Tenía 28 años y ya era la dama de hielo, la rubia sensualmente fría encerrada en la pesadilla de Polanski en Repulsión (1965) y la prostituta de doble vida de las tardes de Buñuel en Belle de Jour (1967). Catherine Deneuve todavía estaba casada legalmente con el fotógrafo que registró los dorados Swinging Sixties –David Bailey–; tenía un hijo de 9 años –Christian– con el más infiel (y misógino) de los cineastas, Roger Vadim –el hombre que catapultó como bombas sexuales a sus otras dos parejas célebres, Brigitte Bardot y Jane Fonda–, del que se había enamorado cuando era apenas una adolescente; y acababa de conocer al que siempre dijo que fue el gran amor de su vida, Marcello Mastroianni, filmando la desgarradora Ça n’arrive pas qu’aux autres, de Nadine Trintignant.
Era 1971 y su firma junto a la de las otras 343 mujeres de la cultura y el espectáculo francés que respaldaron el “manifiesto de las putas”, escrito por Simone de Beauvoir y admitieron públicamente que se habían hecho abortos cuando la práctica era ilegal en Francia, fue clave para que se aprobara la ley Veil, que legalizó la interrupción del embarazo. “Un millón de mujeres abortan cada año en Francia. Ellas lo hacen en condiciones peligrosas debido a la clandestinidad a la que son condenadas cuando esta operación, practicada bajo control médico, es una de las más simples. Se sume en el silencio a estos millones de mujeres. Yo declaro que soy una de ellas. Declaro haber abortado. Al igual que reclamamos el libre acceso a los medios anticonceptivos, reclamamos el aborto libre”, decía el texto.
Comprometida toda su vida con el pensamiento independiente, sería señalada casi cuatro décadas más tarde por sectores del feminismo ligados al #BalanceTonPorc, la réplica francesa del #MeToo, por “blanca, bella, rica y privilegiada” tras firmar otro manifiesto junto a íconos de la liberación, en defensa del difuso y controvertido “derecho a importunar”. El texto escrito por la escritora y crítica de arte Catherine Millet y publicado en enero de 2018, cuando lo que comenzó como un reclamo legítimo para que los violadores fueran castigados tomó en muchos casos la forma de linchamientos sumarios al calor de las redes, sostenía: “La violación es un crimen, pero el cortejo insistente o desafortunado no es un delito, ni la galantería es una agresión machista”.
Deneuve, que por esos días fue caricaturizada incluso en publicaciones argentinas que la mostraban con bigote hitleriano, defendía la “legítima toma de conciencia de las violencias sexuales consumadas contra las mujeres, en un marco profesional, cuando algunos hombres abusan de su poder”, pero cuestionaba cómo “esa liberación de la palabra se ha convertido en algo muy contrario, ya que a través de la prensa y las redes sociales se ha puesto en marcha una campaña de delaciones y acusaciones públicas, sin que se deje a los acusados la posibilidad de responder, puestos en el mismo plan que agresores sexuales convictos y confesos”.
La fiebre por mandar “a los cerdos al matadero”, decía el texto publicado en El País de Madrid y en Le Monde, no ayuda en absoluto a las mujeres a defender su libertad: “Sólo sirve, en realidad, a los enemigos de la libertad sexual, a los extremistas religiosos, a los reaccionarios más peligrosos, arrastrándonos a una ola purificadora que parece no tener límite”.
Deneuve ya había sido criticada anteriormente por su defensa de su amigo Roman Polanski –”Que le gusten las chicas jóvenes no significa que sea un violador”, dijo en una entrevista–, y ahora afirmaba no reconocerse en “ese feminismo que, más allá de los abusos de poder, toma el rostro del odio contra los hombres y la sexualidad. Pensamos que la libertad de decir no a una proposición sexual corre pareja a la libertad de importunar, sin encerrarse en el papel de víctimas. Defendemos la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual. Estamos suficientemente advertidas para admitir que la pulsión sexual es ofensiva y salvaje por naturaleza. Pero no confundimos el ligue desagradable o desafortunado con la agresión sexual”.
Una semana después, la actriz tuvo que disculparse con las víctimas: “Nada en el texto del manifiesto pretende presentar el acoso como algo bueno. [...] Lo he firmado por una razón que, a mi manera de ver, es esencial: el peligro de la limpieza en el mundo de las artes. ¿Vamos a quemar los libros de Sade en La Pléiade? ¿Vamos a calificar a Leonardo da Vinci como un artista pedófilo y a borrar sus pinturas? ¿Retirar los Gauguin de los museos? ¿Destruir los dibujos de Egon Schiele? ¿Prohibir los discos de Phil Spector? Es ese clima de censura el que me deja sin voz e inquieta por el futuro de nuestra sociedad”. Fue una de las últimas intervenciones públicas sonadas de la dama de hielo del cine francés, cuya salud comenzó a deteriorarse un año después, tras sufrir un accidente cerebrovascular transitorio. Y fue contundente como lo había sido toda su vida.
Con menos ánimo de polemizar pero el espíritu intacto, volvió a rodar en 2020 –en realidad retomó su protagónico en la película de la que participaba cuando tuvo el acv, Es su vida, de Emmanuelle Bercot– y pese a dolencias de salud que suelen preocupar a sus fans, a los 80 no tiene ningún interés en retirarse: en 2021 volvió a ser la reina del Festival de Cannes y se lució como comediante en Bernadette (Léa Domenech, 2023), donde interpretó a la mujer de Chirac.
Nacida como Catherine Fabienne Dorléac el 22 de octubre de 1943 durante la ocupación nazi en París, su carrera comenzó a los 12 años, como un paso natural en una familia de actores: su padre era Maurice Dorléac, director de doblaje de Paramount en Francia, y su madre, Jeanne Renée Deneuve, que fue conocida como Renée Simonot. Catherine era la tercera de cuatro hermanas, Danielle, Françoise y Sylvie, con la que debutó en Les Collégiennes (André Hunebelle, 1957). Con Françoise –que le insistió para que fuera actriz como ella hasta que se convirtió en una de las favoritas de los maestros de la Nouvelle Vague– se luciría en Las señoritas de Rochefort (1967), el musical de Jacques Demy.
Ya había tenido a su hijo Christian Vadim y superado el escándalo de una relación sin papeles con un playboy que le llevaba quince años –y por quién se tiñó de rubio como todas sus musas/amantes– cuando atravesó el tremendo dolor de perder a su hermana adorada en un accidente automovilístico. Fue por ella, por Françoise, que eligió el nombre artístico Deneuve: quiso que hubiera una sola Dorleac famosa en el cine francés.
Si Buñuel la consagró como la estrella definitiva de la gran pantalla, el vestuario de Yves Saint-Laurent, que sería desde entonces su íntimo amigo, completó para siempre su estilo sofisticado, la representación de la elegancia de las francesas en todo el mundo. Por cuarenta años fue su aliada y su mejor clienta. Y Deneuve llegó a decirle al diseñador, que murió en 2008, que su historia de amor más bella fue con él.
Fuera de lo platónico, la historia de amor más bella fue con Mastroianni. Con el italiano la unió una pasión turbulenta y arrasadora, lejos de la supuesta frialdad de la diva. Eran opuestos que se atraían: ella, etérea, hiperactiva y distinguida; él, bohemio, informal y relajado. Los dos estaban casados –aunque ella llevaba años separada de Bailey–, pero los dos quisieron tener a su hija Chiara –que nació en 1972, un año después de iniciado el romance–. Se separaron en 1975, pero fueron amigos y confidentes hasta la muerte de Mastroianni, en 1996.
“Éramos tan diferentes… pero teníamos en común un profundo sentido de la libertad y un enorme amor por la vida –dijo ella en una entrevista hace unos años–. Él estaba casado, y solía llamarse a sí mismo ‘cobarde’ por no atreverse a dejar a su mujer. Una vez dijo en una entrevista: ‘Sólo quiero hacer felices a todos, esa es mi intención’. Ojalá me haya considerado su amante y su pareja, porque fue el gran amor de mi vida”.
Chiara, esa hija deseada por ambas partes de la pareja clandestina más cool de los setenta, describió como nadie el carácter de su madre: “Estoy orgullosa de ella porque jamás acepta los reclamos ni las demandas de nadie. Es una rebelde más allá de sus películas, mi madre es verdaderamente independiente en la vida”, le dijo a The Guardian en 2012.
François Truffaut, con quien tuvo un romance que duró dos años, hasta que lo dejó por Mastroianni, la definió en La sirena del Mississippi (1969) con un diálogo que eligió repetir en la siguiente película que rodaron juntos – El último metro (1980)–, en la que Jean-Paul Belmondo tenía que internarse en un psiquiátrico por la depresión del desamor tal como le había pasado a él fuera de la ficción:
–Eres tan bella que mirarte me hace sufrir.
–Ayer decías que te hacía feliz.
–Me hace feliz... y me hace sufrir.
Deneuve insiste –insistió toda su vida– en que es una mujer normal aunque la vean “fría y burguesa”, pero hizo de esa gelidez el sello de su carrera. Este año los franceses la honraron con una muestra que se presentó en las dos orillas del Sena: Catherine Deneuve: Rive droit, rive gauche. Ella es esa dualidad. Las dos Francias, la imagen más acabada de la libertad y también del privilegio que la hace altiva, una dama de hielo que sin embargo sigue iluminando todo como hacen las grandes divas.