Nadie puede decir que a Sigourney Weaver le faltan atributos. Al contrario. Los tiene casi todos, incluso uno que realza los otros: la fina estampa. Nacida en Manhattan, Nueva York, el 8 de octubre de 1949, es -en el más amplio sentido de la palabra- una mujer distinguida. Y sin embargo, alguna vez, en esa etapa indefinida que es la adolescencia, sintió un profundo desajuste entre ella y el mundo. Empezó por la sensación de un cierto desacople entre su nombre y su aspecto. Sepan, en este punto, que Sigourney no se llama Sigourney y que ni siquiera se trata de un nombre artístico. Se llama Susan Alexandra. El Sigourney lo tomó de un personaje muy lateral de la novela “El gran Gatsby”, de Francis Scott Fitzgerald: Mrs Sigourney Howard. “Lo elegí porque estaba tratando de evitar que me llamaran Sue, Sussie, que son para alguien que a los 13 años ya medía un metro ochenta y dos. Sin embargo, todo el mundo me llama Sig o Siggy, así que una no puede escapar de su destino”. Sus padres, para colmo, decidieron zanjar el asunto llamándola S.
¿El problema era el nombre o la estatura? Al parecer, la estatura, pero la única variable era el nombre. Cuando comunicó en su colegio que lo cambiaba, las bromas se sumaron al bullying al que la sometían por la altura, que ella llevaba con languidez. “En clase me convertía en una especie de payasa porque me burlaba de mí misma antes de que los demás pudieran hacerlo. Era muy crédula, me podías contar cualquier cosa y la creía; después volvía, tan amigable como una perrita Golden Retriever que regresa por más. Me conocían por mi nombre de nacimiento, Susan, y no aceptaron el Sigourney. Al día de hoy, cuando escucho que me llaman Susie en la calle, me congelo porque sé que es alguien que me conoce de aquellos días en que me sentía una perdedora”.
De chica, sus padres la llevaron a que la examinara un médico, temerosos de que no dejara de crecer. Sylvester “Pat” Weaver, fue director de la cadena NBC y creador de “The Tonight Show”, entre otros programas televisivos; su madre, Elizabeth Inglis, una actriz británica que llegó a actuar en “Los 39 escalones”, de Alfred Hitchcock., Sin embargo, ninguno de los dos respaldó la inclinación su hija por la actuación. “Pensaron que yo era demasiado sensible a las críticas y que iban a comerme. Estaba además el tema de la altura. No creo que mis padres pensaran: ‘Hay una estrella en ciernes’”. Sin caer en el freudianismo mediático barato, mencionemos que la frustración profesional de Inglis, que abandonó su carrera para cuidar a su marido y los dos hijos de ambos, se filtró, convertida en culpa, en la estructura psíquica de Susan/Sigourney, hasta anegarla de inseguridad.
El mundo contra ella
Más adelante, cuando empezó a estudiar teatro en la Escuela de Arte Dramático en Yale, sus profesores se sumaron a la cadena del desánimo: le dijeron que no tenía el talento ni el aspecto como para ser una actriz profesional. Otro puñetazo a la confianza de la chica. En Yale se cruzó por primera vez con Meryl Streep, la preferida de los docentes, la que recibía los mejores papeles, la que estaba totalmente integrada (en el futuro iba a ganar tres premios Oscar y a ser nominada 21 veces, 18 más que Weaver, que no ganaría ninguna estatuilla). Sigourney era una joven fuera de norma, estrafalaria, que, en pleno auge del hippismo, vivía en una casa en un árbol, se vestía de elfo, tocaba la flauta con su novio y hacía obras de teatro escandalosas: tiempos de flower power. Hasta el último día en Yale sus profesores le recordaron que era demasiado alta y desgarbada para la actuación, un estigma que le costaría quitarse de encima. “Me llevó años reconstruir mi confianza. Sigo pensando que en Yale tenían un ideal platónico de las protagonistas femeninas que nunca he podido cumplir. No me sentía a gusto en ningún aspecto. Todos eran muy competitivos. Cada uno tenía su propio camarín, lo que me resultaba muy solitario. Realmente extrañaba a mis amigos, que nos maquilláramos todos juntos frente a un mismo espejo roto”
Aunque fue tenaz, en cine no empezó mejor. La rechazaban en los castings. El universo Hollywood estaba (¿estaba?) construido en base a estereotipos: un hombre más bajo que una mujer, según esta lógica, sólo podía transmitir ridículo. No fue raro que uno de los primeros papeles de Weaver -ínfimo, de segundos- fuera en una película de Woody Allen, que la hizo aparecer sobre el final de “Annie Hall” para explotar la comicidad de la diferencia de altura con él, que mide un metro sesenta y cinco. “Cuando empecé mi carrera, casi nadie quería contratar a una actriz que midiera un metro ochenta y dos. ¿Qué hombre quiere pasar sus días en el set de rodaje parado sobre una caja de manzanas solo para poder mirarme a los ojos?”, dijo Weaver. Y agregó: “He perdido muchos papeles por mi estatura. Mido 1,90 con tacos. Los productores son bajos y nunca fui su fantasía sexual. En cuanto a los actores, si entro a una habitación y uno de ellos se levanta y luego se sienta de inmediato, me escucho decir: ‘Este trabajo no es para mí’. Una vez me ofrecí a pintarme zapatos en mis pies para simular ser más baja y obtener un papel”.
Luego, recordó a un actor, del que no reveló la identidad, que no quiso levantarse de un sillón a darle la mano para evitar mostrarse más bajo que ella. Aunque rescató a otro, con nombre y apellido, que afrontó con hidalguía, ante cámaras, que ella lo superara en altura. “Mel Gibson, con el que trabajamos en El año que vivimos en peligro, de Peter Weir, era más petiso que yo y encima me ponía tacones. Él está muy seguro de sí mismo. Depende del tipo. Hay de todo”, explicó Sigourney.
Alien sin sexo
La bisagra en su carrera fue el protagónico en “Alien, el octavo pasajero”, de Ridley Scott, película en la que interpretó Ellen Ripley, personaje pensado para un hombre y luego transformado en una de las primeras heroínas del cine de acción/terror. El papel había sido rechazado por Meryl Streep, su némesis. A Weaver, que buscaba propuestas más intelectuales, no le convencían el género ni el libro. A pesar de que no tenía un currículum como para imponer condiciones, convenció a Scott de que anulara una secuencia de sexo que estaba en el guión original. “No sé qué pinta debía tener cuando me aparecí ante él con unas botas de puta. Tuvimos una larga charla sobre el guión. Yo tenía muchos reparos. Se lo critiqué. Le dije: ‘Es muy siniestro, no sé si pega esa escena de sexo. ¿De verdad cogerías con alguien mientras esa cosa monstruosa anda suelta por ahí?”. Convencido o no, Scott atendió el reclamo. Años después, en “Alien: Covenant” hizo que dos personajes tuvieran sexo mientras el xenomorfo deambulaba en busca de víctimas.
Con “Alien”, a Weaver le llegó la alta exposición mediática, también rechazada por ella en un principio. “La fama es algo extraño. Me producía rechazo estar en las tapas de las revistas, no quería renunciar a mi privacidad. Así que intenté evitar un poco toda aquella historia durante años, hasta que entendí que era parte del trato Yo era muy tímida, y eso fue un shock para mí. Me metí debajo de la tierra durante dos años. Rechacé un montón de papeles, hice teatro y poco más. No sé por qué, pero pensaba que “Alien” no era un trabajo de verdad. No quería abandonar mi vida humilde en Nueva York, deseaba ser una persona común que pudiera viajar en autobús. Recién en 1997, con “La tormenta de hielo” (de Ang Lee), pensé: “Guau, tal vez esto de actuar funcione después de todo. Si pudiera darle un consejo aquella joven le diría que no se lo tomara tan en serio, que no importa, que hay que hacer de todo, estar en distintos tipos de papeles”.
Reinas frías o putas
Con el correr de los años y las películas, fue quitándose el lastre de los prejuicios, aunque siguió siendo irónica con los personajes estereotipados. “El negocio del cine divide a los papeles femeninos en reinas frías y putas, y ha habido momentos en que quería hacer de puta, más que nada”, declaró. Hasta su aversión hacia el cine mainstream se fue modificando. “A mi padre nunca le gustó que entrara en la actuación porque pensaba que no era lo suficientemente agresiva. Pero cuando vio que yo lo había hecho de cualquier modo, me dio el mejor consejo que jamás recibí: ‘Asegúrate hacer una película comercial’. Muchos actores no estarían de acuerdo con eso, dirían, ‘No, no, quiero hacer algo artístico, aunque con un papel grande’. El problema con eso es que esas películas no las ve mucha gente, y a mí me gusta estar en películas que la gente ve. Eso lo heredé de mi padre”.
También tuvo una suerte de acercamiento póstumo a la carrera de su madre: “Ella era muy reservada respecto de su pasado artístico. Nunca la escuché decir nada sobre la actuación. Luego, después de su muerte (en 2007, a los 94 años), encontré todos los programas de sus antiguas obras de teatro. Descubrí que ella había tenido mucho prestigio en Londres, que había sido una estrella de los escenarios en algunas obras. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Ella era bajita y siempre me decía: ‘Ojalá fuera alta’. Pero no tienes elección en estas cuestiones. Después de dejar la actuación se sintió muy frustrada y, fuera del trabajo como ama de casa, canalizó toda su energía en los deportes. Ella era una persona muy competitiva y yo crecí desconfiando de eso porque soy muy distinta”.
A gusto consigo misma
La vida privada de Weaver jamás dio material para el periodismo sensacionalista, de modo que nos limitaremos a decir que se casó en 1984 con el escritor y director teatral y de cine Jim Simpson, su actual marido, con el que tuvieron una hija, Charlotte. Esa estabilidad la convierte en una rara avis de Hollywood. Graduada en Letras en la Universidad de Stanford, alguna vez pensó en ser periodista. Por suerte para el público y para ella, finalmente decidió ser actriz, lo fue y se enteró mucho más tarde, en ese orden. Su cuerpo, por el que tanto la habían acomplejado, pasó a ser su herramienta profesional, no una fuente de traumas. Los años pasaron pero nunca dejó de trabajar en cine: su talento es indiscutible. “No quiero sentarme en una torre de marfil, esperando a que mi gran película salga una vez cada cinco años. Eso es muy aburrido. Quiero estar ahí fuera, trabajando con diferentes generaciones”, declaró el año pasado, sin desconocer que no sobran los papeles para actrices de más de 70 años. “A menudo soy la persona más vieja en el set de rodaje. Pero no tengo problemas con la edad. Me gusta envejecer, es interesante. No creo que sea atractivo tener una cara tensa con el cuerpo de alguien de más de 65 años. Me parece que da miedo. Mi madre era una gran belleza y nunca sucumbió a la cirugía plástica. Ella pensó que era mejor envejecer con gracia. Siento lo mismo”.