Era una tarde de 1971. Leonard Bernstein en la dirección, la Filarmónica de Nueva York como respaldo, el Doble Concierto de Brahms en el escenario, Pinchas Zukerman en el violín y Jacqueline du Pré en el violoncello. La habían ido a ver a ella. Intentó abrir el estuche del Stradivarius de 1673 y el Davidov Stradivarius de 1712, que costaban un millón de libras inglesas cada uno, y un extraño estímulo recorrió sus extremidades. Percibió una vaga interrupción eléctrica, un vaho de desconexión, una desregulación nerviosa, una caída del sistema de órdenes neuronales. Sus dedos bailarines, los que la habían catapultado al calificativo prodigio, dejaron de sentir. Siguió: asumió que pudo haber sido una noche de ansiedad o cavilaciones. Tenía 26 años. Estaba en el pináculo de su carrera.
Siguió. Dos años después, lo que había interpretado como una manifestación de sus nervios escénicos, se materializó en un miedo cabal, en una imposibilidad real. Ocurrió el febrero de 1973, en Londres, en un homenaje a la partitura que la había elevado al altar de la música clásica: el concierto para violonchelo en mi menor, opus 85 de Edward Elgar que había interpretado en 1965 bajo la dirección de Sir John Barbirolli, con la Orquesta Sinfónica de Londres y para el sello EMI. En la recuperación -ocho años después- de la melodía sublime y magistral que reescribió para siempre los repertorios para chelos y que la había consagrado como una artista referencial, Jacqueline sintió mientras movía sus dedos -con la dicha de una paradoja- que su luz se apagaba. Zubin Mehta, director de la New Philharmonia Orchestra, compensó con su orquesta los sonidos que el violoncello apenas emitía.
Ella miraba con atención sus dedos deslizarse pesadamente por las cuerdas. Lo que antes fluía con magia, sin la verificación visual, ahora era un acto de esfuerzo y tensión. El diagnóstico confirmó sus sospechas más oscuras: esclerosis múltiple. Era el final de una hegemonía, el apagón de una estrella fulgurante. “Fue como si sus celestiales instrumentos fueran destrozados a golpes de martillo”, describió el periodista Alfredo Serra. Tuvo que retirarse. Tenía 28 años y la plenitud de una artista de época. Sus dedos ya no iban a ser sus dedos.
Había nacido en Oxford, Inglaterra, a los veintiséis días del enero de 1945, cuatro meses antes del fin de la Segunda Gran Guerra. Hermana de Hilary y de Piers, hija de un empleado contable y de una madre pianista amateur y profesora de piano. La leyenda narra que Jacqueline escuchó, a sus tres años, un programa de la BBC de Londres que presentaba instrumentos. Distinguió en el concierto el sonido hipnótico de las cuerdas frotadas de un violoncello. “Quiero tocar eso”, le dijo a su mamá, que se abocó a estimular la vena musical de sus hijos: el de Jacqueline en el venerable instrumento que la superaba en tamaño y el de Hilary en flauta traversa.
Era tímida y disciplinada. Tenía un talento sobrenatural, innato. Su madre advirtió rápidamente que su hija tenía unos dedos especiales. “Detecta que su hija tiene un talento superior. Abandona todo. Y se dedica casi exclusivamente a la formación de Jacqueline (casi exclusivamente porque también prestaba atención a los adelantos de Hilary en flauta traversa). Jacqueline brinda su primer concierto en la BBC a los 12 años”, detalla en una nota publicada en el suplemento Ñ de Clarín, Marcela Croce, doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, música aficionada y autora de El mito asediado, un ensayo biográfico sobre la violoncelista.
Jacqueline sacrificó su infancia. No tenía amigas, no jugaba, carecía de vida social, vivía en la burbuja que comprendía su casa y el conservatorio. Invertía su estudio en clases de música y sus ratos de ocio en clases de violoncello. Vivía en el corazón londinense pero tomó por primera vez un transporte público a los 17 años. Para entonces ya había ganado un concurso musical de nivel internacional, ya había recibido la medalla dorada de la Guildhall School, ya había tomado clases con Pau Casals en un máster impartido en Suiza siendo la participante más joven. Para entonces ya había debutado en el Wigmore Hall de Londres con un Stradivarius de 1673 que le había valido la crítica del diario The Times: “Hablar de ella como una promesa sería insultante. Tiene una maestría increíble para alguien tan joven”. Para entonces ya había interpretado el concierto para violoncello de Elgar en el Royal Festival Hall de Londres, ya había sido resumida por Neville Cardus, uno de los críticos de música más prestigiosos de Inglaterra, como “un cisne de inusual y efímera belleza”.
Se acumulaban los conciertos, los conservatorios, las becas, las distinciones, las ovaciones. Pasó de Pau Casals en Suiza a Paul Tortelier en París y a Mstislav Rostropóvich en Moscú. Este último dijo, al conocerla, que podía llegar más lejos que él: “De todos los violonchelistas que he conocido de esta generación, tú eres la más interesante”, le confesó. Su talento revestía una dicotomía: era una joven promisoria con una carátula de artista ya consagrada. Serra agregó: “Domina Handel, Brahms, Debussy, Falla, Bach, mientras triunfa en Edimburgo, Berlín, París, Nueva York: el límite es el cielo. (...) La caravana no se detiene. De Israel a Los Ángeles. Más de medio mundo. Sus instrumentos mágicos siguen siendo los dos cellos Stradivarius (el de 1673 y el de 1712), ambos regalos de su madrina, Ismela Holland. Pero en 1970 -muy poco antes de la catástrofe-, compra uno, moderno, construido por el fabricante de violines, hijo de Filadelfia, Sergio Peresson. Será el último”.
En esas giras y encuentros conoció a Daniel Barenboim, pianista y director de orquesta porteño, durante la navidad de 1966. Se casaron en Jerusalén el 24 de diciembre: tenía tan solo 22 años. En ese acto se convirtió al judaísmo para alimentar el enojo en el seno de su familia. Se transformaron en el matrimonio predilecto de la música clásica al punto de haber sido comparada con los míticos Robert y Clara Schumann. La industria de la música los declaró “la pareja de oro”, y muchos de sus trabajos juntos, “algunos de los mejores de su tiempo”. Integraron juntos un grupo de cinco con Itzhak Perlman, Zubin Mehta y Pinchas Zukerman. Se hicieron llamar, con la arrogancia, la ironía y la impunidad de la juventud, “la mafia musical judía”.
La enfermedad la atacó en 1973. La vista le pesaba, los dedos ya no la obedecían. Creyó que podía ser estrés o tal vez los nervios propios del escenario. “Tengo problemas para medir el peso del arco. Abrir el estuche del cello es muy difícil. Casi imposible. Como no tengo sensibilidad en los dedos, debo coordinar la digitación con la vista”, reconoció en una entrevista. El mal degenerativo la expulsó del violoncello. Dejó de tocar y de tener contacto con su vida, su mundo: padeció el derrumbe de su propia creación. Enfrentó ese mal con un espíritu impersonal. “Extrajo una serie de recursos que nadie esperaba que los tuviera. Ayudada también por cierta desinhibición que ‘facilitó’ la enfermedad, recursos de tipo humorístico, por ejemplo, era muy tímida. Así se da cuenta que no hay nadie que vaya a hacer algo por ella si no es ella misma. Y salió airosa, se puso a dar clases, empezó a enseñar, a mostrar cómo se usa un cello”, explicó Marcela Croce.
En el día diecinueve del octubre de 1987 cerró sus ojos en Londres, a los 42 años. Hay quienes abogan la teoría de que murió luego de haber recibido una inyección letal (lo expuso la actriz Miriam Margolyes en su libro This Much is True según el testimonio de la terapeuta Margaret Branch). Lo negó Daniel Barenboim y lo escuda el certificado de defunción, que apunta como causa de la muerte la “bronconeumonía y esclerosis múltiple”.
Catorce años antes de su adiós había cerrado el estuche de su violoncello. Durante doce años había hecho sonar ese gigantesco instrumento como nadie más. De ella se escribieron libros (sus hermanos publicaron Un genio en la familia”, adaptado para el cine en 1998 como Hilary and Jackie), se editaron reseñas biográficas, se filmaron documentales, se acumularon declaraciones. Como la de su amigo y director de cine musical Christopher Nupen, quien en diálogo con El País, dijo: “Su vigencia como artista no se ha detenido nunca y no ha parado de crecer desde su muerte. Fíjese que en una reciente encuesta de la televisión belga, vinculada al concurso de la Reina Elisabeth, Jackie fue elegida entre los tres violonchelistas más grandes de todos los tiempos, por delante de Casals y detrás de Rostropóvich”.
Queda el registro fílmico de su obra y el recuerdo de la agradable expresión en su rostro: la mirada en vuelo creativo, desorbitada y ensimismada, y una sonrisa que atestiguaba el disfrute. “Smiley”, de hecho, era como le decían sus íntimos.