Lideró una de las bandas más influyentes de la historia. Esa banda, al mismo tiempo, fue de las que menos éxito cosechó en su tiempo. Retrató a los marginales de la sociedad. Se codeó con ellos. Fue uno de ellos. La heroína lo mantuvo merodeando el abismo durante décadas. Destruyó hoteles, maltrató periodistas, atacó fans, vivió en las tinieblas, estragado por las adicciones, escandalizó con sus declaraciones, nunca trató de quedar bien con nadie, y publicó discos que ni siquiera él soportaba escuchar enteros. Intentaron curar su homosexualidad con electroshocks. Fue bisexual, se paseó con Rachel su novia trans por todos los tugurios de Manhattan durante casi una década, se casó y envejeció junto a Laurie Anderson. Su ciudad fue Nueva York. Él fue Nueva York (pocos artistas están vinculados a una ciudad como él). No le costó conseguir adláteres creativos talentosos. Trabajó con John Cale, David Bowie, Andy Warhol y encaró su último proyecto junto a Metallica.
En sus últimas dos décadas, la filosofía oriental (y Laurie Anderson) lo ayudaron a encontrar la paz que esquivó el resto de su vida.
Aunque haber sido el líder de Velvet Underground hubiera bastado para asegurarse un lugar en el olimpo del rock, hizo bastante más. Su estilo de vida salvaje venía acompañado por una búsqueda permanente, por la inmersión permanente en el riesgo creativo. Compuso y grabó varias obras maestras: el Disco de la Banana, Loaded, Transformer, Berlin, The Blue Mask, New York o Songs For Drella.
Infancia difícil
Lou Reed (Lewis Allan Reed) nació en Brooklyn el 2 de marzo de 1942. “No pude haber sido más infeliz en los años que crecí en Brooklyn. La mayor parte de mis recuerdos de infancia no están disponibles. Mi infancia fue tan poco placentera que no recuerdo nada antes de los 31 años”, le dijo a Anthony DeCurtis, su biógrafo. Problemas de atención y de conducta lo persiguieron durante sus primeros años. Luego, ya como universitario, fue sometido a instancia de sus padres y de los psiquiatras que lo atendían a sesiones de electroshock para tratar de “curar” sus inclinaciones homosexuales. Tres sesiones por semana durante dos meses. Todavía, a principios de los sesenta, no se conocían las consecuencias que esa terapia podía llegar a producir, los daños que infligía. Perdió la memoria lejana. Su adicción a las drogas empeoró el cuadro.
A los 10 años pidió su primera guitarra para poder tocar Blue Suede Shoes (Zapatos de Gamuza Azul). En su primera clase el profesor quiso enseñarle algunos rudimentos, conceptos básicos y generales. Él sólo quería que le explicara cómo hacer para que de la guitarra saliera su canción favorita. Ante la negativa del docente, Lou abandonó las lecciones. Leave Her For Me llamó al tema con el que se inició en la composición. “Por sus derechos cobré casi 3 dólares: mucho más de lo que gané con Velvet Underground”, diría mucho tiempo después.
Fue a la Universidad de Syracuse. Allí tuvo un programa de radio en el que pasaba jazz. Según la leyenda fue echado de la emisora una tarde en la que mientras se emitía una anuncio de una entidad benéfica, Lou eructó sonoramente al aire. Allí conoció también a uno de sus maestros: el escritor Delmore Schwatrz (que vio reflejados en Lou y sus excesos y su sufrimiento, su propia insatisfacción: Schwartz murió de cirrosis a los 52). La música fue su guarida, el lugar en el que pudo desarrollar sus pulsiones. Después de unos años de intentos y de búsqueda, formó Velvet Underground. El grupo era heterogéneo. Una especie de Armada Brancaleone aunque sofisticada e inconformista. El intratable Reed, un inquieto John Cale, siempre estirando los límites de la experimentación, tratando a de emular a sus admirados John Cage y LaMonte Young, Maureen Tucker, la baterista andrógina que no sabía tocar la batería, y el otro Morrison, Sterling, un estudiante de letras taciturno. Para ese primer disco se agregó Nico, la alemana que Warhol les impuso. La belleza helada y la voz inquietante. El Disco de la Banana, llamado así por la tapa diseñada por el artista plástico en el que en las primeras ediciones la fruta se podía pelar, y los otros tres álbumes de la banda forjaron a varias generaciones de músicos, les mostraron que el camino podía ser otro.
El debut en la música
Brian Eno, en una cita gráfica pero ya exhausta por las repeticiones, dijo que si bien el Álbum de la Banana en sus primeros cinco años vendió sólo 30.000 copias, cada uno de esos 30.000 compradores inició una banda. Cada banda sofisticada (y tal vez también las pretenciosas) que se inició en los setenta y los primeros ochentas fue influenciada por la Velvet (R.E.M, Talking Heads, Joy Division y decenas más).
Sobre ese debut, Mariana Enríquez escribió en ocasión de la muerte de Lou: “Cuando se editó, en 1967, no se parecía a nada, sonaba peligroso, hasta aterrador; emanaba sexo y cemento y muerte y drogas y la más profunda incomodidad –física, mental, espiritual. Hoy suena igual. Nada tranquiliza, nada da esperanzas en ese disco que pudo haber sido grabado ayer o mañana”. Eso. Una música fuera de tiempo. Adelantada y siempre en sintonía con lo más sórdido de la sociedad.
Eran los tiempos del Flower Power, de la Era del Arco Iris, de Paz y Amor. De la psicodelia. Velvet Underground irrumpió con otro mensaje. Si bien otros ya habían hablado de drogas, lo hacían desde lo lisérgico o con un pudor más evidente y conveniente. Ellos, y en especial Lou Reed, se despachaban sobre dealers, sobre travestis, sobre orgías con marineros, sobre sadomasoquismo y cualquier otro tópico sórdido e incómodo posible. “Escribir sobre la compra, el consumo y la adicción a drogas duras y extremas como la heroína y la cocaína resultaba algo totalmente impensado dentro del mainstream musical de esos años. Incluso se consideraba un piso infernal en el cual caer sin posibilidad redención”, escribió Wálter Lezcano en Por Qué Escuchamos a Lou Reed (Gourmet Musical).
A instancias de Paul Morrisey, Andy Warhol les prestó atención. Necesitaba un grupo musical, ansiaba ingresar en el mundo del rock. Él, gracias a su fama y contactos, les consiguió un contrato. Fue su productor y el diseñador del arte de portada de su debut. También quien insistió para que Nico se sumara como voz principal, decisión resistida por Lou Reed.
La relación con Warhol tuvo altibajos. Egos gigantes en colisión permanente. Personalidades fuertes no acostumbradas a compartir el cartel. Sin embargo, en los Diarios de Andy se puede rastrear cómo siguió la relación entre ambos tras el fin de Velvet Underground. Durante, los siguientes veinte años se cruzaron habitualmente en la noche de Nueva York. Por lo general Andy escribe con alegría sobre cada uno de esos encuentros y hasta expresa su dolor por no haber sido invitado a algún show. O por cada desplante de Lou. También se preocupa por las regalías del Disco de la Banana. En agosto de 1981 entra a una disquería y está sonando Heroin. Con tino se pregunta si la banda sonora era casual o si algún empleado de la disquería se apresuró a poner el disco cuando lo vio entrar. Al llegar a la caja le pidieron que firmara la tapa. Warhol al final de la entrada se queja porque nunca le pagaron regalías por ese álbum. Cinco años después, vuelve a dejar asentado su enojo: “Lo reeditaron y a lo largo de los años el disco se ha vendido muy bien. Pero a mí nunca nadie me pagó un centavo. No entiendo. Yo fui el productor”. Warhol reclama su parte: del dinero pero en especial de la gloria que indudablemente, a esa altura, el disco ya había alcanzado. Tras la muerte de Warhol, Lou Reed se volvió a juntar con John Cale y produjeron un bello y ascético álbum, Songs for Drella, en homenaje al artista plástico. Al tiempo hubo una reunión de la Velvet pero duró demasiado poco. Para variar, muchos culpan a Lou Reed de lo fugaz del encuentro.
Cuando la Velvet se disolvió por las tensiones, las drogas y el fracaso, Lou ya convertido en una estrella de rock, aunque no facturara como tal, volvió a la casa de sus padres. Y hasta trabajó durante un año (o al menos lo intentó: sospechemos de su eficacia laboral) en el importante estudio contable de su padre.
Los discos de Lou Reed
Después de Velvet Underground, Lou Reed se sumergió en su carrera solista. Una veintena de álbumes irregulares que muchas veces mostraron similar falta de rumbo que su vida personal. Sin embargo, en el medio hay joyas que conocieron el éxito -de público y crítico- y una vocación invencible, irrefrenable por la experimentación, por el riesgo, por caminar hacia y en el vacío. Esa falta de cálculo es probable que sea el elemento más estable en toda su trayectoria. Los puntos altos son fáciles de encontrar. Transformer, el segundo álbum, que produjeron David Bowie y Mick Ronson, lo convirtió en un estandarte del Glam. Allí estaba Walk on The Wild Side, su canción emblema. Alguna vez le preguntaron qué le hacía sentir que la canción fuera un himno para las nuevas generaciones de homosexuales. Enojado, como siempre, respondió: “Yo no escribí un himno. Escribí un estudio, una descripción de cuatro personas que deambulaban por lo de Warhol. Mi pasado es mío; son mis asuntos”.
El éxito del disco y de la canción amenazaron en convertirlo en una gran estrella, pero él se movió rápido de ahí y sacó Berlín, un disco crudo que logró superar también el paso del tiempo: “Una buena manera de matar una trayectoria”, dijo tiempo después.
Hay que ir hasta 1982 para encontrar The Blue Mask, otro LP sólido. A fines de esa década llegó New York, un gran disco en el que homenajea a su ciudad, con letras extraordinarias y ya decididamente instalado en su etapa de decidor (pese a lo que algunos sostienen cada vez que podía aclaraba: “Yo no inventé el rap, no tuve nada que ver”). Esa fue su gran resurrección artística, cuando muchos pensaban que ya nada se podía esperar de él más que escándalos.
En una carrera repleta de momentos límites, la grabación de Metal Machine Music probablemente sea el más extremo de todos. Un álbum doble cargado de guitarras desaforadas, ruidos y reverberaciones sin voz ni batería ni mucho menos melodías. Un álbum imposible que significaría, según él y su brumosa mente de esos años, el acto final de su carrera. En el sobre interno del disco, Lou Reed escribió: “Nadie que conozca logró escuchar el disco entero. Ni siquiera yo mismo”. En esos años las leyendas más grandes se contaron sobre él. Varias veces anunciaron (prematuramente) su muerte. Se decía que se inyectaba heroína en escena, sin poder esperar a llegar al camarín. Otras veces sus presentaciones eran una bola de ruido informe interrumpido por palabras erráticas y su conducta confusa e inestable. Agarró, también, a una fan de los pelos y la tiró del escenario, se ofreció a tener sexo con el Papa delante de la prensa, destrozó cada hotel en el que residió.
Su carrera solista, quizá, se pueda resumir en su declaración de principios incluida en “Lo Que Sé”, la conocida sección de la Revista Esquire: “Sé que siempre escucho músico en mi cabeza. Sé que no puedo hacer lo que quiero. Es decir: no puedo tener mi propio show en televisión, no puedo dirigir mi película. Pero en mi pequeño mundo nadie me dice qué poner en mis discos.”
Disputa con periodistas
Anthony DeCurtis escribió una biografía del músico, Lou Reed. Una Vida, que en español fue publicada por el Grupo Planeta. DeCurtis fue uno de los pocos periodistas y críticos (tal vez el único) que mantuvo una buena relación con Reed. Sus cruces con periodistas, peleas abiertas y hasta maltratos son legendarias. La mayor de ellas, posiblemente, sea con Lester Bangs, otro animal mitológico como él, el mejor periodista de rock de todas las épocas. En 1975 en un encuentro para la revista Creem, se midieron en un duelo salvaje. En un perfil anterior, Bangs lo describió, en la primera línea del artículo, como “un incómodo hombre gordo”. En esta ocasión el diálogo empezó lo más incivilizado posible: “Vos sos el que solía escribir, ¿no? Te volviste demasiado egocéntrico”, atacó Lou. Lester Bangs no se quedó atrás: “Algo que me gusta de vos es que nunca tenés miedo de degradarte cada vez un poco más”. Eso sólo fue el inicio del encuentro.
En otra entrevista, de muchos años después -en algún momento el video se viralizó en las redes- un Reed ya maduró se enfrentó (ese es el término correcto) con un joven e inexperto periodista alemán, que por primera vez se sentaba frente a una estrella, y le tocó la peor de todas. Reed muestra un desdén y un mal humor épico. Tras cada pregunta mira detrás de cámara buscando un cómplice para mostrar lo poco idóneo que es el joven. Y luego lanza su máxima: “El periodista es la forma más baja de vida”.
Otra costumbre que tenía era mentir en cada entrevista. Warhol, el día que iban a enfrentarse por primera vez a un periodista, lo aconsejó: “No se te ocurra decirle la verdad a estos tipos”. Y Lou siguió el consejo hasta el último de sus días.
En 1979, Bowie tocó en el Hammersmith de Londres. Después del show salió con Reed. Cada vez que se veían las noches duraban demasiado. En medio de los brindis, Lou Reed le preguntó al Duque Blanco si podían repetir la experiencia de Transformer. En medio del espíritu de camaradería y del impulso etílico, Bowie le dijo que por supuesto lo volvería a producir. Y se pusieron a pensar estrategias e ideas para lo que sería The Bells. Pero al día siguiente, ya sobrios y descansados, David Bowie decidió continuar la conversación y poner una nueva condición para encarar el trabajo conjunto. Lou Reed debía dejar las drogas, limpiar los excesos (Bowie lo había hecho recientemente después de su trilogía de Berlín). A Lou Reed no le gustó este cambio de condiciones, lo sintió como una imposición pese a que los testigos afirman que el pedido fue amable y hasta cauteloso. Comenzaron a discutir en el bar y siguieron en el hotel. En un momento, los otros huéspedes se amontonaban en el pasillo para ver a Bowie gritándole a Lou Reed a través de la puerta que saliera si era valiente, que eso lo tenían que arreglar a las trompadas. Lou Reed salió y llegaron a separarlos a tiempo. Bowie no produjo el disco.
La biografía de DeCurtis no evita hablar de los (muchos) momentos bajos de Lou Reed pero predomina la mirada amistosa y la admiración. Howard Sounes (que ya había sido de Dylan y McCartney entre otros), por el contrario levantó polémica con la publicación de Notes from The Velvet Underground. Allí afirma que Lou Reed era taciturno, brutal, salvaje y desagradable. Se mete de lleno en su sexualidad, en las pesadas adicciones y en la disolución de sus matrimonios. Recuerda episodios de violencia doméstica, en especial hacia su primera esposa, e incidentes racistas. Paul Morrisey, el que los llevó hacia Warhol, en la entrevista para el libro sugirió que el título de la biografía podía ser “La peor persona que vivió en el planeta tierra”.
El amor de Lou Reed
En 1992 conoció a Laurie Anderson, la artista avant garde que venía de grabar algunos trabajos de culto durante los ochenta como United States Live o Big Science. Fueron pareja durante 21 años, hasta la muerte de Lou.
El día que un amigo se acercó a él para contarle que Walk on The Wild Side había sido elegida para ingresar al Salón de la Fama como una de las mejores 500 canciones del rock, él antes de alegrarse preguntó si también estaba en la lista O Superman, el tema más icónico de Laurie, cuando le confirmaron que sí, recién en ese momento se permitió sonreír.
Parece que encontró, por fin, tranquilidad y armonía en las últimas dos décadas de su vida, su trabajo artístico siguió como siempre, jugando con los límites, intentando traspasarlos, saliendo de lo establecido o lo esperable. Con Lulú, su último trabajo, publicado en 2011, el año de su muerte, y grabado junto a Metallica ocurrió lo mismo que con aquel disco debut de la Velvet o los más cuestionados de su etapa solista de los setenta. Arreciaron las críticas feroces, las denostaciones al momento de la salida. Se impuso el rechazo y la incomprensión pero el correr de los años ha logrado que ese disco sea escuchado de otra manera y se vaya revalorizando.
En el final de su camino, Lou Reed siguió con la vieja costumbre de adelantarse a su tiempo.
Lou Reed murió diez años atrás, el 27 de octubre de 2013. Tenía 71 años y severos problemas en el hígado. Había sido trasplantado y su salud se resquebrajó en sus últimos meses. Estuvo hasta el final acompañado por Laurie Anderson.
Laurie lo despidió públicamente con una carta que dice en su último párrafo: “Lou era un príncipe y un guerrero y sé que sus canciones sobre el dolor y la belleza en el mundo llenarán a muchas personas con la extraordinaria alegría de vivir que él tuvo durante su vida. Larga vida a la belleza que desciende y perdura y que se adentra en todos nosotros. Laurie Anderson. Su amante esposa y eterna amiga”.