Era una noche cerrada en Manhattan. La oscuridad penetraba en la costa más populosa de Nueva York. Crecía la madrugada del domingo 30 de julio de 1916. La Estatua de la Libertad, inaugurada el 28 de octubre de 1886 -diez años después del centenario de la independencia de los Estados Unidos-, custodiaba la mansa calma de la desembocadura del río Hudson y blandía desde su antorcha el único rasgo de luminiscencia. El monumento, un pesado regalo francés, había nacido con el nombre “La libertad iluminando al mundo”. Minutos antes de las dos de la mañana, lo que abrió luz en la tiniebla fue el brillo antinatural de una explosión. Y con la luz, el estruendo, cinco muertes, daños materiales millonarios, una antorcha estropeada, un atentado que, 107 años después, aún persiste en la consciencia.
El estallido en la noche neoyorquina tiene su génesis dos años antes del otro lado del Atlántico. El primer día de agosto de 1914 una guerra estalló en Europa, el epicentro económico, político y cultural del globo. El nacionalismo alemán y el imperio austrohúngaro rivalizaban contra las potencias de Francia, Gran Bretaña, Rusia e Italia en la vocación de sometimiento en el plano económico y colonial, en la sed de industrialización, en la conquista de una hegemonía dominante. El conflicto bélico se bautizó la Gran Guerra y luego se renombró Primera Guerra Mundial porque dos décadas después hubo una segunda y porque la exclusividad dejó de ser europea.
Hacia comienzos del siglo XX, Black Tom era una isla anclada en la bahía de Nueva York, en la confluencia de los ríos Hudson, Raritan y Arthur Kill, situada dentro de la demografía de Nueva Jersey. Tal vez su nombre perpetúa el recuerdo de un hombre legendario llamado Tom que había descubierto y habitado ese brazo de superficie que le ganaba territorio al agua. Una red ferroviaria, promovida por la voluntad comercial de la compañía Lehigh Valley Railroad, conectó la isla con el continente para que actuara como embarcadero de carga. El muelle medía más de un kilómetro y era explotado por la National Dock & Storage Company como depósito y almacenamiento.
Era, hacia 1916 y según constata la oficina de inteligencia de los Estados Unidos, el depósito de municiones más grande del país. “Black Tom era un punto de distribución de miles de toneladas de municiones, explosivos y pólvora negra que se enviaban a través del Atlántico a las fuerzas aliadas que luchaban en Europa. Grandes cantidades se almacenaban en barcazas amarradas a lo largo de un muelle de una milla de largo, una sola de las cuales contenía cincuenta toneladas de TNT y 25.000 detonadores”, especifica el documento.
La industria armamentística estadounidense había presumido del libre comercio hasta 1915, cuando sufrió el bloqueo de las potencias centrales: la comercialización de su producción había quedado restringida a los aliados. Esa parcialidad, no admitida a efectos oficiales dada la presunta neutralidad de Estados Unidos en la contienda, alimentó el resquemor. Black Tom tenía una falla de previsión: su potencialidad no estaba adecuadamente custodiada. El polvorín era un blanco fácil. Lo supo, un año antes, el capitán de la armada alemana y maestro de espías Franz von Rintelen, que se autodescribía como “el invasor oscuro”.
La referencia de la inteligencia estadounidense habla de él y su misión en Nueva York, donde recaló en abril de 1915: “Comenzó inmediatamente a desarrollar varios planes para frenar el flujo de municiones a través del Atlántico. Utilizando múltiples alias y los cientos de miles de dólares que le habían presupuestado, von Rintelen estableció compañías fachada, financió agentes germano-estadounidenses e incluso utilizó descaradamente la sala de máquinas del SS Friedrich der Grosse, uno de las docenas de barcos alemanes internados anclados en Puerto de Nueva York, como instalación para el desarrollo de artefactos explosivos”.
Su trabajo consistió en cranear la operación de sabotaje más grande de la guerra. Hizo el reconocimiento de la isla, vigiló el funcionamiento del depósito, estudió la dinámica de seguridad y reclutó a sus ejecutores: Michael Kristoff, un inmigrante austriaco de 23 años que sirvió brevemente en el ejército estadounidense; Kurt Jahnke, ex marine estadounidense convocado como agente por el cónsul general alemán en San Francisco; y Lothar Witzke, un joven teniente naval alemán nacido en Polonia que sobrevivió al hundimiento de su barco por la armada británica a finales de 1915.
Franz von Rintelen ya había sembrado su plan cuando la inteligencia naval británica interceptó el barco que lo transportaba a Países Bajos y al que había abordado con un pasaporte suizo falso. Su figura era de tal relevancia que la interrogación fue dictada por el jefe de inteligencia naval, el almirante William Reginald “Blinker” Hall. El espía alemán fue extraditado a Estados Unidos acusado de “conspirar para restringir el comercio exterior, conspirar para colocar bombas secretas en barcos y conspirar para atacar barcos”. Lo juzgaron, lo procesaron, lo declararon culpable y lo sentenciaron a cuatro años de prisión en la Penitenciaría Federal de Atlanta antes de que la operación que había orquestado estallara.
Witzke, Jahnke y Kristoff se encontraron por primera vez en junio de 1916. Su reclutador y jefe estaba preso. No lo necesitaban. Sabían lo que tenían que hacer: sabotear el depósito de municiones más grande de Estados Unidos para, como define un documento del Departamento del Interior, “evitar que se entregaran suministros a Gran Bretaña y Francia durante la Primera Guerra Mundial, dado que barcos, reservas de municiones y explosivos se encontraban en almacenes, vagones de ferrocarril y en barcazas pertenecientes al tren de Lehigh Valley”.
La tarde del sábado 29 de julio de 1916 se infiltraron en Black Tom: uno a pie, otros dos en un bote de remos. Cablearon las instalaciones con explosivos, desataron incendios en vagones hinchados de pólvora, activaron bombas retardadas y los dispositivos incendiarios. Huyeron del lugar. Minutos antes de las dos de la mañana del domingo 30 de julio, el brillo antinatural abrió luz en la tiniebla. Una explosión ensordecedora sacudió la pasividad de la noche: se zarandeó el puente de Brooklyn, se sacudieron los rascacielos ubicados en un radio de 40 kilómetros, el caos afectó Filadelfia y Baltimore, ciudades más lejanas, las ventanas de todo Manhattan se estrellaron en el piso. La gente evacuó los sitios de altura porque la zozobra pareció un terremoto. Tenían razón: los sismógrafos registraron una magnitud de 5,5 en la escala de Richter actual. La isla en sí desapareció bajo los escombros en la bahía neoyorquina.
“Dos millones de toneladas de material de guerra empaquetados en vagones de tren habían explotado en el patio del ferrocarril Black Tom en lo que ahora es parte del Liberty State Park”, dice un informe del FBI. El estallido despertó al comandante de la Compañía G del Cuerpo de Comunicación del Ejército de los Estados Unidos, capitán Alfred Clifton, quien activó la alarma de emergencia para convocar a los oficiales para llevar a la población civil al patio de armas. Cinco minutos después de las dos de la mañana, mientras marchaba la procesión hacia la base de la Estatua de la Libertad en busca de resguardo, volvió a atronar el estallido.
“La fuerza de la segunda explosión envió metralla de los proyectiles, balas y escombros, así como vidrio y madera, volando hacia la isla, causando daños importantes a los diecisiete edificios. Gran parte de los escombros procedían de un almacén en el lado oeste de la isla que fue destruido”, reza el artículo del Departamento del Interior. Se registraron oficialmente cinco muertes -incluida la de un bebé-, pero las estimaciones de los organismos estatales comprenden una situación irregular: en las barcazas de la isla suelen dormir personas sin techo y resguardarse de las autoridades inmigrantes ilegales que habían escapado -paradójicamente- de la guerra. El número de víctimas, sugieren, habrá sido mayor.
Lo que sí contabilizaron con precisión fueron los daños materiales: veinte millones de dólares por entonces o el equivalente a más de quinientos millones de dólares en dólares de la actualidad. La lluvia de escombros duró horas, días. “Los proyectiles de artillería y las municiones continuaron explotando, arrojando brasas y fragmentos al puerto de Nueva York. Mientras caían escombros, las autoridades se vieron obligadas a evacuar a cientos de inmigrantes aterrorizados de la isla Ellis al continente”, sostiene un documento oficial.
Las esquirlas de la explosión se incrustaron en el lado derecho de la Estatua de la Libertad, ubicada enfrente de la isla. La onda expansiva del segundo estallido -destaca la investigación de una oficina del Departamento del Interior estadounidense- derribó la puerta de hierro de diez centímetros de espesor de las bisagras de la entrada principal de Fort Wood, el pedestal que actuaba como puesto de vigilancia donde se posa el monumento obsequiado por el gobierno francés. El atentado, a su vez, provocó severos daños en la estructura interna del punto más elevado y frágil de la mujer verde: la antorcha. La explosión empujó el brazo hacia la corona y quebró los cimientos que garantizaban la seguridad de los visitantes. El sabotaje no apagó la luz de la antorcha pero sí clausuró su acceso: desde entonces, desde 1916, la escalera caracol que concluye en la plataforma de observación sólo la utilizan quienes trabajan en la conservación del monumento.
Debieron quitar el cobre en más de doscientos puntos de la antorcha. Lo reemplazaron por vidrio de catedral de color ámbar. Setenta años después, los restauradores sostuvieron que la antorcha original era irrecuperable, que para mejorarla había que sustituirla. Diseñaron una réplica, la cubrieron de láminas de oro de 24 quilates para evitar su corrosión y la instalaron en la mano derecha. Desde el 4 de julio de 1984, la antorcha original, creación del escultor Frédéric Auguste Bartholdi, se exhibe en una galería del museo del propio monumento.
“¿Los culpables? -se pregunta un artículo del FBI-. Agentes alemanes que estaban decididos a impedir que los transportistas estadounidenses de municiones abastecieran a su enemigo inglés durante la Primera Guerra Mundial. No importa que Estados Unidos fuera oficialmente neutral en el conflicto en este momento”. Kristoff fue arrestado por la policía bajo sospecha de estar involucrado en el atentado. Lo liberaron por falta de pruebas pero nunca se libró de su filosofía delictiva: murió de tuberculosis en 1928. Witzke y Jahnke huyeron a México antes de que Estados Unidos se plegara al conflicto bélico -el 6 de abril de 1917 entró en la Primera Guerra Mundial después de que interceptara un telegrama enviado por el gobierno alemán a México en el que le proponía financiarlo para avanzar sobre el sur del territorio estadounidense (¿o el telegrama fue un artilugio de los aliados para prescindieran de la neutralidad y se involucraran en la contienda?)-. Witzke fue arrestado en 1918, condenado a muerte e indultado. A Jahnke nunca lo encontraron los estadounidenses, sino los soviéticos cuando seguía siendo agente de inteligencia alemán y nazi en 1945. Lo mataron.
La oficina de investigación concluyó que la explosión de la isla de Black Tom había sido un accidente. La versión cayó por peso propio. Estados Unidos y Alemania conformaron, tres años después de la Gran Guerra, la Comisión Mixta de Reclamaciones (MCC), un organismo que procuraba resolver las discrepancias entre ambas potencias. Estudiaron el caso durante diecisiete años. La sentencia encontró responsable del atentado a Alemania y ordenó un resarcimiento de cincuenta millones de dólares. Pero el nazismo ya había asumido su propio delirio. Alemania saldó la deuda en 1979.
En la recuperada isla, dentro del recorrido turístico del Liberty State Park, hay una placa conmemorativa emplazada en el sitio de la explosión. “Camina usted -informa- sobre un lugar que ha visto uno de los peores actos de terrorismo de toda la historia de Estados Unidos”.