Alguien la inventó. Alguien trazó esas líneas simples. Alguien le puso una piel amarilla, le dibujó un contorno curvo a la boca y le puso puntos a los ojos. No es algo que haya estado siempre ahí, impregnado en el inconsciente colectivo de la cultura global. Fue la idea, la creación, la ejecución de un alguien. Le costó diez minutos diseñarla. Le pagaron 45 dólares por entonces, en la actualidad serían 400 dólares. No proyectó el superávit ni la coronación de un objeto de culto, de un ícono del merchandising. Tal vez no quiso imaginarlo en términos de beneficios económicos posteriores. No lo inscribió en ningún registro de patente, nunca exigió derechos de autor ni copyrights.
Harvey Ball no lo pensó demasiado. Era el resultado de un encargo modesto. Lo resolvió rápido. Su rubro era la publicidad. En 1959 fundó su propia compañía luego de trabajar en relación de dependencia en varias agencias en su localidad natal, Worcester, en el estado estadounidense de Massachusetts, sobre la costa este de los Estados Unidos. En 1963, lo contrataron de una compañía de seguros, la State Mutual Life Assurance Company, que para aquellos años de prosperidad había comprado otra aseguradora de Ohio, la Guarantee Mutual Company. De esa unificación de firmas, nació uno de los símbolos más famosos del mundo.
El trabajo era simple y absurdo, a la vez. Jack Adam, vicepresidente de la firma, le pidió a Joy Young, subdirectora de ventas y marketing, que ideara una estrategia para estimular la moral de los trabajadores, combatir la angustia y domar la incertidumbre por la fusión de las empresas. Urdió una “campaña de amistad”, se inspiró en una noción de felicidad contagiosa. Lo convocó a Harvey Ball, en su rol de publicista, creativo, artista. Él pensó -o lo orientaron a que creara- un pin para que cada empleado lo portara en la solapa de su traje, en los botones, en las tarjetas de escritorio, en los afiches. Él -o alguien le sugirió- una sonrisa: algo simple, universal, dinámico y adaptable. Él -con tino o sensatez- infirió que una boca feliz podía convertirse, tras un giro de 180 grados, en una caracterización de la tristeza. Ideó una forma para anular esta transformación: ponerle ojos, el derecho ligeramente mayor y un fondo amarillo en su composición natural.
Harvey Ball hizo una carita feliz en diez minutos en papel amarillo que eligió simplemente “porque era soleado y brillante”. Le pagaron 45 dólares por un dibujo que creció a categoría de obra. “Tuve que tomar una decisión. ¿Uso un compás para dibujar la sonrisa y los dos puntos perfectos para los ojos? Nah, hazlo libremente. Dale algo de personalidad”, confesó el diálogo que tuvo con el mismo en el breve proceso creativo. Su autor había nacido el 10 de julio de 1921 en Worcester, se había graduado en el Worcester South High School, se había convertido en el aprendiz de pintor, había estudiado Bellas Artes en la Escuela del Museo de Arte de la misma ciudad. Había servido en la batalla de Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial, había recibido la Estrella de Bronce por su heroísmo en combate, había alcanzado el rango de coronel por sus servicios en la guardia nacional.
Había concebido un emoji antes de que existiera Internet, el logo de pastillas antes de que existiera el éxtasis, o tan solo un ícono de representación fácil en cualquier parte del mundo. Primero se emitieron cien pines, que se distribuyeron entre los empleados. La penetración fue cabal. Los pines de la compañía de seguros desataron un furor interno: aparecían caritas amarillas en todos lados. La sonrisa lineal engendró un fenómeno comercial: el desánimo por la fusión se convirtió en prosperidad. Se multiplicaron las solicitudes de agentes de State Mutual en todo el país. “La cara sonriente adquirió vida propia mucho más allá de los muros de la empresa. El diseño de Harvey Ball desató una moda que se extendió por todo el país a principios de los años setenta. En 1971, la cara sonriente era la imagen más vendida en el país: se estimaba que se habían vendido cincuenta millones de botones sonrientes y la imagen aparecía también en muchos otros productos”, apunta la Fundación Harvey Ball World Smile, una organización fundada luego de la muerte del artista.
El 12 de abril de 2001, Harvey murió por una insuficiencia hepática. Tenía 79 años. Por entonces, el mundo ya le asignaba el mérito de haber creado un símbolo global. Las discusiones de autorías quedaron solapadas por la bonhomía de un hombre sin divismos ni avaricia, que nunca se arrepintió de no haber patentado su creación. No necesitaba más de los que tenía, sugiere Charles, uno de sus hijos. “No era alguien que se moviera por dinero. Solía decir ‘solo puedo comer un bife a la vez y sólo puedo manejar un auto a la vez’”. “Es el símbolo internacional de la benevolencia y el buen humor porque cruza todas las fronteras que normalmente nos separan como humanos”, agregó Charles, en línea con lo que su padre entendía: “Es algo entendible por todo el mundo. No importa que seas un niño o un anciano. Da igual tu raza, tu religión, tus creencias políticas. Basta con mirarlo para captar su mensaje”.
“El hecho de que Harvey Ball haya creado la cara sonriente está bien documentado en textos y fotografías en el Worcester Telegram & Gazette y en los documentos internos de State Mutual Life”, dijo William Wallace, director ejecutivo del Museo Histórico de Worcester, en abril de 2001, al New York Times. “Nadie más puede hacer un reclamo exitoso”, sostuvo el historiador. Las valoraciones se propagaron tras su fallecimiento. Dos años antes de morir, Harvey Ball tuvo su otra buena idea, como él la llamó: el Día Mundial de la Sonrisa. El eslogan del día es “haz un acto de bondad: ayuda a una persona a sonreír”. Se celebra, como hoy, todos los primeros viernes de octubre.
Su índice de popularidad tuvo fluctuaciones. Y la batalla legal sobre su autoría acumuló varios capítulos. En 1967, el que capturó la esencia del hijo amarillo de Harvey Ball fue un publicista de Seattle, David Stern, que lo utilizó en una campaña del banco University Federal Savings & Loan. Para comienzos de la década del setenta, los hermanos Bernard y Murray Spain, propietarios de varias tiendas de Hallmark, readaptaron el dibujo para incluirlo en tarjetas de felicitación con la leyenda “Have a nice day”, el deseo de que “tengas un buen día”. Ellos sí registraron su invención. Imprimieron pines, botones, tazas, camisetas, medias, carteles, cuadros. Le pusieron una carita feliz amarilla a todo lo que podían comercializar. En tiempos de guerra con Vietnam, la “happy face” buscaba atacar el desánimo por los avatares bélicos. Se atribuyeron públicamente la creación cuando en 1971 aparecieron en el programa de televisión What’s My Line, un célebre ciclo estadounidense que consistía en un grupo de celebridades intentando adivinar la profesión de un miembro del público.
Los hermanos Spain pasaron a vender no productos, sino una carita feliz. La sonrisa con dos puntos encima se había vuelto una industria en sí misma. La imagen llegó a las páginas de The New Yorker en 1970. Cuando vio ahí su invención, Harvey Ball supo que había diseñado algo que había capturado la imaginación del mundo. En abril de 1972, el rostro feliz gobernó la portada de la revista Mad Magazine. Dos millones de dólares obtuvieron los hermanos visionarios cuando despegó su negocio de chucherías.
Franklin Loufrani, periodista francés de 19 años del periódico France Soir, vislumbró en 1971 la utilidad de una carita feliz -distinta pero idéntica a la de Harvey Ball- para distinguir a las noticias positivas. Cansado del pesimismo y abrumado por la sensación de cinismo, creó un símbolo -un círculo amarillo, dos puntos, una sonrisa- para aglutinar la sección de artículos felices del diario luego de persuadir al editor. La primera vez que la sonrisa amarilla apareció en France Soir fue el primero de enero de 1972. “La única diferencia entre la historia de mi padre y la de Harvey Ball -dijo Nicolas, heredero de la obra de Franklin- es que mi padre tuvo la previsión empresarial de registrar su versión del Smiley. Fue una decisión que dio origen no solo a una empresa, sino a un movimiento de nuevos optimistas que ha durado 50 años”. En efecto, Loufrani padre advirtió ese potencial y lo registró como marca comercial.
Pronto, dejó el periodismo para fundar The Smiley Company. Conocía la potencia de su insumo, su capacidad de penetración y de popularización. Entregó diez millones de stickers entre estudiantes universitarios que se encargaron de decorar las calles y el paisaje con la sonrisa amarilla. Lo que había nacido como un signo de optimismo había trepado a logo comercial, a fenómeno del merchandising, a emblema cultural, a lenguaje universal. Las firmas de consumo cultural empezaron a trazar acuerdos de cooperación con la compañía. Incluso Walmart llevó a The Smiley Company a la justicia por un duelo sobre el uso legal de la carita. La empresa de Loufrani, cuyo propósito es -según su propia descripción- “difundir positividad a través de sonrisas, para hacer del mundo un lugar más feliz y amable”, posee los derechos de los símbolos de caras sonrientes en más de cien países.
Según Esquire, en 2020 y a través de sus licencias, The Smiley Company facturó 538 millones de dólares. En la convulsionada década del setenta se había posicionado como “faro de la cultura de la paz y el amor”; en la década del ochenta presume haber consolidado su “estatus icónico al aparecer en un cartel para anunciar el lanzamiento del álbum ‘Nevermind’ de Nirvana, inspirando así los albores del movimiento grunge de los noventa”; en la última década del siglo XX, se incorporó al diálogo digital; entre los 2000 y el 2010, se involucró en el arte, en la comida, en la moda, inspiró al artista callejero Banksy y a las principales marcas de vestimenta; el año pasado, Smiley celebró su cumpleaños número cincuenta con el lanzamiento de una campaña global para revivir su mantra original: “Tomate el tiempo para sonreír”.
La búsqueda de Charlie Ball, hijo del padre de la carita feliz, es antagónica: su lucha es por rescatarla del slogan vacío y del consumismo banal. Dijo: “Harvey Ball creía que cada uno de nosotros tiene la capacidad de marcar una diferencia positiva en este mundo y vivió de acuerdo con esa creencia. Sabía que cualquier esfuerzo por mejorar el mundo, por pequeño que fuera, valía la pena. Y comprendió el poder de una sonrisa y un acto amable”.