El casamiento de Jacqueline Lee Bouvieur, viuda de John Fitzgerald Kennedy, con el magnate griego Aristóteles Onassis, el 20 de octubre de 1968, fue un bocato di cardinale para los medios del corazón y los que desplazan sus existencias hacia las de ricos y famosos y las disfrutan, sobre todo si terminan mal. El plato principal, servido con condimentos de culebrón vip, cubrió, hay que admitirlo, las exigencias de la más amplia gama de paladares: un manjar ideal para la industria del chisme, la maledicencia y la lengua viperina amiga. “Es la unión perfecta. Mi padre adora los apellidos y Jackie adora el dinero”, resumió Alexander Onassis, hijo del multimillonario y uno de los 40 invitados exclusivos a la boda que se hizo en Skorpios, isla de su padre en pleno Mar Jónico, entre pétalos de azahar y discreción. El amor y el supuesto intento de resiliencia de los novios eran puestos en duda por las malas conciencias y, quién sabe, hasta por los propios consortes. Jackie tenía 39 años; Aristóteles, 62. Por las dudas, los abogados hicieron un trabajo fino: el contrato prenupcial tuvo 170 cláusulas que regían desde el reparto de los bienes en caso de divorcio hasta un régimen de convivencia con camas separadas, la obligación de ella de pasar al menos los veranos en familia y el respeto a su decisión de mantener el apellido Kennedy.
A casi cinco años del atentado a balazos contra JFK, el 22 de noviembre de 1963, aún estaba fresca la imagen de Jackie con su trajecito Chanel rosa salpicado por la sangre de su marido, en un convertible transformado en raudo coche fúnebre por las calles de Dallas: la primera dama de los Estados Unidos pasaba a ser la viuda del presidente. Otro asesinato en la familia, el de Robert Francis Kennedy, hermano de JFK y senador demócrata, el 6 de junio de 1968, provocó pánico en ella: “Si matan a los Kennedy, entonces mis hijos son objetivos. Quiero salir de este país”, dijo. Onassis provenía de una familia adinerada que comerciaba tabaco y que en 1923, cuando Turquía ocupó los territorios en que vivía, perdió sus bienes y emigró a la Argentina. El joven Aristóteles demostró su astucia para resurgir de las cenizas tabáquicoexistenciales. Trabajó en Buenos Aires como limpiavidrios en una sastrería, mozo y telefonista, superó la gran crisis del 29 y se convirtió en un poderoso empresario de la industria naviera, fundador de Astilleros Onassis. “Si vendiera todos sus activos, Wall Street temblaría”, se escribía con estilo hiperbólico para dar idea de su fortuna. Su fama creció cuando se supo que era amante de la cantante lírica María Callas. Su casamiento con Jackie Kennedy fue la frutilla del postre como celebrity. Callas, paciente aspirante a la condición de esposa, se enteró por los diarios. “Mi aventura con Onassis fue un fracaso, mi amistad con él, un éxito”, declaró, a modo de premio consuelo.
El crucero del amor
En agosto de 1968, el periodista griego Nico Mastorakis confirmó que el romance entre Kennedy y Onassis, un secreto a voces, era real y avanzaba viento en popa. En su oficina de Atenas, leyó que el multimillonario iba a hacer una fiesta en su yate “Christina” y que Jackie estaba entre los invitados. La banda de bouzouki -instrumento de cuerdas griego- de Giannis Poulopoulos animaría el encuentro. Mastorakis, amigo personal del músico, lo convenció de que le permitiera disfrazarse de integrante de la banda y estar a bordo. Onassis los recibió exultante: en ese barco, el magnate naviero había conocido a Jackie en 1956, cuando invitó a los asistentes más ilustres de la boda de Grace Kelly y el Príncipe Rainiero a seguirla ya de día en el mar. La embarcación, en la que sedujo a Callas un par de años después, tenía cien metros de eslora, 18 habitaciones, un jacuzzi, arañas de cristal, picaportes de oro y pinturas originales de artistas como Renoir y Miró: así cualquiera. “La cena fue servida en vajilla de porcelana dorada -relató Mastorakis-. Donde uno mirara, había cristales, todo cuidado al detalle. Era obvio que para Onassis era una de las veladas mejor preparadas de su vida. Y la razón del glamour era que le encantaba la idea de ‘robarse’ a la ex primera dama de los Estados Unidos. Jackie llevaba una falda larga de estilo gitano y se mostraba muy cordial con todo el mundo. Comieron cordero y hojas de parra rellenas. Fue un muy buen momento”. El periodista aprovechó el jolgorio para tomar fotos con disimulo, en la era previa a los teléfonos y camaritas digitales.
A medida que la velada avanzaba, el infiltrado observó cómo los invitados se emborrachaban, bailaban y cantaban. Según su relato, Jackie, estimulada por el ambiente festivo y el vodka que había bebido, tomó uno de los costosos platos chinos y lo estrelló contra la cubierta, mientras el anfitrión le celebraba el desborde. Después de horas de diversión en alta mar, Kennedy se retiró a dormir a una de las habitaciones. Onassis, ebrio, se quedó bebiendo un rato más con la banda musical. Hasta que, como si se tratara de una grata obligación, le dijo a Poulopoulos: “Me encantaría quedarme con ustedes hasta el amanecer pero tengo que ir a hacerle el amor a mi esposa”. La frase le confirmó a Mastorakis que el vínculo era mucho más que un rumor que recorría el mundo. Siempre en su versión, al regresar a Atenas se le terminó la alegría: fue detenido por la policía secreta griega y pasó una noche detenido en una comisaría sin una acusación clara. Al recuperar la libertad y volver a su departamento, descubrió que su oficina y su casa habían sido desvalijadas: faltaban los rollos con los negativos del yate. Igual, publicó una nota con la crónica de aquella noche de romance confirmado. El título fue: “Ex primera dama de los Estados Unidos pronto será la primera dama de Skorpios”. El compromiso se coronó con un anillo de diamantes de cuarenta quilates de Harry Winston que Onassis le regaló a su futura esposa.
La isla de la fantasía
Durante el casamiento Jackie cambió el vestido de encajes recargado de su boda con JFK -el 12 de septiembre de 1953- por uno más sencillo, color marfil, acorde a una isla griega, diseñado por Valentino. En la celebración, muy íntima y exclusiva, estuvieron los hijos de ambos de sus anteriores matrimonios: Caroline y John Jr, de Jackie con JFK, y Alexander y Christina, de Onassis con Athina Mary Livanos, su ex, hija del empresario naviero Stavros Livanos. Ninguno de los jóvenes respaldaba la decisión de sus padres de volver a casarse. Tampoco lo hizo la sociedad estadounidense, que le cargaba a Jackie el lastre de viuda abnegada y eterna. La entereza demostrada durante el funeral de JFK y su condición de madre de dos chicos sin padre habían generado admiración y ahora, por contraste, generaban rechazo. Se consideraba que Onassis era un millonario engreído, ostentoso y mujeriego, inadecuado para un ícono hasta entonces virtuoso como ella. Se llegó a decir que Jacqueline sería excomulgada por la iglesia católica, hipótesis que el cardenal Richard Cushing, de Boston, canceló con una sola palabra: “Tonterías”. En los años siguientes, el matrimonio vivió entre la insular Skorpios, el flotante Christina, un departamento de quince cuartos en la Quinta Avenida de Manhattan; una estancia con stud incluido en Nueva Jersey; una casa sobre Avenue Foch, en París; y una mansión en Atenas.
Escenas de la vida conyugal
A pesar de que el desgaste no fue el de una convivencia de monoambiente, la pareja se iría agrietando con el paso del tiempo. Hasta que Onassis inició el divorcio porque Jackie había incumplido una de las cláusulas prenupciales: la obligación de compartir las vacaciones en familia. El trámite estaba en curso, cuando el magnate -fumador empedernido de habanos- murió de neumonía a los 69 años, el 15 de marzo de 1975. Dos veces viuda, Jacqueline Lee Kennedy Onassis debió enfrentar, desde entonces, a Christina, que le disputó la herencia de su padre (su hermano, Alexander, había muerto en un accidente aéreo, del mismo modo en que se mataría John Jr años después). La ley griega impedía que el patrimonio de Onassis se fuera del país a manos de una ciudadana extranjera. Tras una larga pulseada, Jackie aceptó los 26 millones de dólares que Christina le cedió, casi un vuelto para la familia, y se retiró a vivir en Nueva York. Conservó, eso sí, el anillo de diamantes de bodas hasta su muerte, el 19 de mayo de 1994, a los 64 años. Su hija lo vendió años después en una subasta en Nueva York, por más de dos millones y medio de dólares. Nadie encontró el bouquette de azahares griegos que Valentino le había cosido a su vestido de novia.