John Gotti fue el último mafioso en convertirse en una figura pública, en una celebridad. Provocaba una enorme fascinación. Su figura prolija, el encanto de su sonrisa, el desparpajo con el que esquivaba a la justicia. Llegó a manejar la mafia de Nueva York en la segunda mitad de los años 80. Muchos dicen que desde Al Capone no había habido otro gángster que generara tanto interés.
Era el padrino inasible, el que parecía que siempre iba a salir impune, al que la justicia no iba a poder atrapar pese a que se pavoneaba frente al público y hacía poco por ocultar sus múltiples crímenes.
Había empezado desde muy joven. Como si tuviera una propensión genética para el delito. Primero, gracias su falta de límites, se ganó la confianza de matones de poca monta. John Gotti era capaz de hacer cualquier cosa por trepar. Ingresó en la Familia Gambino, la más importante de las cinco familias de la mafia de Nueva York. Era el soldado más audaz y más sanguinario. Estuvo preso por dos homicidios. Aguantó los años de reclusión y no delató a nadie. Eso hizo que lo ascendieran muy rápidamente. A partir de ese momento fue imparable. Su ambición era única. Subió cada escalón hasta que quedó muy cerca de Paul Castellano, el Don de los Gambino desde 1975. A esa altura, John Gotti ya no seguía órdenes de nadie. Y estaba dispuesto a eliminar a quien se le pusiera delante.
En el medio había sufrido una desgracia familiar. No sólo la cárcel lo había endurecido. Una mañana Frank, su hijo mayor de 12 años, salió a andar en bicicleta. Un auto dobló por la avenida y atropelló al chico. Fue llevado al hospital de urgencia pero murió por las graves heridas. El hombre que lo atropelló semanas después fue hasta la casa de la familia Gotti para consolar a los padres y para mostrar su arrepentimiento. La esposa de Gotti lo recibió dándole batazos de béisbol en la cabeza. El hombre salió corriendo. No llegaría lejos. Dos meses después del accidente, un día no concurrió a su trabajo. Desapareció y nunca volvió a ser visto. Su cuerpo no se encontró. Justo ese día la familia Gotti había partido de vacaciones hacia Miami.
John Gotti llegó a la cima de la Familia Gambino en 1985, tras el asesinato en la vía pública del anterior don, Paul Castellano. Apenas aparecieron las imágenes en los diarios sensacionalistas del mafioso acribillado en la vereda junto a su hombre de confianza, nadie tuvo la menor duda de quién había ordenado las ejecuciones. John Gotti se convirtió, al mismo tiempo, en el sospechoso principal y en el sucesor de Castellano.
Después de una reunión de los capitanes de la familia, se decidió que los Gambino quedaran bajo el mando de Gotti. Tenía demasiada ambición y demasiado poder de fuego como para no ser elegido. El resto se dio cuenta de que si no cedían, podrían terminar como Castellano.
Gotti manejaba todos los típicos negocios de la mafia. Extorsión, apuestas, bares, prestamos usurarios, protección, sindicatos, prostitución y la última gran inversión de los hampones: negocios en la construcción; habían construido un emporio en ese ramo, tanto que cada uno de ellos tenían como “actividad oficial”, como tapadera, alguna empresa del rubro (la de Gotti era de plomería, por ejemplo).
Pero John Gotti había incursionado en otro tipo de negocios, en uno que estaba terminantemente prohibido por la vieja guardia: la droga. Los hombres de Gotti traficaban cocaína y heroína y eso le había dado un enorme poder económico, un desbalance con sus rivales internos. El mafioso creía que era demasiado dinero como para dejarle pasar por viejos pruritos. La oposición de Castellano a la venta de drogas fue la propia sentencia de muerte.
El FBI, agencias federales e investigadores de la ciudad pusieron su ojo en Gotti. Parecía una presa fácil. Demasiado vistoso, de movimientos ampulosos y poca discreción (casi un anatema para su profesión). Se confiaron y creyeron que sería muy sencillo atraparlo.
Pero Gotti era resbaladizo, inexpugnable. En 1986 pareció que por fin su suerte cambiaría. Los fiscales de Nueva York en un movimiento de pinzas enjuiciaron, al mismo tiempo, a altos miembros de las distintas familias mafiosas. Los juicios se llevaron adelante sin mayores problemas y con nutridas pruebas (muchas de ellas comprometían a varios de los acusados a la vez) los diferentes capos recibieron penas de 100 años de prisión. Pero Gotti, no. Él, una vez más, zafó. Mientras a los otros les tocaba pasar el resto de su vida en la cárcel, Gotti salía en la tapa de la revista Time con su foto intervenida por Andy Warhol.
El criminal se había convertido en un consumo pop. Cada semana alguna revista hablaba de él. Las celebridades no tenían problema en aparecer en alguna foto compartiendo cenas o salidas. Mickey Rourke, cantantes célebres y protagonistas de sitcoms concurrieron a audiencias de los juicios en los que Gotti era acusado, con pases de ingreso que le correspondían al mafioso. En las escuchas del caso aparecían Sinatra, Julio Iglesias y James Caan.
A veces daba la impresión de que Gotti hubiera moldeado su imagen pública mirando películas de gángsters más que imitando a sus antecesores. Más que a los Gambino, Anastasia o Castellano, él imitaba a Marlon Brando o Al Pacino.
El peinado cuidado, la sonrisa ladeada, despreocupada, la ropa a medida, el sobretodo elegante, los zapatos brillantes.
Los medios lo llamaron The Dapper Don, el Capo apuesto, elegante. A él le encantaba. Todo el tiempo parecía estar actuando. Sabía dónde estaban las cámaras aunque estuviera en la calle o en una sala de audiencias. O cuando le sacaban la foto para el prontuario cuando era detenido: siempre aparecía sonriente, pero no era una sonrisa de alegría, la suya estaba llena de sarcasmo y seguridad: “No les va a alcanzar”, parecía decir. Tenía la convicción de que siempre saldría impune sin importar los crímenes que cometiera ni las pruebas que encontraran en su contra.
Esa primera vez en que fue llevado a juicio como Padrino quedó libre. La segunda ocasión fue por un viejo entredicho callejero. Una discusión de tránsito que terminó con lesiones graves para la víctima que nunca supo que se estaba peleando con un líder mafioso. Sus perseguidores creyeron que en esa causa no tendría defensa. Pero los testigos comenzaron a desaparecer y la víctima sufrió un súbito pero comprensible ataque de amnesia cuando le tocó subir al estrado. Gotti quedó exonerado en el momento pero a las pocas semanas otra vez debió rendir cuentas ante la justicia. Esta vez la investigación era más contundente. Habían grabado varias conversaciones telefónicas en las que él organizaba delitos de todo tipo y tenían declaraciones de viejos soldados suyos que habían aceptado colaborar para que sus penas fueron más benignas. En la sala a Gotti se lo veía exultante pese a que la acusación era muy grave y las pruebas frondosas.
Había otro dato desalentador para él. Hasta ese momento todos los mafiosos que habían sido juzgados bajo la Ley Rico, la que se le aplicaba a gángsters (en la que se mezclaban la asociación ilícita, el manejo de organizaciones criminales y la comisión de diferentes delito) habían sido condenados. Pero la Ley Rico perdió su infalibilidad con John Gotti. Una vez más fue declarado inocente. Los jurados adujeron que las grabaciones no se escuchaban con claridad y que la reputación de los mafiosos que se habían dado vuelta afectaba su credibilidad. John Gotti se convertía en el primer jefe mafioso que esquivaba la Ley Rico.
Su fama no dejaba de crecer. Se convirtió, en esos años de fines de los ochenta, en el mafioso más célebre desde Al Capone. Los medios le pusieron un nuevo apodo: “El Padrino de Teflón” porque nunca quedaba pegado.
Hubo una causa más. Lo acusaban del asesinato del jefe del sindicato de carpinteros. Alguien había levantado un lujoso restaurante en pleno Manhattan sin recurrir al sindicato de carpinteros. Cuando sus dirigentes gremiales se enteraron, esperaron a la noche de la inauguración, y con palos y mazas destruyeron todo el local. Quedó convertido en una pila de escombros; el castigo por esquivarlos. Lo que no sabían los sindicalistas era que el local pertenecía a un hombre de Gotti. Como represalia, el jefe del sindicato apareció muerto pocos días después. Otra vez, todos sabían quién era el que había ordenado el asesinato pero no tenían pruebas. Hasta que uno de los investigadores, rebuscando en las escuchas, encontró a Gotti diciendo que debían “Acabar con el sindicalista”. Otro juicio. A diferencia de los anteriores, este no era federal sino local. Eso permitió que fuera televisado. Un gran show que Gotti disfrutó aunque a la hora de la sentencia, esta vez, se lo veía más preocupado. El resultado fue el mismo de siempre. Inocente. La leyenda se agigantaba.
A la salida de los tribunales una multitud lo esperaba y lo vitoreaba. El salió al trote, feliz, revoleando un puño en alto, en gesto triunfal. Se dirigió dónde todo el mundo sabía que iría, el club privado que oficiaba como su oficina. Un gesto de soberbia más, una acción impulsada por la sensación de impunidad perpetua. Hizo pasar a varios periodistas al festejo para que pudieran contarle a los ciudadanos cómo tomaban, brindaban y saltaban los líderes de la mafia. Los periodistas vieron que en la pared más importante del lugar, en un lugar central, estaba enmarcada la tapa de Time en la que apareció John Gotti.
A esta altura de los hechos el FBI tenía en su poder varios datos vitales. Sabía que las reuniones con su círculo íntimo no las tenía en ese club sino unos pisos más arriba, en el departamento de una anciana, madre de uno de sus soldados preso. Por una salida secreta, Gotti y los otros jefes llegaban al departamento y allí, supuestamente sin testigos, discutían sus asuntos, repartían negocios ilícitos y ordenaban ejecuciones varias. El FBI hacía meses que había logrado colocar micrófonos en ese living anticuado. Y uno de las muchas cosas de las que se enteraron fue que el Padrino se mantenía tan sereno durante los juicios orales porque tenía comprados a varios de los integrantes del jurado. Pero el FBI se guardó la información para que el mérito de la condena de Gotti no se lo llevara otra agencia estatal. Además de sus ilícitos, a Gotti lo mantenía libre la guerra de egos y celos entre sus perseguidores.
En 1990 lo detuvieron otra vez. Fue junto a Sammy El Toro Gravano, el segundo en la jerarquía de la Familia Gambino y a Frank Locascio, el consiglieri. Era la cúpula de la Familia Gambino, los tres hombres más poderosos de la mafia de Nueva York. De nuevo el FBI. Esta vez tenían en su poder las escuchas del departamento de la anciana. La primera derrota de Gotti fue que el juez apartó a sus dos abogados principales: los profesionales estaban implicados en las escuchas.
El día de su detención final, las cámaras toman como sale esposado del club privado que oficiaba de oficina. Junto a él, el Toro Gravano y Locascio. Gotti sonríe, está distendido. En un momento le dice algo al policía que lo hace entrar en el patrullero. Pareciera ser algo así como: “En unos días quedo libre de nuevo”. Pero el agente del FBI le contesta algo y la sonrisa sobradora se transforma en un rictus de preocupación, en una mueca grotesca. Tiempo después, el oficial contó que le dio a entender que tenían grabadas sus conversaciones en el departamento del piso superior.
Después ocurrió lo impensado. La metamorfosis más espectacular de la historia judicial de Estados Unidos y también de la mafia. El Toro se convirtió en una rata. Contra todos los pronósticos, Sammy Gravano aceptó colaborar con la justicia. Confesó cada uno de los delitos en los que estuvieron involucrados. Entre ellos 18 asesinatos. Después, la violación de cada artículo del código penal, como si no hubieran dejado delito sin cometer. Cada confesión de Gravano iba acompañada por una grabación en la que con nitidez se escuchaba la voz de Gotti ordenando la comisión del delito. Si en algún momento optaba por la elipsis, Gravano se convertía en el exégeta perfecto. Nunca en la historia de la mafia alguien de un rango tan alto en la organización había declarado en contra de uno de los suyos. La Omertá se quebró definitivamente.
Esta vez parecía imposible que el Padrino de Teflón se salvara. Siempre quedaba el recurso de la venalidad (o el temor) de los jurados. Pero la justicia de Nueva York logró aislarlos durante todo el proceso y los hombres de Gotti no encontraron ningún resquicio. La condena fue contundente: reclusión perpetua.
Al Toro Gravano le fue mucho mejor. Apenas cinco años de los cuales ya había cumplido cuatro. Pasó un año más en prisión y después ingresó al programa de protección de testigos. Aunque al poco tiempo pidió salir de él. En libertad volvió a frecuentar el delito. En el año 2000 lo detuvieron junto a su hijo por encabezar una banda de traficantes de droga. 20 años de condena. Hace un par de años, la justicia dio por cumplida su pena. Gravano más sereno, más avejentado se dedica a contar (y a romantizar) su historia criminal en You Tube y en un podcast llamado Our Thing.
Gotti fue enviado a una cárcel de máxima seguridad. Desde allí siguió manejando a la Familia Gambino. Lo hizo a través de sus hijos. Pero dos de ellos también fueron detenidos. Uno, contra la opinión del padre, se declaró culpable y arregló una pena menor: 6 años de prisión. Su esposa dejó de visitarlo enojada por haber arrastrado a su hijos a la prisión (mientras estuvieran libres no le molestaba tanto que se dedicaran a delinquir). Más de la mitad de los altos mandos de la Familia Gambino fueron condenados en esos años.
En 1998 John Gotti debió ser intervenido quirúrgicamente. Le extirparon un tumor maligno de la garganta. Volvió a prisión. Pero al poco tiempo volvió a aparecer la enfermedad. El tumor tomó la garganta y parte de su lengua. Los tratamientos y las operaciones no dieron resultado. John Gotti murió en un hospital del servicio penitenciario de Estados Unidos el 10 de junio de 2002. Tenía 61 años.
Sus años de esplendor habían pasado hacía más de una década. Sin embargo, tuvo un funeral fastuoso. Decenas de limusinas, una caravana muy extensa, parada del cortejo en la puerta de sus clubes privados, muchos reportero gráficos y curiosos.
Hubo ausencias notables: no concurrió ninguna celebridad. Tampoco se vio a ninguno de los miembros de las otras cuatro familias del crimen organizado de Nueva York. Todavía no lo perdonaban.