Fue el último 12 de marzo, domingo, el verano recién se estaba yendo. Marianela, que entonces tenía 25 años, todavía dormía cuando escuchó que alguien le golpeaba la puerta de su habitación. Era su mamá, que apenas asomó la cara en la penumbra le dijo: “Mayu, tu papá no volvió”.
Marianela miró la hora en su celular, ya había pasado el mediodía. Sabía que su papá había salido la noche anterior así que, mientras se incorporaba, pensó: “Capaz hubo una pelea y está detenido”. Llamó a la comisaría: nada. Por eso se vistió y fue al Hospital de Urgencias de Córdoba.
Fue ahí que lo encontró, aunque su papá ya no era su papá.
Había ingresado a las 6 y 20 de la mañana, inconsciente y como NN. Estaba en coma inducido por la presión cerebral, internado en terapia intensiva. Había llegado en un estado tal de gravedad que todavía estaba bañado en sangre.
Lo que sigue lo cuenta a Infobae ella misma desde el hospital al que va desde hace casi ocho meses a sentarse al lado de su papá, que desde ese mismo domingo permanece en estado vegetativo.
“Por los testimonios que fuimos juntando sabemos que papá había salido de un baile y fue hasta la parada para tomarse el colectivo y volver a casa. Fue ahí que le pegaron en la cabeza, creemos que para robarle porque quedó tirado en la calle sin la billetera, sin el celular y sin el gorro que usaba siempre”.
Un laburante
José Sosa tenía 64 años, vivía en Córdoba Capital, había sido albañil de joven pero hacía más de una década que trabajaba como jardinero en Carlos Paz.
Era un “laburante” de manual. “En la pandemia hacía dedo hasta Carlos Paz para poder ir a trabajar igual. Trabajaba de lunes a sábados, le alcanzaba para lo justo”, cuenta ella, la menor de sus tres hijos.
Estaba separado aunque vivía en el mismo terreno que su ex mujer y Marianela, con las que tenía una relación muy buena. La suya, al fondo, era una casita precaria, con techo de chapa. Como no le había alcanzado el dinero para poner vidrios en las ventanas, las había tapado con un plástico transparente.
Amaba a los animales. Tenía cinco perros, seis gatos, dos patos, dos loros y dos conejos. En su familia coinciden: los animales eran su vida, “comían mejor que él”, los perros dormían ovillados en su misma cama.
“Papá era muy habilidoso. La noche anterior a que pasara esto a mí se me había roto el zapato con el que iba a salir. Fui, le toqué la puerta, le conté. Papá sacó una cajita que tenía llena de chucherías y encontró un arito. Lo dobló con una pinza y me arregló el zapato”.
Ese es el último recuerdo que Marianela tiene de esa noche.
El plan era verse de nuevo en casa al día siguiente, pero el robo terminó con los planes de todos.
“Cuando lo asaltaron le dieron varios palazos en la cabeza y quedó tirado en la calle al menos una hora y media”, cuenta a Infobae el médico cordobés Carlos “Pecas” Soriano, autor del libro “Morir con dignidad en la Argentina”.
“El diagnóstico de ingreso en el Hospital de Urgencias de Córdoba es ‘traumatismo craneoencefálico grave’, o sea, graves golpes en la cabeza, y broncoaspiración. Esto último significa que tenía secreciones dentro de sus pulmones que no lo dejaban respirar, por lo que no le llegó la sangre adecuada al cerebro”, sigue el médico, que tiene 40 años de experiencia en terapia intensiva.
José Sosa pasó el primer mes completo sin ninguna mejoría, por eso le diagnosticaron “estado vegetativo persistente”. “Eso significa -sigue “Pecas” Soriano- que tiene toda la parte superior del cerebro, todas sus neuronas, muertas. Y las que le permiten respirar, que son las del tallo cerebral, vivas”.
Pasaron los días, los meses, y a su lado, acariciándolo con guantes, se quedaron sus hermanos, sus hijos, incluso su ex esposa. “Uno de sus perros lloró un mes sin parar, dejó de comer”, cuenta su hija. “Hasta que sin él los animales se empezaron a morir”.
Tres meses después del ataque José Sosa seguía igual (o peor) de lo que había llegado.
“En el estado en que está no siente dolor, no siente hambre, no siente frío, no siente sed. No puede alimentarse por sí mismo, tiene relajación de esfínteres. Está ahí, perdón por la palabra pero es la que usan muchos familiares, como un vegetal”, explica el médico.
“Los pacientes en ese estado abren los ojos, pero si les acercás un dedo para que lo sigan con la mirada no lo pueden hacer. No pestañean si te acercás de golpe, nada. Solo tienen reflejos medulares que los llevan a hacer muecas con la boca o a cruzar una pierna encima de la otra. Pero no pueden responder a una orden simple: si yo le digo a él ‘cruzá la pierna’, no puede”, detalla el médico, que fue a revisarlo y corroboró su estado.
Toda la familia de José sabía perfectamente que él nunca hubiera querido que lo mantuvieran vivo a cualquier precio. No porque lo hubiera dejado escrito -de hecho, en Córdoba sólo 1 de cada 55.000 habitantes tiene “directivas anticipadas” que indiquen qué hacer en un caso así-, sino por algo que sucedió hace 20 años.
La cuenta a Infobae Silvia, una de las hermanas de José, que trabaja como empleada doméstica:
“Nuestra abuela tuvo un ACV y quedó en cama sin poder moverse. Nosotros le teníamos que cambiar la sonda, los pañales, bañarla, había que sentarla para que comiera sin ahogarse. Todos los que la cuidábamos, incluido mi hermano, decíamos ‘yo no querría vivir así’. Es más, José decía: ‘Si yo quedara mal me tiro al lago, me pego un tiro, me ahorco, pero ¿así? Ni loco’”.
El suicidio parecía ser una salida en ese caso hipotético del que hablaba. Hoy no puede moverse, así que ya no la es.
La burocracia
En mayo, cuando José llevaba dos meses así, la familia llevó el caso al Comité de Bioética del Hospital de Urgencias, uno de los más prestigiosos de Córdoba.
“El Comité recomendó cumplir su voluntad expresada a través de sus familiares”, cuenta el médico “Pecas” Soriano. Es decir, retirarle los soportes que lo mantienen vivo (la sonda por la que lo alimentan e hidratan, por ejemplo), y darle una “muerte digna”, garantizada en una ley nacional sancionada hace 13 años.
Los médicos que lo atienden, sin embargo, se negaron. Para eso, se ampararon en la Ley Nacional N° 26.742 que dice que se deben esperar 12 meses para observar si puede ocurrir una posible evolución favorable.
Lo que está en discusión es si el estado vegetativo de José Sosa es “persistente” o “permanente”. Los médicos que lo atienden dicen que está así por un traumatismo craneoencefálico, por lo que se debe esperar un año, y que recién ahí se considera “estado vegetativo permanente” y se lo puede desconectar.
“Pecas” Soriano, el médico que ayuda a la familia, sostiene que José está así porque sufrió hipoxia (falta de oxígeno en el cerebro). En ese caso, a los tres meses ya se considera “permanente”, no al año. El dilema es que José sufrió las dos cosas, traumatismo de cráneo e hipoxia, por lo que es un caso mixto.
“¿No lo dejan morir en paz por si en 12 meses lograra qué? ¿Mover un dedo? ¿Mover un ojo? Abrir los ojos no es vida. Mi papá era una persona totalmente autónoma, me construyó mi casa, imaginate. Acá le tienen que cambiar los pañales, pasó a ser un bebé, o menos”.
El Comité emitió una segunda recomendación y el 10 de junio desde el hospital en el que está internado decidieron hacerles caso y “desconectarlo”.
La familia comenzó a duelarlo y durante los siguientes cinco días se turnaron para hablarle al oído en una larga despedida, esperando que José finalmente falleciera. “Pero cinco días después de haberlo desconectado y sin consultarnos, volvieron a conectarlo”, cuenta la hija. “Nos enteramos por otro paciente”.
“Es que para ellos es ‘un caso’, no lo conocen. Papá nunca hubiera querido estar acá, mucho menos así. Una vez se quebró un dedo y con tal de no ir a un hospital se puso un palito y se lo vendó solo”, dice la hija, sentada a su lado.
“Papá odiaba los hospitales, que lo tocaran, que lo revisaran. Lo veo acá postrado mientras te hablo y sólo pienso que cada día pierde un poco más de su dignidad”.
La familia entonces recurrió al Director del hospital, que pidió la intervención del comité ad hoc de Ley de Muerte Digna, un comité formado por notables de la Bioética que interviene en este tipo de dilemas.
“Pecas” Soriano fue parte del grupo de especialistas. En sólo dos días, el Comité recomendó “sin dilaciones indebidas” que se cumpla la voluntad del hombre, expresada a través de su familia, de no seguir viviendo así.
En el hospital no tomaron la recomendación, y no sólo eso: lo judicializaron.
“La familia tuvo que pedir un amparo. Luego de tres meses, tres meses más, la Justicia ordenó en un fallo de 250 páginas que se le retire el soporte vital sin dilaciones”, dice el médico.
Ya no era una recomendación: era una orden judicial.
“Imaginate, empezar a despedirse otra vez”, dice con la voz rota Marianela, que está en segundo año de la carrera de Trabajo Social. Es la primera de la familia que logra ir a la universidad.
La situación no es sólo indigna para el paciente sino para todos los que quieren a José, que pusieron sus vidas en pausa para estar con él, aún sabiendo que no se va a recuperar.
Para Marianela, por ejemplo, lo más difícil es lidiar con la culpa de “dejarlo solo”, por ejemplo, cuando tiene que ir a la facultad o a trabajar y no puede ir a visitarlo.
“No es fácil tomar una decisión así”, dice ella, que ahora tiene 26 años. “Yo me imaginaba de grande renegando con papá para que se quedara quieto, para que no se subiera a escaleras o no se pusiera a arreglar la casa. No es fácil soltarlo pero siento que el mayor acto que puede hacer un hijo por un padre es dejarlo que se vaya en paz”.
Hoy José ya tiene escaras y convulsiones.
“Si lo hubieran dejado ir cuando nosotros firmamos no estaríamos pasando por esto”, sostiene la hija. No hay un solo miembro de la familia que esté en desacuerdo con la decisión de “desconectarlo”.
¿Por qué entonces, si la Justicia dio una orden, José sigue ahí? La respuesta es que el municipio de Córdoba apeló el fallo.
¿Los argumentos? Que “todas las personas tienen derecho a la vida” y que “no existe diagnóstico médico de irreversibilidad del estado del paciente, ni certificación médica de que dicho estado sea incurable o terminal”.
“Los argumentos son falaces”, se indigna “Pecas” Soriano. “Claro que es incurable. Está estudiado que los pacientes de más de 50 años que llevan más de cuatro meses en ese estado tienen de un 3 a un 5% de mínima recuperación. Esto quiere decir que en el mejor de todos los casos puede llegar a quedar con una mínima conciencia: por ejemplo, lograr mover un dedo”.
Ahora debe resolver el Tribunal Superior de Justicia.
¿Podrían llevárselo a su casa? “Podrían, el hospital no es una cárcel, una persona con plata se lo lleva a su casa y deja que fallezca con todas las comodidades. Pero José vivía en una casa sin ventanas. A todas las vulnerabilidades se suma la pobreza, lo están condenando a algo totalmente inhumano”, concluye el médico especialista en bioética.
“El 1 de diciembre cumple 65 años. ¿Qué hace uno como familia? ¿Le trae una torta y le canta el feliz cumpleaños acá?”, pregunta la hija.
José tiene una nieta que, por ser menor de edad, no puede ir a verlo. “Lo están obligando a una despedida solitaria, a una despedida con guantes, con barbijo. No lo conocen: papá hubiera querido que lo dejaran en paz”.