—¿Puede ver algo? – preguntó Lord Carnavon.
— ¡Sí, puedo ver cosas maravillosas! – le respondió Howard Carter, con el ojo escudriñando por un agujero en la piedra.
Corrían los últimos días de noviembre de 1922 y la ansiedad ya se había hecho intolerable tanto para el noble inglés que financiaba la excavación como para el arqueólogo que buscaba en el Valle de los Reyes, en Egipto, algo que justificara semejante desembolso.
También, claro, Carter buscaba el reconocimiento que el ambiente oficial de la arqueología británica le había negado hasta entonces y que – aunque todavía no podía saberlo – le seguiría negando siempre por más de una razón a pesar de ser el autor del descubrimiento arqueológico más impactante del Siglo XX.
Una supuesta maldición, rumores de un saqueo por fuera del “descubrimiento oficial” y una carta reveladora marcarían para siempre y para mal la vida del hombre que encontró y desenterró la tumba del faraón Tutankamón.
Carter llevaba dos años de trabajo en el Valle de los Reyes cuando el 4 de noviembre de 1922 descubrió el primer indicio de la existencia de una tumba. Sabía que estaba en el lugar indicado, pero el descubrimiento se debió a una casualidad. Uno de los aguateros del equipo tropezó con una piedra que resultó ser el comienzo de una escalinata descendente.
Carter y sus colaboradores excavaron siguiendo los escalones hasta que, ese mismo día, se toparon con la puerta de barro que tenía sellos de escritura jeroglífica. Era la entrada a una tumba.
Al arqueólogo le costó mucho contener sus ganas de abrir la puerta y seguir adelante, pero su expedición tenía un financista, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, que lo venía respaldando con sus fondos desde hacía años y se molestaría mucho si no estaba presente cuando se abriera la tumba. Así que Carter – según su propia versión - ordenó rellenar nuevamente la escalera y le mandó un telegrama a su mecenas.
A partir de ese momento, esperó sin avanzar un paso más. O eso fue lo que siempre dijo.
Un mal presagio
Mientras Carter esperaba la llegada de su financista, una cobra devoró el canario que tenía en su tienda. Alguien dijo que eso era un mal presagio, pero el arqueólogo, hombre culto y racional, desechó el comentario con una sonrisa de desprecio.
Lord Carnavon llegó desde Londres, acompañado por su hija Evelyn, el 23 de noviembre. Carter le aseguró que, durante esos días de espera, no se movió del campamento por temor a que la tumba sufriera un saqueo en su ausencia.
Al día siguiente excavaron la escalera y Carter le mostró a su mecenas la inscripción de la puerta: se trataba de la tumba de Tutankamón, un muerto a los 18 años, históricamente intrascendente, pero hijo de Akenathon, el hombre que había intentado instaurar el monoteísmo en el Egipto del Siglo XIV antes de Cristo.
El 26 de noviembre, Carter, Carnavon, Evelyn y el ayudante del arqueólogo, Arthur Callender, miraron el interior a través de una pequeña abertura que hicieron en la esquina superior izquierda de la piedra.
El primero en hacerlo fue Carter, iluminando con una vela, y ante la pregunta de Carnavon, respondió que veía “cosas maravillosas”.
La tumba “intacta”
La abrieron al día siguiente, porque no podían hacerlo sin la presencia de un inspector del gobierno egipcio. Lo que vieron al explorarla los maravilló: había cofres, tronos, altares y divanes, hasta sumar cerca de cinco mil objetos.
Encontraron también otra puerta sellada, flanqueada por dos estatuas de Tutankamón, que llevaba a la cámara del sarcófago. Todo estaba intacto, salvo por las consecuencias del paso del tiempo. En miles de años nadie había entrado a esa tumba.
Carter tenía una tarea faraónica por delante y no podía hacerla solo. Pidió ayuda a otro arqueólogo Albert Lythgoe, del Metropolitan Museum de Nueva York, que trabajaba en una excavación de las cercanías, y éste prestó a parte de su equipo, incluyendo a Arthur Mace y el fotógrafo Harry Burton, mientras que el gobierno egipcio envió al químico analítico Alfred Lucas para que se sumara.
Por su parte, Lord Carnavon le vendió la exclusiva, con fotografías incluidas, al Times de Londres.
El mecenas comenzaba a recuperar su inversión.
La “maldición” cobra víctimas
Cuando negoció con el diario más importante de Gran Bretaña, a Lord Carnavon le quedaban apenas cuatro meses de vida aunque, por supuesto, no lo sabía, como tampoco podía imaginar que su muerte sería la primera de una cadena que daría lugar a “la maldición de la tumba de Tutankamón”.
Todo empezó en marzo de 1923, cuando lo picó un mosquito y Carnavon se cortó la picadura mientras se afeitaba con su navaja. El corte le causó una infección que derivó en una septicemia. Murió a causa de la infección, agravada por una neumonía, el 5 de abril.
Hay una versión incomprobable que sostiene que en el momento de su muerte se produjo un apagón en El Cairo que dejó a oscuras durante unos minutos a toda la ciudad.
También se llegó a decir que al examinar en detalle la momia del faraón se encontró que tenía la marca de una picadura de mosquito en el mismo lugar que había sido picado Lord Carnavon.
A la muerte del mecenas de Carter se sucedieron otras. Su medio hermano, Aubrey Herbert, que había presenciado la apertura de la cámara donde se encontraba el sarcófago, murió poco después que Lord Carnavon. Era hombre de salud frágil, pero la coincidencia llamó la atención.
Arthur Mace, que se había sumado al equipo luego del descubrimiento, murió en El Cairo sin que los médicos pudieran explicar la causa.
Sir Douglas Reid, encargado de radiografiar la momia de Tutankamón, se enfermó en Egipto, lo que lo obligó a volver a Suiza, donde murió dos meses después. Alby Lythgoe, el arqueólogo del Metropolitan Museum de Nueva York que cedió a parte de su equipo a Carter, perdió la vida a causa de un infarto en 1934.
George Jay Gould, un arqueólogo invitado por Carter a visitar la tumba, empezó a sufrir accesos de fiebre muy elevada pocos días de su regreso de Egipto y falleció. El secretario de Carter, Richard Bethell, murió de un ataque cardíaco en Egipto pocos meses después del descubrimiento de la tumba y su padre se suicidó la recibir la noticia.
Conan Doyle entra en acción
Es posible que ese encadenamiento de muertes hubiese pasado casi inadvertido si alguien no hubiera establecido la conexión y escrito un artículo sobre ella.
Howard Carter siempre sostuvo que el culpable de inventar la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón fue Sir Arthur Conan Doyle, por entonces en el pináculo de la fama por el éxito editorial de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes.
En su vida privada, Conan Doyle era todo lo opuesto al detective de su creación, tan racional y analítico. Desde la muerte de su hijo durante la Primera Guerra Mundial, se había inclinado hacia el espiritismo, en cuyas sesiones trataba de contactarse con su vástago perdido.
Desde esa perspectiva, publicó el famoso artículo en el que conectaba la inscripción de la tablilla con la serie de muertes para demostrar la existencia de una maldición que perseguía a quienes habían molestado en su descanso eterno al espíritu del faraón.
La novelista británica Marie Corelli se sumó al asunto con una teoría supuestamente científica que no negaba la maldición. En una carta que escribió escribió al periódico New York World aseguró que conocía ciertos textos antiguos que hablaban de venenos depositados en las tumbas egipcias para aniquilar a quienes las profanaran.
Al principio, Carter trató de desactivar el asunto con una respuesta que apelaba a la arqueología y la racionalidad.
“Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas. Los antiguos egipcios, en lugar de maldecir a quienes se ocupasen de ellos, pedían que se los bendijera y dirigiesen al muerto deseos piadosos y benévolos. Estas historias de maldiciones, son una degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas. El investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese temor misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones”, respondió en un artículo.
De nada le sirvió. La maldición de la tumba de Tutankamón había llegado para quedarse.
Rumores y una carta
El artículo de Sir Arthur sobre la supuesta maldición data de 1934, el mismo año en que Carter recibió una carta de su antiguo colaborador, el filólogo Alan Gardiner, integrante del equipo de excavación que jugó un papel fundamental en la traducción de los jeroglíficos hallados en la tumba.
Es la carta de un hombre indignado, que no vacila en acusar a Carter de ser un vulgar saqueador de tumbas.
Tal vez la leyenda de la maldición molestara al arqueólogo, pero la acusación de “ladrón de tumbas” que contenía ese texto era algo mucho más serio, porque su buen nombre y su prestigio como arqueólogo era puesto en tela de juicio.
Lo peor era que, si se hacía pública la carta, confirmaría un rumor que venía corriendo desde hacía tiempo en el ambiente de la arqueología británica: que Carter había robado objetos de la tumba de Tutankamón y los había sacado clandestinamente de Egipto para su beneficio personal.
Del texto se desprende que Carter le entregó a Gardiner un amuleto utilizado como ofrenda a los muertos en Egipto. Al dárselo, el arqueólogo le aseguró que no provenía del sepulcro, pero cuando el entonces director del Museo Egipcio de El Cairo, Rex Engelbach, lo contempló, dijo que estaba fabricado con el mismo molde que otros encontrados en la tumba y dio por seguro que ése era su origen.
“Lamento profundamente haber sido llevado a una posición tan incómoda. Naturalmente, no le dije a Engelbach que había obtenido el amuleto de vos”, le reprocha Gardiner al arqueólogo en la carta.
No se sabe si Carter le respondió.
El ostracismo final
Howard Carter vivía casi en soledad cuando murió el 2 de marzo de 1939, a la edad de 64 años, en su departamento de la calle Albert Court 40 de Londres, muy cerca del Royal Albert Hall.
En los últimos tiempos se había aislado del mundo y solo recibía a unos pocos amigos íntimos, con quienes, en ocasiones, hablaba de la única gran alegría y de las dos grandes tristezas que tenía en su vida.
Se sentía orgulloso de tener un lugar prominente en la historia de la arqueología moderna con su descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón, pero le dolía que los sucesivos gobiernos británicos jamás hubieran reconocido sus méritos y, más que nada, que su nombre quedara asociado para siempre con la famosa maldición y a los rumores que lo señalaban como un ladrón de tumbas.
Lo consolaba que, por lo menos, Gardiner no hubiera hecho pública la acusación que le hacía en la carta.
Un siglo después
El texto que Gardiner le envió a Carter se publicó completo en octubre de 2022 junto a otras misivas en el libro Tutankhamun and the Tomb that Changed the World, del egiptólogo estadounidense Bob Brier.
En una entrevista con The Observer, Brier sostuvo que tanto los arqueólogos como las autoridades egipcias sospecharon siempre que Carter y algunos de sus colaboradores habían sacado del sepulcro algunos objetos que luego no incluyeron en la lista oficial para poder apropiárselos.
La lista de objetos encontrados en la tumba que entregó Carter a las autoridades incluye 5.389 piezas arqueológicas. Es imposible saber cuántas se sacaron sin registrar.
“Se sospechaba que habían entrado en la tumba antes de su apertura oficial y habían sacado artefactos, incluidas joyas, que fueron vendidas tras sus muertes”, explicó.
También se descubrió que, en uno de sus viajes desde Egipto a Londres, Carter le regaló a su amigo Sir Bruce Ingram varios objetos procedentes de la tumba.
En ese caso, el robo de tumbas y la supuesta maldición de Tutankamón se dieron la mano, porque pocos días después de haber recibido los regalos de su amigo Carter, la casa de Ingram se incendió.