Aunque parezca mentira, ahora tiene cincuenta y dos años. No tiene nada de raro, ni de malo, alcanzar esa edad que todavía no es alta y nadie juzga ya como baja. Lo de mentira es porque su imagen, el brillo de sus ojos, su media sonrisa pícara y cierto gesto veloz y fugaz que delataba su astucia, quedó para siempre enganchado en sus once años, cuando interpretó a Elliot, el chico de E.T., la película de Steven Spielberg que fue y es un canto a la infancia, a la amistad y a los sueños.
Spielberg tiene eso: de un plumazo te pone sobre la mesa los valores que acorazan tu vida, que tal vez yacen olvidados en un desván de la memoria y que, un día, por azar, deben salir a la luz para ser ratificados, para evitar que te los arranquen, que los violen o te los maten; esos valores simples como la libertad, la amistad, el amor, cierta dosis de locura y de coraje que te permiten navegar muchas veces por las aguas de la amargura. Así son las gentes de Jurassic Park, así es el capitán que salva al soldado Ryan, el mediador de “Puente de espías” y los héroes que pelean contra el tiburón.
Y así era Elliot, el chico que fue y el chico que fuimos, y al que daba vida Henry Thomas, que es quien tiene hoy las cincuenta y dos castañas sobre las espaldas y está atado a la imagen de una infancia feliz y peligrosa. Porque de eso trataba E.T. De un chico que se juega el cuero por un amigo, el amigo es un extraterrestre feo como una pesadilla y tierno como deben ser los extraterrestres, que sólo quiere llamar por teléfono y volver a casa. Elliot se compromete a salvarlo, tiene un hermano mayor que lo comprende, una hermanita traviesa que no lo delata, una banda de amigos ciclistas que lo siguen a todas partes, un buzo colorado que se le antoja un escudo protector y unas bicicletas todo terreno con la que todos esos chicos pedalean hacia la madurez.
La nueva vida de Thomas
Hoy, Henry Thomas está en otra cosa. Nunca dejó de ser actor, no se convirtió en lo que en Hollywood llaman con impiedad “un juguete roto”: un chico que protagoniza un gran éxito y ya nunca más vuelve al cine, o vuelve sólo para el fracaso. Thomas es un actor de brillante carrera, sólo que nunca volvió a un éxito mundial como el de E.T. Es verdad que hay cosas que suceden una sola vez en la vida, como salvar a un extraterrestre. Pero Thomas no cejó en su ideal de ganarse la vida metido en la piel de otros, para que todos nosotros entendamos mejor al mundo, que eso es lo que hace un actor.
Ahora se metió, digamos, en la antítesis de Elliot. Protagoniza para Netflix una miniserie de ocho capítulos que adapta “La caída de la Casa Usher”, el célebre cuento de Edgar Allan Poe. Es un cuento de terror, con personajes lúgubres, siniestros, infaustos, que Poe describe con maestría, como pinta con igual calidad un ambiente del que mejor no hablar; todo rodea un argumento que parece simple, pero que no lo es. Joven que llega a la mansión de un viejo amigo de infancia, el caballero Usher, enfermo de un mal incierto, que vive recluido con su hermana, también muy delicada de salud. Cuando todos esperan que Usher muera, quien muere es la hermana, que es sepultada en una cripta de la casa. Entonces, empiezan a pasar cosas.
Sólo para dar una idea, Julio Cortázar veía en ese cuento muchos elementos autobiográficos de Poe, además de un egotismo morboso, una enfermedad nerviosa confusa e indefinible, ciertos rasgos necrofílicos, algo de sadismo y de relaciones que podrían ser incestuosas, todo salpicado de opio y de óleos antiguos y libros derrengados en las paredes. Para ver la miniserie, se aconseja aferrarse a los brazos del sillón.
¿Qué hace Elliot metido en un argumento de ese tipo? Elliot no hace nada: quedó para siempre retratado en su bici voladora con la luna enorme y amarilla de fondo y E.T. en la canasta delantera y con su buzo colorado al viento. Thomas, en cambio, se presta a ser dirigido por Mike Flanagan, que es en buena parte quien rescató su carrera en el cine y lo convirtió en su actor fetiche, como hizo en su momento Francois Truffaut con el chico Jean-Pierre Léaud, aquel inolvidable de “Los 400 golpes”. Habrá que verlo a Elliot, a Thomas, en la piel de un personaje de Poe.
Infancia en Texas
Mientras, ¿qué fue de la vida de aquel chico que creció? Tanto como su vida posterior, es fascinante y curiosa su vida anterior a E.T. Thomas era un chico texano, nació en San Antonio el 9 de septiembre de 1971, normal y corriente, con una chispa encendida por los escenarios: esa llama no se apaga nunca. En realidad, Thomas, que era hijo de un par de granjeros humildes que querían lo mejor para su niño, detestaba las clases de piano y solfeo a la que lo mandaban los papás, y las cambió por unas clases de interpretación en su San Antonio natal. Así que en 1981, a punto de cumplir diez años, hizo un par de papelitos en dos películas, “Raggedy Man”, de Jack Fisk y “The steeler and the Pittsburgh Kid”, que por lo que sea, no han pasado a la historia del cine.
Un día de primavera de 1981, a Thomas le llegó la oportunidad de dar una prueba para una película que sería dirigida por Spielberg. El chico admiraba a Spielberg; recién se había estrenado “Los cazadores del arca perdida” y Elliot, que todavía no lo era, fue a la prueba con un atuendo que, de alguna manera, remedaba al de Indiana Jones. Lo acompañó su mamá, Carolyn. Al chico le dieron pocas instrucciones. Algo así como, hay un hombre en la puerta de tu casa que sabe que tenés escondido a un amigo extraterrestre. Se lo quiere llevar. Tiene una autorización. ¿Qué le dirías?
Entonces empezó lo que los expertos juzgan como la mejor prueba de cámara de la historia del cine, por encima de cualquiera que haya dado Marlon Brando, James Dean o Robert De Niro. El chico Henry entró en situación de inmediato. En segundos trasuntó miedo, impotencia y rebeldía. Mientras llora como lo que es, un chico, le grita al mundo que su amigo es su amigo, no lo es de ninguna agencia aeroespacial, ni lo es del presidente de los Estados Unidos: “¡No me importa lo que diga el presidente de Estados Unidos!”, le dice al hombre de la NASA. Conmovió a todos. La leyenda dice que hasta el propio Spielberg tuvo que contener las lágrimas, y si no es cierto anduvo cerca. El director sólo le dijo: “Muy bien, muchacho, el papel es tuyo”. Entonces, el caradura de Henry, sobre sus lágrimas que aún caían mejillas abajo, enarboló una sonrisa triunfal y lanzó un vistazo a su madre como para decir que ya lo sabía, para que lo molestaban con esas cosas. Un atrevido.
La prueba de Thomas anda por los laberintos de YouTube, es digna de ver, es una master class de actuación infantil. En San Antonio le habían enseñado, y Henry había aprendido, que podía y acaso debía recurrir a un recuerdo triste si le pedían que debía llorar en escena. Era el método del Actor’s Studio y de Lee Strassberg adaptado a Texas. “Yo sólo tenía diez años. Seguía muy en contacto con mis emociones primarias y me era muy fácil entusiasmarme, exaltarme o llorar”, recordó Thomas años más tarde. Y recurrió a un recuerdo doloroso, la muerte reciente de su perro Urso. Así es como se salvan a los extraterrestres en este planeta.
Así se unió Thomas a sus otros dos hermanos de ficción, Michael, interpretado por Robert McNaughton, un chico que entonces tenía diecisiete años y era un actor shakesperiano, y a Gertie, interpretada por Drew Barrymore, que tenía seis años y, en parte, iba a estar a punto de convertirse en un juguete roto de Hollywood: esa es otra historia.
La vida después de ET
La fama sacudió a Thomas y a sus once años. “Durante los primeros seis meses después del estreno, salía y me acosaban. Yo era un chico tímido, crecí en una zona rural y era de una familia pobre, mis padres no eran del mundo del espectáculo. Ser abordado por adultos todo el tiempo me asustaba. Entonces dejé de salir de la casa. Me convertí en un ermitaño con once años”, confesó ya maduro y en evocación de aquellos días. Después de estrenada la película volvió a Texas y a su escuela. Sus compañeros se burlaban, le decían “Hollywood” o “ET”. Una vez terminó con la cabeza metida en un inodoro y un grandulón que tiraba la cadena: “Yo era un blanco fácil. Todos querían meter mi cabeza en los inodoros. Tal vez eran celos, o chicos que sólo eran chicos. Era como si me dijesen, ‘¿qué carajo hacés aquí? ¿Quién te pensás que sos…?” Alguna vez también dijo que se había arrepentido muchas veces de haber encarnado a Elliot y está muy bien, porque de alguna manera hay que poner fin a la infancia.
A los diecisiete años dejó Texas atrás y viajó a New York para hacer lo que quería ser: actor. “Nunca quise conformarme con el estereotipo de la estrella infantil que termina mal, ni darle a nadie la satisfacción de tener una foto mía robando una licorería”. Volvió al cine, que terminó por ser su pasión. En 1989, a los dieciocho años, filmó “Valmont”, dirigido por Milos Forman, en 1994, a los veintitrés, protagonizó “Leyendas de Pasión”, la famosa película de Edward Zwick sobre los amores desastrados de tres hermanos, junto con Anrhony Hopkins, Brad Pitt, Aidan Quinn y Julia Ormond. En 2004, Martin Scorsese lo dirigió en “Gangs of New York – Pandillas de New York”, junto a Daniel Day-Lewis, Leonardo Di Caprio, Cameron Díaz y Liam Neeson. No está mal que en tu carrera cinematográfica te dirijan Spielberg. Forman, Zwick y Scorsese.
Sin embargo, Thomas sintió en un momento que su carrera menguaba. Tal vez lo que cambiaba era la industria del cine, enfocada a los súper héroes y alejada cada vez más de los dramas humanos. Porque entre director famoso y director famoso, Thomas filmó de todo: “Ouija, el origen del mal”, “Psicosis IV”, “El juego de Gerald”, y se integró al mundo de las miniseries cinematográficas emitidas por televisión: “CSI”, “Ley y orden”, entre otras. Lo último y celebrado que protagonizó para Netflix fue “The Haunting of Hill House- La maldición de Hill House”, un drama de horror y mundos sobrenaturales bajo la dirección de Mike Flanagan, el mismo que lo dirige ahora en “La caída de la casa Usher”. Thomas dice que le debe a Flanagan esta especie de resurrección de su carrera. “Estoy en deuda con Mike. Me tuvo en cuenta cuando todo el mundo parecía haberme olvidado. Como diría Elliot: Él vino a mí”, admitió en hace poco en un reportaje, sin poder despegarse del todo de su inolvidable personaje iniciático.
Los amores de Thomas
Por lo demás, se casó tres veces, nada del otro mundo, con la actriz Kelly Hill, entre 2000 y 2002; con la actriz alemana Marie Zielcke, entre 2004 y 2007, tuvieron una hija, Hazel, y con Annalee, su actual mujer, padres de Evelyn y de Henry. Músico, como habían pensado sus padres que lo mandaban a sus odiadas clases de piano y solfeo, Thomas fundó a mediados de los 90 y guitarra en mano su banda de rock: “The blue Heelers”, que se disolvió antes de la llegada del nuevo siglo.
En 2019, en Oregon, un motociclista llamó a la policía para avisarles de algo raro: había un auto parado en medio del cruce de dos calles en un barrio residencial con su conductor que parecía desmayado sobre el volante. Cuando la policía se hizo cargo, despertó a Henry Thomas de lo que parecía la consecuencia de una bruta borrachera. Thomas se negó a hacer una prueba de alcoholismo, se tapó la boca con las manos y fue arrestado. Le pidieron en la comisaría una prueba de orina y parece que el tipo salió del baño con un recipiente con un líquido transparente que, sospecharon los investigadores, tenía más agua de la canilla que otra cosa. Lo dejaron en libertad a la mañana siguiente y Thomas se declaró inocente de todos los cargos.
Así que así es hoy la vida del actor que fue el chico que todos quisimos ser. Ese es el mensaje que nos susurra Elliot ya no en boca de Thomas sino gracias al guion de E.T. Todos llevamos un Elliot dentro. Todos tenemos un amigo a quien salvar, un hermano que nos cuida, otro a quien debemos cuidar, una banda de amigos para toda la vida y unas bicis que trepan a la luna impulsadas por el pedal de los sueños. Y ese Elliot, el personal, el de cada uno, vivirá por siempre agazapado en el desván de la memoria, siempre dispuesto a ganar la luz, allí, donde E.T. señala con su dedo luminoso que estará por siempre. El resto es selva.
El actor Henry Thomas vive hoy en Los Ángeles, junto a su mujer Annalee, sus dos hijos y su hija mayor, Hazel. Es un hombre común, contratado para meterse en la piel de otros y hacer que entendamos mejor el mundo, aún el de Edgar Allan Poe, que ya es decir. Nunca volvió a protagonizar un fenómeno como el de E.T. porque sólo se tienen diez años una vez.
Quienes lo conocen, juran que guarda como una reliquia el pequeño buzo colorado que vestía la tarde que salvó a E.T. Y juran también que no le queda chico.