitler irrumpió en una gigantesca cervecería de Múnich para comenzar una revolución. No pudo lograrlo, ni siquiera estuvo cerca de hacerlo. Pero ese, el Putsch de la Cervecería, fue el comienzo de su vida pública, de un camino que no terminaría hasta que se convirtiera en el Führer y que intentara durante más de un lustro, a cualquier precio, conquistar el mundo.

Las cervecerías eran el lugar natural de reunión de los hombres alemanes. Hacia allí se dirigían después de la jornada laboral y los días de descanso. Eran salones inmensos con balcones en el primer piso que daban hacia la planta principal. Algunos tenían capacidad para 3.000 personas. Con el ímpetu que brindaban las (muchas) cervezas y con la furia y desesperación que provocaba la pésima situación económica alemana las discusiones políticas eran muy frecuentes. Tanto que las cervecerías se convirtieron en el gran foro de las discusiones ciudadanas. Eso derivó en que hasta se hicieran mitines políticos. No había mejor sitio techado para que los políticos expusieran sus ideas y lanzaran sus partidos. Allí encontraban público cautivo y entonado por las cervezas.

Una de las más grandes y populares de Múnich era una ubicada al sur de la ciudad, la BürgerBräukeller. Allí se iniciarían los hechos.

En medio de la severa crisis económica y de revueltas populares que provocaron conmoción pública durante semanas, a fines de septiembre de 1923 se declaró el estado de emergencia en la región de Baviera con la declaración de una especie de estado de sitio, la restricción de varios derechos y la militarización de la zona. Se nombró a Gustav Ritter von Kahr como comisionado estatal; su misión era la de restablecer el orden. Quedó al mando de la situación junto a otros dos hombres, con los que conformaba un triunvirato para resolver las grandes cuestiones. Ante estas medidas, Adolf Hitler, en ese entonces alguien que iba ganando espacio en el Partido Nacionalsocialista, anunció que haría, en las semanas siguientes, 14 reuniones públicas. La respuesta de von Kahr fue veloz: se prohibió la convocatoria a reuniones públicas.

Hitler y los máximos jerarcas
Hitler y los máximos jerarcas nazis marchan 14 años después en honor a los caídos durante esa jornada a los que convirtieron en los primeros mártires nazis (Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

Hitler estaba convencido de que estaban dadas las condiciones para tomar el gobierno, para provocar la revolución. Sólo había que crear la suficiente agitación social y conseguir una figura con prestigio, detrás de quien pudieran cobijarse, alguien con un pasado glorioso que terminara de convencer a los indecisos. Del resto se encargaría él y sus discursos enfáticos, algo ridículos, pero que tenían un alto poder de convicción.

Hitler sabía que solo no iba a poder. Buscó un personaje público que lo legitimara, alguien para utilizar como gran escudo de prestigio. Uno de los candidatos ideales era Erich Ludendorff, un general héroe de la Primera Guerra, responsable de las victorias en Lieja y Tannenberg, nacionalista recalcitrante y, después de la guerra, uno de los más convencidos defensores de la teoría de El cuchillo en la Espalda, que denunciaba la iniquidad y la traición que había significado para los alemanes el Tratado de Versalles.

Hitler estaba convencido y se lo decía a quien quisiera escuchar que sólo él podía cambiar el rumbo de Alemania, que sólo él y sus hombres, podían restaurar el honor perdido de la nación. Así que le urgía acceder el poder. Como era impensado que lo consiguiera por la vía democrática.

El plan de Hitler

Un año antes había tenido lugar la Marcha a Roma de Mussolini. Hitler se inspiró en ella, quiso copiar el modelo sin tener en cuenta que las circunstancias italianas eran muy diferentes. Pergeñó un plan que en su cabeza no tenía fisuras. Era inexpugnable pero sólo en su imaginación.

Crearía una fuerza de choque y empezaría su revolución desde la cervecería BürgerBräukeller. El plan incluía convencer a las nuevas autoridades de Múnich para que se plegasen a sus hombres, utilizar el prestigio (y su indignación) de Ludendorff y luego marchar a Berlín para tomar el control del país y comenzar un nuevo régimen.

Lo que no sabía Hitler era que von Kahr y los otros tenían sus propios planes de insurrección, su propia revuelta en marcha, sus propias ambiciones, y no aceptarían subsumirse a ese exaltado recién llegado.

La noche del 8 de noviembre, Hitler se dirigió a la cervecería. No iba solo. Marchó con 600 hombres armados que rodearon el local. Él ingresó con Linderdorff y otros 20 hombres; algunos de ellos serían famosos (infames) con el correr de los años: Rudolf Hess, Hermann Göering, Alfred Rosenberg.

Esa noche, en la cervecería había más de 2.000 personas. Se había anunciado un acto político. Los organizadores sortearon sin dificultad la prohibición dispuesta por el Comisionado de Múnich. La explicación: el orador era von Kahr, el mismo comisionado, quien además de intentar mantener las revueltas bajo control aspiraba a quedarse, junto a un pequeño grupo, con el poder total.

Esperó el momento exacto, justo cuando von Kahr empezaba su discurso. Entró con la dos decenas de adláteres pechando al público. Hitler comenzó a gritar consignas. Algunos lo miraban extrañado. No sabían quién era. Pensaron que se trataba de un loco. No se equivocaron. Todavía no era demasiado conocido fuera de ciertos círculos. Sólo los más politizados sabían de él.

Desde el púlpito se veían movimientos extraños, a la multitud cimbreando y se escuchaba un rumor creciente. El orador pensó que había alguna pelea de borrachos o un carterista.

Unas semanas después el General
Unas semanas después el General Ludendorff llegó a la tapa de la revista Time

Contra judíos y marxistas

El discurso alucinado de Hitler acusaba a políticos, judíos y marxistas de todas las desgracias de Alemania. Los soldados no habían sido derrotados en el campo de batalla, decía. Y gritaba ¡Traición! ¡Traición! cada dos frases. El país y su gente habían sido acuchillados por la espalda y él era el que venía a aportar la solución, a reparar las injusticias y, principalmente, a vengar las humillaciones.

Pero, excepto, los que estaban alrededor suyo, el resto no lo escuchaba. Algunos le gritaron para que se callara y dejara escuchar al orador principal. El futuro Führer, frustrado, sacó un arma de su bolsillo y disparó contra el techo.

Ahora sí había logrado captar la atención de los presentes. Se hizo espacio a su alrededor y quedó rodeado, resguardado, por sus hombres. Con voz finita y movimientos veloces, hiperquinéticos, retomó su discurso. Pero antes, para ser visto, debió pararse arriba de una silla. Desde allí, volvió a gritar: “Empezó la Revolución Popular. La cervecería está cercada por 600 de mis hombres. Nadie tiene permitido salir. El gobierno bávaro ha sido depuesto en este momento. Habrá uno nuevo bajo la guía del General Ludendorff”.

Muchos de los que estaban allí no entendían demasiado qué sucedía. ¿Era una broma? ¿Alguien que se había escapado de un psiquiátrico? ¿Estaban siendo testigos del nacimiento de una revolución? ¿Había pasado algo tan importante como la caída del gobierno desde que ellos habían entrado a tomar unas cervezas y a escuchar al político de turno y no se habían enterado?

von Kahr y los otros dos dirigentes que integraban el gobierno de Bavaria fueron llevados, encañonados, a una sala. Allí se les presentó un ultimátum: debían unirse a la revuelta, ponerse bajo las órdenes de Hitler y Ludendorff. Uno de ellos le recordó que la semana anterior, Hitler había prometido no hacer ningún intento por derrocarlo. von Kahr le dijo que era imposible apoyarlo, entre otras cosas, porque lo había sacado del estrado a punta de pistola delante de 3.000 personas.

Veteranos del levantamiento ya convertidos
Veteranos del levantamiento ya convertidos en jerarcas nazis en una de las celebraciones del frustrado intento de golpe de estado (Photo by FPG/Hulton Archive/Getty Images)

Hitler dejó a los tres encerrados, le pidió a sus hombres que los disuadieran, y volvió al salón principal. Subió al estrado y desde allí habló ante la multitud. Gritó, gesticuló, habló con tremenda intensidad. Y en la sala se produjo un cambio rotundo. Los que se habían reído minutos antes, los que creyeron que era un delirante, fueron convencidos. Una suerte de conjuro. Muchos años después, Karl von Mueller, un doctor en historia y académico laureado, contó que esa noche era uno de los jóvenes que se encontraba entre el público: “Nunca en mi vida un cambio tan súbito en el ánimo de una multitud. Fue cuestión de minutos, tal vez de segundos. Los dio vuelta como una media, con unas pocas frases. Pareció un truco de magia”.

Primero hubo aplausos, que luego se convirtieron en una ovación. “No nos mueve la ambición personal. Sólo un deseo ardiente de cambiar las cosas, de ayudar a que Alemania recupere su grandeza”, dijo. Y concluyó: “Una última cosa: hoy empieza la verdadera revolución alemana. De no ser así, estaremos todos muertos para el amanecer de mañana”.

Después habló Linderdoff quien había quedado a cargo de los tres máximos dirigentes de Baviera que seguían encerrados en un estrecho cuarto de la cervecería. Hitler salió a las calles para controlar los movimientos de sus hombres.

Pero el viejo general cometió un pecado imperdonable. Liberó a los tres hombres bajo la promesa de que se sumarían al movimiento revolucionario, creyendo que sus glorias pasadas, su aura de gran hombre de armas los había hecho cambiar de opinión. Pero apenas salieron alertaron a la policía y a los regimientos leales.

Tras la guerra, la cervecería
Tras la guerra, la cervecería se transformó en un lugar de esparcimiento para los soldados aliados. Antes había sufrido bombardeos y el atentado de elser contra Hitler. Hoy es un moderno centro cultural, sala de conciertos y hasta hay un hotel de la cadena Hilton (Photo by Fred Ramage/Keystone/Hulton Archive/Getty Images).

Golpe fallido

Ernst Rohm encabezaba un batallón de varios cientos de rebeldes. Esperaba noticias en otra cervecería. Cuando le dijeron que la revolución había empezado, se puso en marcha. Cuando quiso tomar su primer objetivo fue repelido. Después se juntó con Hitler y el resto de sus fuerzas. Eran alrededor de 2.000 hombres que intentaban llegar hasta la sede de gobierno de Múnich. Hubo enfrentamientos. Corridas, disparos, detonaciones. Las inmediaciones se comenzaron a llenar de curiosos que querían saber qué era lo que estaba sucediendo. De pronto, las bajas. 16 simpatizantes nazis, 4 policías y uno de los espectadores que comprobó en carne propia que no se trataba de un show. Uno de ellos fue Max Ervin von Scheubner-Richter quien al momento de recibir el disparo iba tomado del brazo de Hitler, quien cayó al suelo arrastrado por el peso del otro. Uno de los heridos fue Göering; se dijo que esa herida -y su dolor crónico- fue la causante de su posterior adicción a las drogas.

Los rebeldes no sabían bien qué hacer. Linderdoff reunió a los hombres que pudo y ordenó marchar. Pero nadie sabía hacia dónde. Cuando amaneció, el 9 de noviembre, el golpe parecía sofocado. La policía fue deteniendo sin demasiado esfuerzo a los cabecillas. Al único que dejaron en libertad fue a Linderdoff, en honor a su pasado glorioso. Al general eso no le gustó: le pareció un gesto condescendiente, que degradaba su coraje y eso lo enfureció. Hitler había logrado escapar. Se refugió en la casa de un amigo. Pero la fuga duró menos de 48 horas. Fue ubicado y atrapado por orden del comisionado von Kahr.

El juicio se hizo al año siguiente. Concitó la atención de la prensa. Se especulaba que por la sedición y la muerte de los cuatro policías a Hitler le podía caber hasta la pena de muerte. Utilizó su intervención en el proceso judicial y la presencia de los periodistas para lanzar sus proclamas políticas. Su oratoria recargada por primera vez no logró convencer (del todo) a su auditorio. Los jueces fueron indulgentes. Se afirma que el presidente del jurado era un enfervorizado simpatizante nazi. En su resolución dijo que el acusado estaba equivocado pero que había actuado empujado por los fines más nobles, con idealismo. Le dieron cinco años de prisión. Pero sólo cumplió 9 meses antes de ser liberado.

Se sabe lo que siguió: en prisión escribió Mi Lucha y apenas quedó en libertad aprovechó la nueva fama para buscar engrosar la lista de sus adeptos. Las principales enseñanzas que tomó del Putsch de la Cervecería fueron dos. Por un lado, decidió intentar llegar al poder a través de los mecanismos democráticos y no por la fuerza. Por el otro, entendió que no debía retirarse, que en ese ambiente de caos e inestabilidad, se había creado una oportunidad para él. Vio que estaba más cerca de lo que él y, en especial, los demás creían.

Los 16 muertos entre sus simpatizantes se convirtieron en mártires del movimiento. Los primeros en ingresar en el santoral nazi. Su imagen fue explotada hasta el paroxismo por la propaganda estatal. Hitler les dedicó Mi Lucha y después, mientras estuvo en el poder, cada 9 de noviembre se lo recordaba. Y para el 9 de noviembre se solía reservar grandes sorpresas: la Noche de los Cristales Rotos y el atentado contra Hitler de Elser, entre otros. La BürgerBräukeller sufrió primero por esa bomba en 1939 y luego por los bombardeos aéreos aliados durante los siguientes años. después de la guerra fue utilizado como lugar de esparcimiento por los soldados norteamericanos. De todas maneras, luego de restauraciones y varios cambios de dueño, funcionó como cervecería hasta 1979. En la actualidad funciona el Gasteig, un centro cultural que alberga, entre otros, a la Orquesta Filarmónica de Múnich. Y también un hotel de la cadena Hilton.

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