Fue un jueves antes del mediodía, 20 de agosto, la pandemia recién estaba dando un respiro. Claus atendió su celular y entre los gritos alcanzó a entender: alguien había asesinado a Charo, su abuela.
“¿Qué?”, “¿Cómo?”, “¿Quién?”. Las preguntas se fueron respondiendo de atrás para adelante mientras él, desesperado, trataba de llegar a la casa de su abuela, en José C. Paz.
Ese mismo jovencito de 24 años al que la mujer llamaba “mi sobrino” (era, específicamente, nieto de su primo) había ido a pintarle las rejas, como habían quedado. Pero en vez de ponerse a pintar había entrado a la casa, la había torturado, le había robado la jubilación y luego la había asesinado y prendido fuego para que pareciera que había muerto en un incendio.
Supieron quién había sido porque se incriminó solo. Cuando llegó a su casa, el asesino se sacó una selfie con los billetes de 500 y de 1.000 pesos que le había robado a la mujer de 80 años. No sólo eso: la subió a Facebook. Después le dijo a su mamá: “Me mandé la cagada del año”.
Fue su propia madre quien lo entregó a la Policía.
Claus Rodriguez, que entonces tenía 34 años y ya era padre de sus dos primeros hijos, jamás pensó que ese horror que a lo sumo veía por televisión iba a tocarle a él, que iba a convertirse en el “nieto de un femicidio”.
Desde entonces el crimen invadió sus pensamientos, sus noches, sus silencios, pero por sobre todo, atravesó su trabajo.
Dragones
A los 20, cuando empezó a tatuar, Claus tenía una idea más o menos formada de lo que iba a ser su trabajo: “Quería hacer dragones y calaveras, bandas de punk rock”, sonríe ahora mientras conversa con Infobae. Sonría porque sabe que la vida real lo alejó bastante de los dibujitos vacíos.
Pronto empezó a trabajar en un estudio de tatuajes reconocido y se especializó en retratos.
“Y lo que me empezó a pasar es que por ahí venía una mujer a tatuarse la cara del hijo, y cuando yo terminaba de hacérsela y esa mujer se miraba al espejo se ponían a llorar de una manera… un llanto aliviador, ¿viste? Y yo pensaba: ‘Esta mujer no vino a tatuarse el escudo de River, es una madre que vino a tatuarse la cara del hijo al que le mataron. No era un tatuaje más, me daba vergüenza cobrarlo”.
A diferencia de lo que suele pasar con el trabajo de muchos otros tatuadores, el de Claus estaba conectado con las muertes, pero no las naturales. Muertes, por lo general, inesperadas, violentas, en busca de justicia, ya sea por mala praxis, en robos, femicidios o por asesinos alcoholizados al volante.
“Muchas veces volví llorando a mi casa”, sigue. ”Me acuerdo de una vez que me tocó tatuar a un señor mayor, de unos 70 años, que no tenía ningún tatuaje y que jamás pensó que se iba a tatuar. Quería hacerse la cara de su hijo, había muerto por COVID”.
Ese hijo -le contó el padre durante las horas de sesión- se había enterado de que había dado positivo pero se había ido a dormir sin decir nada para no preocuparlos.
Fue cuando ya había tenido varios encuentros así que pasó lo de su abuela. Claus lo cuenta con gotero, porque el nivel de perversión todavía le resulta indigerible.
Ese jueves de agosto del 2020, Rosario “Charo” Gómez, su abuela, se despertó y fue a comprar el pan para que su “sobrino”, que ese día iba a pintarle las rejas, desayunara unas tostadas.
“No sabemos si cuando ella volvió lo encontró revolviéndole la casa o qué, pero fue ahí que sucedió todo”, dice Claus, inhala y mira fijo a una pared de Bastardos Tattoo, el local de tatuajes que fundó hace dos años.
“No fue solamente que le robó y la mató, o que le quiso robar y se le escapó un tiro. La tuvo secuestrada en la casa, la abusó, la hizo arrodillar a los pies de la cama, le apuntó con un arma en la cabeza, le pegó un tiro, la acostó y le prendió fuego. Una atrocidad”.
Después, según el relato de los testigos, salió y, mientras corría con la bolsa de pan, avisó que la casa se estaba incendiando.
No fue difícil saber quién había sido. No sólo porque se sacó las fotos y las subió a Facebook sino porque un vecino lo había visto llegar a la casa de la mujer con un bidón de nafta en la mano.
La noticia llegó a los medios de comunicación nacionales. Todo el día hubo periodistas transmitiendo en vivo desde la puerta de la casa.
Dice él: “Lo de mi abuela me hizo hacer un clic. Me di cuenta de que la vida es muy fina. Me hizo ver para dónde quería ir, qué quería hacer con mi vida”.
Unos meses después del femicidio, Claus renunció al estudio y empezó a tatuar en el living de su casa.
“Y un día veo a una mujer parada en el medio de la ruta con unas pancartas y un megáfono. Pedía justicia por su hija”.
A diferencia de los que pasaban de largo, Claus se la quedó mirando. Era Lorena, la madre de Lucía Costa Osores, la chica de 18 años que murió quemada después de que explotara un centro de mesa en el bar al que había ido con sus amigos, en San Miguel.
El brasero acababa de ser recargado por una mesera con un bidón de combustible líquido, por eso la mesera es ahora la principal acusada.
“Era una madre pidiendo justicia por su hija, pidiendo que no la olvidaran”, cuenta.
Lo de Lucía no había sido un asesinato directo como el de la abuela de Claus, pero había sido una muerte que también podría haberse evitado. Además, había un factor temporal: había sucedido apenas un mes y medio meses después del crimen de la abuela Charo.
En “Bastardos Tattoo”, en San Miguel, le hizo a esa mujer el retrato de su hija sobre la piel. “La busqué yo, pensé que podía ayudar a hacer más visibles las historias de quienes estaban en pedido de justicia”, cuenta.
El juicio por la muerte de Lucía Costa comenzó en septiembre pero la semana pasada volvió a postergarse.
Después llegó a tatuarse Carola Labrador, la madre de Candela Sol Rodríguez, la chica de 11 años que fue secuestrada y asesinada en 2011, en Hurlingham. A pesar del paso del tiempo, Carola también sigue pidiendo justicia.
Por el femicidio de la nena hay tres condenados (dos de ellos a perpetua) pero la causa judicial sigue abierta: todavía hoy, 12 años después, resta que otros cuatro imputados sean sometidos a juicio oral.
También a Carola Claus le tatuó gratuitamente la cara de su hija.
A la cadena se sumó luego Mónica Ferreyra, la madre de Araceli Fulles, la chica que fue asfixiada y enterrada debajo de escombros en una casa de José León Suárez en 2017.
El proyecto de Claus, sin embargo, salió de lo personal, porque no se limitó a femicidios.
Hace unos días, de hecho, tatuó a Milagros, la mamá de Mateo Delgado, un nene de 5 años que murió en un choque protagonizado por un conductor que tenía 1.98 de alcohol en sangre, una cantidad que puede causar, según las tablas médicas generales, “estupor, pérdida de la comprensión, deterioro de sensaciones y posibilidad de caer inconsciente”.
“La mayoría de las que vienen a tatuarse son mujeres, madres que van a defender hasta el fin de sus días las memorias de sus hijos, de la forma que sea”, sigue él.
Los tatuajes del proyecto son sólo rostros: retratos. No hay nombres, frases, nada de eso: desde las pieles de sus familias, las miradas hablan solas.
Fue en este contexto que un amigo de Claus le propuso grabar un mini documental con esas historias: mostrarlas juntas para que no sean olvidadas. Así nació “Recuérdame”, un proyecto audiovisual en el que hablan esas madres y esos padres huérfanos de hijos, y donde pronto alguien de la familia de Claus se tatuará a la abuela Charo.
“El día en que mataron a mi abuela teníamos 10 noticieros en la puerta, así y todo sabíamos que al día siguiente iba a haber otro crimen en otra parte y ya no iban a estar”, dice él. “¿Qué buscamos nosotros con esto? Que todos los casos sean visibilizados, porque cuando un caso no es mediático es como que la justicia actúa un poco más lenta”.
El joven asesino de su abuela fue condenado a prisión perpetua.
Busca, además, otra forma de dar un sacudón: “Si viste la cara del nene que murió porque otro se subió borracho a un auto, si viste cómo quedó la familia, tal vez puedas ponerte en su lugar antes de hacer lo mismo: darte cuenta de que es una locura”.
Pasaron los años y aquello de volver a su casa llorando después de haber tatuado un retrato dejó de ser una excepción en la vida de Claus.
“Tengo a mi vieja, a mi hermana, a mi mujer. Cuando los casos son de femicidio…no puedo dejar de pensar en ellas”, se despide. “Y tengo tres hijos, el más chiquito es un bebé. Cuando vienen por un chico que murió por una mala praxis o en un choque pienso en toda mi familia: me pudo haber pasado a mí. Ya dejé de pensar ‘esto está lejos de mí’. Yo ya lo sé, lo viví. Te puede pasar, no está lejos de nadie”.