Lo notó apenas abrió los ojos: se sentía bien, después de “tres meses de terror”, al fin un día amanecía bien. Era un sábado de enero y en el sopor del verano porteño Mariela salió de la cama, se puso las pantuflas, caminó hasta el baño de la clínica, se cepilló los dientes y volvió a acostarse.
Dos horas después sintió que una ráfaga de calor húmedo le bajaba por las piernas y la arrancaba del ensueño. Mariela abrió las sábanas de un tirón, se miró la panza, las piernas: un enorme charco de sangre oscura crecía bajo su cuerpo.
Un rato después sucedieron varias cosas encadenadas: la última fue que le extirparon el útero.
Mi útero y yo
La trama entre Mariela Mendiondo y su útero había empezado a tejerse unos 15 años antes de aquel verano de 2022.
Todavía estaba de novia con Walter Pieresko, quien hoy es su marido, cuando empezó a tener menstruaciones incontrolables, sangrados que duraban más de 20 días corridos. Además sentía dolor constante, unas contracciones que la dejaban doblada, anulada.
Fue siguiendo esos síntomas que llegaron al diagnóstico. Mariela tenía seis miomas -unos tumores benignos que habían crecido sobre las paredes y hacia adentro del útero-, “algunos del tamaño de pelotas de tenis”, cuenta a Infobae ella, que es diseñadora gráfica y vive en Ciudad Evita.
Cuatro, de hecho, medían casi 6 centímetros. Tenía 30 años cuando tuvieron que hacerle la primera cirugía. “Me dijeron ‘si querés tener hijos te tenés que apurar porque esto se reproduce’. Iban a volver a crecer”.
Fue así, jóvenes pero apurados por la amenaza, que Mariela y Walter empezaron a buscar un embarazo natural.
Como pasaron tres años y el embarazo no sucedía, en 2012 fueron a un Centro de Reproducción Asistida. Con los tratamientos de fertilidad le sucedió algo de lo que se habla poco, generalmente porque cuando el embarazo se logra el enorme costo que significó “poner el cuerpo” queda esmerilado.
Para Mariela, de hecho, fue un costo muy alto, algo que ahora llama “una estafa física y emocional”. “Emocional” porque en la primera transferencia de embriones le dijeron, entre otras cosas, “de acá te vas a embarazada” o “no tenés nada, es todo de acá”, recuerda, y se señala la cabeza.
No sólo no quedó sino que le detectaron trombofilia. La medicaron y antes de la segunda transferencia, notaron que el endometrio no crecía. “Entonces me hicieron un estudio...animal”, dice ahora y frunce la cara como si volviera a sentir el dolor.
Un estudio para analizar una porción del endometrio que la llevó a otra escala de dolor posible.
“Salí de ahí llorando, sin poder caminar, preguntándome ‘¿por qué me estoy prestando a hacer esto? ¿por qué? ¿por qué?”. Es una pregunta habitual entre quienes buscan tener hijos a través de tratamientos de fertilidad. Una pregunta que a veces llega a una respuesta (“porque quiero quedar embarazada como sea”), y otras queda en un limbo (“¿pero este sufrimiento es la única forma de ser madre?”).
Las pregunta caían en cascada: ¿hay un límite para los tratamientos de fertilidad o el deseo de gestar es capaz de llevarse todo puesto?
Antes de la tercera transferencia de embriones le dieron un medicamento que se usa para estimular la producción de los glóbulos blancos. Mariela, por fin, quedó embarazada.
“Imaginate la alegría, la felicidad. Yo caminaba con las piernas juntitas”, sigue, pero frena de repente. “Hasta que un domingo a la noche empecé a sentir que me ahogaba, no podía respirar. Le digo a mi marido ‘llevame a la guardia que no puedo más’. En la guardia fui al baño y…una catarata roja me cayó por las piernas. Una semana después perdí el embarazo”.
En el Centro de Reproducción Asistida le dijeron “en el próximo intento…” y Mariela los cortó en seco: “No va a haber próximo intento”.
El límite -al menos ese- había llegado.
“Era ‘basta, basta de tocarme’. Había perdido la confianza en todo. Sentía que todo era un negocio y que estaban lucrando conmigo, con mi cuerpo, con mi maternidad, con mi emocionalidad, con mi desesperación”, reconoce.
No era sólo el cuerpo físico: “No, hay médicos que te toman de boluda o de intensa por preguntar. No sabés la cantidad de gente que pasó por entremedio de mis piernas. Me cansé”.
Había dicho “basta” aunque no había renunciado a ser madre. “Lo que yo quería era estar en paz conmigo. Si el universo me estaba diciendo que ese no era el camino, ese no era el camino. Yo sabía que iba a ser mamá de alguna forma, si tenía que adoptar, quizás adoptaba, pero sentía que después de tres años con los tratamientos de fertilidad había llegado a mi límite”.
Mariela pasó otro año completo sacando baldes de tierra del fondo del duelo, y en ese “probar de todo”, abrió otros canales que ahora la hacen reír. Por ejemplo, que ella y su marido fueron a ver a un cura sanador que les dio una receta mágica: tenían que preparar un ungüento con agua bendita y tabaco y su marido tenía que untárselo todas las noches en los testículos.
“Me sacó re cagando”, se tienta.
Al final, y ya sabiendo que tenía trombofilia, fue a ver a otro ginecólogo especializado en embarazos de alto riesgo. Fue la persona que se tomó el tiempo para frenar y mirar mejor, la persona que dio en la tecla. Las imágenes mostraron el caos con claridad.
“Tenía todo el útero pegado por la cirugía de los miomas. Como si fueran telas de araña en la cicatrización. No había espacio para que un bebé creciera ahí”, explica ella.
Le hicieron una nueva cirugía para despegarlo y hacer espacio.
Cinco meses después Mariela quedó embarazada naturalmente. El embarazo llegó a destino en calma. La llamaron Nina y está por cumplir 8 años.
Segunda vuelta
Cinco años después, la idea de que Nina tuviese un hermano o hermana estaba empezando a madurar cuando Mariela volvió a sentir “unos dolores que me moría”. Le hicieron una resonancia para ver mejor: “Otra vez tenía el útero reventado de miomas”.
El médico fue claro: “Con esto que veo acá es imposible que quedes embarazada. Y ahí me dijo ‘por tu calidad de vida, para que no sigas viviendo con ese dolor, la recomendación es que te lo saques”.
Le hablaba de hacerse una “histerectomía” (una cirugía para extirpar el útero), un procedimiento quirúrgico que mucha gente todavía llama “vaciamiento”: esa idea de que sin capacidad de reproducción sos menos mujer, un envase vacío.
Mariela lloró, lloró durante días.
“Era muy doloroso dejarlo ir, no sólo porque iba a perder parte de mi cuerpo sino porque la idea de volver a tener un hijo no iba a poder ser, al menos así”.
Pero pudo ponerse en primer lugar, y fue ella quien tomó la decisión final. “Le dije al médico ‘sacámelo, no puedo más con este dolor. No duermo, me duelen hasta los intestinos, no puedo seguir viviendo así”.
El 13 de julio de 2021 el médico le dio las órdenes para que se hiciera el prequirúrgico y puso fecha para la cirugía. Todavía estábamos en pandemia, Mariela estaba tapada de trabajo y lidiaba en casa con una hija chiquita que hacía el jardín por videollamada.
Al día siguiente y mientras pedía los turnos médicos alguien le preguntó “¿última fecha de menstruación?”.
Mariela contó los días hasta que cayó en la cuenta: tenía un atraso.
“Era el último mes de mi útero, y estaba embarazada”, se emociona ahora.
Ojalá pudiera decir que fue un embarazo en calma, como el de Nina, pero no fue eso lo que pasó. El útero estaba en las últimas y las pérdidas empezaron el segundo día.
“El útero es un músculo y los miomas no permiten que se estire cuando el bebé empieza a crecer. Era una fuerza constante, contracciones. En un estado avanzado del embarazo se podía llegar a romper”.
Mariela terminó siete veces internada. El 5 de enero de 2022, durante el último pico de la pandemia, volvió a quedar internada. “Esa vez me dijeron ‘te quedás hasta que nazca’”. Recién estaba de seis meses de gestación, se suponía que Anna tenía que nacer a fines de marzo.
De esos días Mariela se recuerda agarrada de los barrotes de la cama del sanatorio, sola y con barbijo, retorciéndose del dolor. Sola y lejos de su otra hija, que pedía algo de normalidad donde nada, ni lo que pasaba en el mundo ni lo que pasaba en su familia, se parecían a la vida que había conocido.
Ese 22 de enero, cuando Mariela se acostó en la cama, abrió la sábana y vio que su cuerpo estaba en un charco de sangre, gritó.
La llevaron de urgencia al quirófano, y fue en ese camino, aterrada y mirando las luces del techo pasar, que le dijo a su marido. “Si me muero, por favor cuidalas mucho”.
El monitoreo había mostrado que la frecuencia cardíaca de Anna era baja. Tenían que hacerla nacer.
“Yo no sabía a qué se debía la hemorragia. Pensé que el útero se había roto, que me estaba muriendo”, sigue Mariela. Pero había pasado otra cosa: con un movimiento de la beba uno de los miomas más grande se había reventado.
Anna se gestó en ese caos y nació en medio de ese caos, se la acercaron a Mariela para que la besara y se calmara. “Sentí que estaba calentita, pero estaba azul. Mi marido se fue con ella a la neo pero enseguida lo llamaron para que volviera conmigo. Le dijeron ‘quédate acá porque le vamos a tener que sacar el útero, ya está'”.
Anna, a pesar de todo, estaba bien. Era prematura, pesaba sólo 1,700 kg. y le esperaba un largo mes internada, pero estaba bien.
El final de la historia es un mensaje directo a esa frase que nos enseñaron de chicas a las mujeres, y que todavía repetimos. Decimos “tal tiene un buen cuerpo”, como sinónimo de “es flaca”.
“Un buen cuerpo” es otra cosa. Lo dice Mariela cuando cuenta que pensó al final, cuando sacaron primero a su hija y atrás, a su útero: “Gracias, gracias por todo”.