Esa mañana de mayo Sofía se levantó temprano, se preparó un té y unas tostadas con palta, se abrigó, acarició a sus perros, sacó la moto y se fue a entrenar, como siempre. Tenía 25 años, hacía un mes que se había ido a vivir sola, estaba de novia, le faltaba nada para recibirse de profesora de Educación Física.
“Todo estaba muy ordenadito”, dice ella ahora a Infobae.
Bueno, estaba.
Poco más de una hora después, apenas salió de la clase de cross fit y volvió a subirse a la moto, tuvo un accidente insólito, especialmente porque no estaba andando cuando sucedió. Un evento de esos clasificables como “el colmo de la mala suerte”.
Así arranca la historia de Sofía Cejas, que ahora llega a la Plaza Velasco Ibarra, en Balvanera, sentada en una silla de ruedas. Quien empuja la silla es Martín Hirschfeld, un joven que unos meses después sufrió un accidente parecido y al que Sofía conoció en el punto de inflexión, mientras le preguntaba a todos, furiosa y sin esperar respuesta, “¿quién me va a querer así?”.
Ella
Sofía había dejado su moto sobre la vereda. Ese 4 de mayo, apenas salió del gimnasio, en San Miguel, se puso el casco, se subió y la arrancó. Era una Gilera Smash 125.
“¿Y qué pasó?”, pregunta y toma aire. “Pongo primera y se me va el acelerador. Y ya no la pude controlar”.
La moto, acelerada con ella encima, avanzó de golpe, chocó contra otra moto que estaba estacionada en la calle, “y yo salí despedida”. Sofía podría haber caído en el asfalto, que todo terminara en un golpe y tal vez en un instante de vergüenza, pero fue ahí que la mala suerte metió la cola.
“Justo en ese momento estaba pasando un camión -cuenta, y toma aire para poder seguir-. Y me chocó en el aire. Me agarró por la mitad, de la cintura para abajo”.
El camionero sintió el impacto y clavó los frenos, aunque ya la había arrastrado varios metros. Sofía quedó debajo del camión, a la altura del tanque de combustible, boca arriba, mirándole las entrañas.
“Mi cabeza quedó a un centímetro de la rueda”, sigue, consciente de que ahí el azar sí se puso de su lado. Como no perdió el conocimiento, recuerda con nitidez que se sacó el casco temblando, se miró las piernas y se volvió a acostar en el asfalto.
“Y ahí, después de verme, me entregué. Dije ‘ya está’. Lo único que quería era descansar”.
Un compañero del gimnasio que escuchó la frenada y los gritos de los vecinos corrió a buscarla, se tiró abajo del camión, le dio la mano, le habló para tranquilizarla, le sacó el celular de la campera, llamó a la madre. La ambulancia llegó enseguida.
“Cuando me sacaron de ahí abajo sentí un dolor que nunca en mi vida había sentido. ¿Después? Estuve siempre consciente pero no me acuerdo de más nada”.
Llegó al Hospital Larcade, en San Miguel, muy grave. El impacto del camión sobre la mitad inferior de su cuerpo no sólo le había provocado una fractura total de la pelvis, también le había reventado la vejiga y le había provocado lesiones graves en los intestinos y en el útero.
“Pero lo más grave fue que tenía hemorragias internas. Me estaba desangrando por dentro”, describe. “En ese momento, mientras trataban de reconstruir la vejiga, tuve un paro cardíaco”.
Pudieron reanimarla, traerla de regreso, y quedó internada en terapia intensiva. Los días que siguieron fueron críticos. Fue uno de esos días que llamaron a su familia: “Les pidieron que fueran a despedirse de mí, pensaban que no pasaba la noche”.
Sofía pasó los siguientes 10 días en coma inducido hasta que empezaron a sacarla. Se había salvado, eso era lo más importante para todos los que la querían. Pero ella, que había ovillado su vida alrededor del deporte y no había llegado a procesar lo que le había pasado, estaba frustrada.
Sofía era patinadora desde chiquita, de hecho tenía su propia escuelita de patín-carrera. Estaba viva pero ya no podía caminar.
“Pensaba ‘bueno, hay un montón de cosas que realmente se terminaron acá”.
Es cierto que algunas habían terminado, también que habían empezado otras.
A lo largo del año y medio que siguió, tuvo que ser operada 13 veces. Hoy sigue internada en la clínica de Rehabilitación Santa Catalina donde trata de que las caderas, las pelvis, las piernas, los pies hagan lo suyo para ayudarla a volver a caminar.
Poder caminar: eso que muchos damos por descontado.
“No te voy a decir que no extraño mi vida de antes, mi cuerpo de antes. Pero en todo este tiempo aprendí muchas cosas”, reflexiona.
“¿Por ejemplo? Yo era muy acomplejada con mi cuerpo, especialmente con mis caderas, qué casualidad, ¿no? Ahora me miro y pienso ‘ojalá hubiera valorado más el cuerpo que tenía: un cuerpo sano. Yo todo el tiempo me cuestionaba mi aspecto físico, ‘me gustaría tener menos caderas’ o más de otra cosa…realmente no me daba cuenta de lo que tenía”.
Él
Ocho meses después del accidente que dejó la vida de Sofía colgada de un pelo, un jovencito de 23 años también tuvo un accidente atroz, también contra un camión.
El jovencito en cuestión es Martín Hirschfeld, el que ahora le sonríe a Sofía en un banco de la plaza con una sonrisa nueva: la que tiene después de haberse fracturado, entre muchos otros huesos, los de la mandíbula y el resto de la cara.
El 6 de diciembre del año pasado, cuando el Mundial de Qatar ya iba por los octavos de final, Martín salió de su trabajo en un Café Martínez de Escobar y se subió a su camioneta. Era también carpintero, así que el plan era ir a su local, en Tortuguitas, donde empollaba un pequeño emprendimiento: vender los muebles de madera que él mismo hacía.
No estaba, digamos, bien. Venía de vivir meses muy duros: cuatro meses antes de esa tarde, su papá, que tenía 51 años, había muerto de repente: muerte súbita.
“Yo no me acuerdo de nada del accidente, te digo lo que me contaron. Había un camión estacionado, mal estacionado, al lado de una estación de servicio. Era un camión con acoplado, de unos veinte metros de largo. Yo venía por la colectora y lo choqué de atrás: me metí literalmente abajo”.
Un amigo que volvía en colectivo del trabajo vio el tumulto por la ventanilla, los autos frenados. Cuando miró para curiosear reconoció, en el amasijo, la camioneta Citroën Berlingo de Martín.
Lo que vio cuando se bajó del colectivo es la escena en la que nadie quisiera ver a un amigo.
“Choqué con la cara, no me maté de milagro”, cuenta. La camioneta quedó tan abollada con él adentro que los bomberos tuvieron que cortar el techo para poder sacarlo. “Me contaron que yo los ayudé en ese momento. Después me subí a la camilla ya desmayado”.
Quienes estuvieron en la escena creyeron que había muerto.
Lo llevaron de urgencia al Hospital de Trauma Federico Abete, en Pablo Nogués. También su vida colgaba de un pelo. Tenía una fractura craneal severa, el cerebro estaba muy inflamado. Tenía, además, fracturas por toda la cara, desde la mandíbula hasta la frente.
El sistema completo estaba fallando. En los días que siguieron le pusieron un catéter en el cerebro para bajar la presión, tuvo una neumonía, tuvieron que hacerle una traqueotomía, sufrió una trombosis en una pierna, los riñones empezaron a agotarse.
“Un domingo llamaron a mi vieja y le dijeron que se prepararan para lo peor, yo estaba tan grave que me podía morir ese mismo día”, cuenta.
Martín estaba en coma cuando Messi levantó la Copa del Mundo.
“Cuando me desperté después de 25 días en coma empezó la realidad, mi nueva realidad. De tener dos trabajos, manejar y hacer mi vida pasé a depender de que otra persona me atendiera, me lavara. La mandíbula había quedado tan mal que sólo me podía comunicar con señas. Tuvieron que enseñarme a tragar saliva”, cuenta.
Tragar saliva, respirar, hablar. Otras tres cosas que, quienes podemos hacerlas, damos por sentado.
“Yo ya venía muy golpeado por lo de mi papá, más abajo no podía ir. En ese momento me acordé de una frase que me encanta: ‘Lo imposible está en la mente de los cómodos’. Así que cuando estaba tirado en la clínica y no podía ni hablar trataba de enfocarme en eso: no hay nada imposible para el que está incómodo”.
A lo largo de los meses que siguieron, ya internado en la misma clínica de rehabilitación en la que estaba Sofía, Martín se entregó.
Se dispuso a volver a aprender a tragar primero, a volver a aprender las vocales, a volver a incorporar palabras sueltas, hasta que logró volver a hablar, escribir, caminar. “Nadie lo podía creer”, dice ahora.
Fue en un ascensor yendo a rehabilitación que Sofía y Martín se vieron por primera vez. Ella sentada triste en su silla de ruedas; él con la cabeza inflamada y con pocos dientes, pero con la sonrisa.
Los dos
Se cruzaron una vez y ella lo ignoró, otra vez y pasó lo mismo. Hacían la rehabilitación física en el mismo espacio y a la misma hora, pero nada.
“Hasta que empecé a escuchar su historia, empecé a escucharlo hablar con otros de su vida, de sus proyectos, de cómo estaba saliendo adelante, de lo seguro que estaba de que iba a volver a su carpintería. Había algo que transmitía en su forma de ver el mundo que a mí… me encantó”, se sonroja ella.
Había algo más. Martín había empezado a dictar un taller de carpintería para otros compañeros internados que habían tenido, por ejemplo, accidentes cerebrovasculares y estaban tratando de volver a mover las manos.
Esa generosidad, esa forma de encontrar alegría donde el aire suele ser espeso, la conmovió.
El novio que Sofía tenía al momento del accidente, cuando la vida se veía “muy ordenadita”, ya no era parte de su vida. “Me había separado en el peor momento, un mes después del accidente. Me había dado cuenta de que era una relación que no sumaba para nada, es más, restaba. Y yo en ese momento de mi vida no necesitaba algo que me restara”.
Todos sabían que a Martín le gustaba escribir así que él aprovechó esa herramienta. Un día se acercó a Sofía y le dijo que quería hacerle unas preguntas para escribir su historia. Así empezaron a juntarse solos en el patio de la clínica para conversar.
Fueron cuatro meses de charlas, de una intimidad rodeada de gente. Él estaba fascinado con ella pero un prejuicio de su vida anterior todavía lo tironeaba.
“Yo pensaba ‘¿pero cómo me va a gustar una chica en silla de ruedas?”.
No eran dos personas en estado de cita habitual: dos personas que pueden salir, verse, extrañarse, desnudarse, reconocerse, andar, probar. Estaban internados, ni siquiera tenían permitido salir solos.
Ir al cine fue lo primero que les permitieron hacer solos: “Te digo la verdad: yo al principio estaba pendiente del ‘qué dirán’, esto de ‘¿qué van a pensar si me ven con una chica discapacitada?’. Pero ese día la vi moverse en la silla de ruedas con tanta voluntad que… me enamoró”, dice él, y se le llenan los ojos de emoción.
“Hay un momento en donde sólo te importa el corazón. Ese día hice el click. Me dije a mí mismo ‘es ella’”.
Se pusieron de novios y fueron amasando juntos una idea de pareja en la que nunca habían pensado. ¿El amor? El amor era otra cosa.