Taylor Swift, la gran bestia pop, es la nueva piedra filosofal de la música: convierte todo en oro. Aquella chica de Pensilvania que hacía música country, subvalorada al principio, rebajada a cantautora para adolescentes enamoradizas, se convirtió en un fenómeno de masas del siglo XXI. Ahora mismo, a los 33 años, conquista el mundo con “The Eras Tour”, la mal llamada “Gira de los mil millones de dólares”, cifra que se quedará corta, aunque alcance para indicar que desbancará del podio de las más lucrativas a “Farewell Yellow Brick Road Tour” (2018-2020 y 2022-2023), la gira despedida de Elton John, que recaudó 939 millones.
Swift es, disculpen el cliché, una máquina de generar dinero: lo gana y se lo hace ganar a otros. Hasta dan ganas de dejar ya esta nota, abandonar el periodismo e ir cargarle sus equipos de sonido; al demonio con la vocación o la hernia de disco. No es broma: hace un par de meses le regaló un bono extra de 100 mil dólares a cada uno de los empleados -bailarines, técnicos de sonido, fleteros, plomos, encargados de catering, etc- que la acompañaron en algunos conciertos de The Eras. Repartió, en total, 55 millones de dólares y notitas que escribió a mano: “Gracias por tu excelente trabajo durante esta parte del tour, te mereces este bono. Con amor, Taylor”. Así da gusto.
Como le cuadra a una diosa (pop), Swift está en todos lados: en la cultura popular y en las tesis académicas. Para graficar el primer caso, va un módico ejemplo al gusto del autor de esta nota: la presencia tácita pero vital de Taylor en el séptimo episodio de la segunda temporada de “The Bear”; es decir, en el mejor capítulo de la mejor serie de este año. Sin spoilear, digamos que Richie -un personaje recio, desastroso, algo malandrín pero simpático y querible- se deja llevar, como todo el mundo, por la swiftmanía, corriente con la que espera acercarse a su hija y a su ex mujer, a las que está perdiendo -o tal vez ya perdió- en medio de su naufragio. En resumen, un tipo duro y maduro elige las canciones de amor y desamor de Taylor para encontrar el rumbo y el sentido afectivo de su vida. Una ampliación del espectro swiftie. En cuanto al plano académico, el dato es el siguiente: la Universidad de Melbourne, Australia, anunció el mes pasado un simposio en el que distintos expertos analizarán el alcance de un fenómeno que trasciende lo musical. Bajo el nombre lógico e ingenioso de “Swiftposium”, el evento se hará del 11 al 13 de febrero de 2024 y será una forma más de recibir a la artista, que se presentará en ese país entre el 16 y el 26 de febrero.
Taylor, la mejor inversión
“Swiftposium reunirá a académicos que entablarán un diálogo crítico sobre la popularidad de Swift y sus profundas implicaciones en una serie de cuestiones como el género, el fandom (conjunto de fanáticos), la cultura popular, la literatura, la economía, la industria de la música, etc. Se fomenta el compromiso crítico con el fenómeno Taylor Swift, y son bienvenidas voces y opiniones diversas”, se explica en el sitio oficial de la Universidad de Melbourne.
La doctora Jennifer Beckett, una de las organizadoras del Swiftposium, agregó: “Taylor Swift tiene un impacto muy concreto en todo el mundo, en cuestiones que nos afectan a todos. Los líderes mundiales le ruegan que traiga el Eras Tour a sus países por los beneficios económicos que reporta”. Luego, Beckett se libró de la solemnidad docente y le dio rienda suelta a la confesión groupie: “Si ella quiere venir, la recibiríamos con nuestras mandíbulas muy cerca del suelo. La invitación está hecha. Tay Tay, si quieres venir nos encantaría tenerte”. No va a tratarse del único caso de Swift convertida en objeto de estudios académicos. En agosto pasado, al otro lado del planeta, la Universidad de Arizona inauguró la materia “Psicología de Taylor Switf-Temas avanzados en psicología social”, que examina “el trabajo de Swift, su vida y sus fans, incluyendo relaciones románticas, ficción/escapismo, venganza y desarrollo social”.
En el ámbito bancario, más pragmático, menos sentimental, el fenómeno Taylor Swift también está bajo la lupa. Lo demuestra el “Libro Beige”, informe de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED) con los reportes de doce bancos centrales regionales que analizaron las consecuencias económicas de “The Eras Tour”. Por efecto de los tres conciertos que la artista dio en Filadelfia, por ejemplo, los ingresos del sector hoteleros fueron los mayores desde el final de la pandemia: el 95 por ciento de las 14.112 habitaciones disponibles en la ciudad estuvieron ocupadas, lo que no ocurría desde 2019. En Cincinnati, durante los shows del 30 de junio y el 1 de julio, los fans de Taylor gastaron más de 2.6 millones de dólares en hotelería, cifra que se elevó a los 5.3 millones incluyendo la periferia de la ciudad. La suma de gastos de los groupies ascendió a 90 millones de dólares en la sumatoria de gastos en todos los rubros. Chicago también fue mencionada en el “Libro Beige”: impulsada por Swift, la ocupación hotelera alcanzó el récord del 97 por ciento, con una media de 44.383 habitaciones. La revista “Fortune” publicó un informe de la empresa QuestionPro con la proyección de gastos de consumo en torno de los shows de Swift en los Estados Unidos: 4.600 millones de dólares.
Las entradas promedio para los conciertos en Estados Unidos -agotadas al instante- costaban 254 dólares, aunque llegaban a los 1.000 dólares en el caso de las ubicaciones preferenciales (hablamos, por supuesto, del mercado legal, no del mercado negro, hiperinflacionario). Se calcula que, para asistir a cada recital, los/as swifties -quienes, según todos los analistas, no reparan en gastos- consumieron un presupuesto de 1.300 dólares, entre entrada, merchandising, hospedaje y costo del viaje. Las cifras impactan y abarcan, en muchos casos, rubros que no están relacionados con lo musical. Una pequeña muestra: luego de que Taylor fuera al estadio Arrowhead a ver un partido de Travis Kelce, jugador de fútbol americano, dos veces ganador del Super Bowl, las ventas de la camiseta del ala de los Kansas City subieron un 400 por ciento. ¿El motivo? La supuesta relación sentimental con Swift, la máquina de hacer dinero.
Pasión de multitudes
En agosto, Taylor, ganadora de 12 premios Grammy y 40 American Music Awards, se convirtió en la primera artista femenina en alcanzar los 100 millones de oyentes mensuales en Spotify, seguida, según la plataforma musical, por el reguetonero puertorriqueño Bad Bunny, con 80 millones, y el cantante británico Ed Sheeran, con 77 millones. Una encuesta realizada por Morning Consult arrojó otras cifras deslumbrantes -los récords de la artista son inumerables- y datos sobre el perfil de los admiradores: el 53 por ciento de los adultos estadounidenses aseguraba ser seguidor de Swift; el 16 por ciento se declaraba fanático. “El fandom de Swift, que supera en número al de otras estrellas del pop como Beyoncé, Miley Cyrus o Harry Styles, está formado en gran parte por millennials, y se inclina por la raza blanca, los suburbios y los demócratas”. Hay que agregar que las chicas dominan el panorama, aunque los varones vienen en aumento. Y que la artista tiene una gran empatía con la comunidad LGBT. Al presentar su documental “Miss Americana”, Swift dijo que sus amistades LGBT le habían dado fortaleza para hablar de política y, acaso para demostrarlo, cuestionó al gobierno de Donald Trump. Agreguemos que la cantante y actriz suele mostrarse como un ejemplo de filantropía: hace donaciones a organizaciones que luchan contra el hambre, las enfermedades como el cáncer y los desastres naturales. A Taylor, talentosa, bonita, joven y exitosa, le gusta mostrarse generosa: por ahora evitó, además, que la consideren demagógica.
Antes del inicio de The Eras Tour, la empresa Ticketmaster recibió una aluvional pedido de entradas, que volaron hacia un porcentaje ínfimo de afortunados. La plataforma tuvo que emitir un comunicado pidiéndoles disculpas a las 14 millones de personas que habían intentado comprar localidades sin éxito. El precio de reventa, claro, se fue a las nubes: algunas oscilaron entre los 20 mil y los 100 mil dólares. Los que crean que estas cifras son inverosímiles no conocen del todo el universo swiftie. Algunos ejemplos bastan para demostrar que todo es posible. En Buenos Aires, muchas fanáticas argentinas se instalaron en carpas frente al estadio de River con más de cinco meses de anticipación a los shows. En los Estados Unidos se conocieron casos como el de Katherine, una joven que decidió utilizar pañales para adultos durante las tres horas de concierto y evitar el riesgo cervecero de tener que ir al baño. También se viralizó el caso de Davis Perrigo, un chico que al no conseguir entradas para un recital en Nashville, se esforzó por conseguir un puesto de seguridad en el concierto y consiguió ver a Taylor como custodio del espectáculo.
El lado B del fanatismo
La devoción por Swift no es nueva ni tampoco simpática en todos los casos. Hay fanáticos tóxicos o lunáticos, como el que en enero del año pasado se estrelló con su auto contra el edificio de Nueva York de Taylor, a la que pretendía ver personalmente. Un acoso autodestructivo, apenas menos siniestro que el que experimentó la artista en 2018, cuando la policía detuvo a un sospechoso que intentaba entrar en su mansión de Los Ángeles con objetos extraños: guantes de goma, mascarillas estilo pintor, cuerdas y medicamentos. Se declaró admirador de ella; no parece que sus intenciones fueran saludables. Unos días después, un joven no sólo logró entrar en esa casa, que estaba vacía: se duchó y durmió en la cama de la artista, como si la compartiera con la cantante (sí: da un poco de impresión). Ese mismo año, otro hombre asaltó un banco y, luego de huir, condujo hasta la casa de Swift en Rhode Island: arrojó el botín por encima de la verja; más tarde confesó que era para impresionarla: vaya que lo logró. En el informe policial quedó registrada una frase recurrente del ladrón: que estaba enamorado de Taylor.
Hasta la tierra parece agitarse, en la pasiva y confortable era digital, con la swiftmanía. El 22 y 23 de julio, durante las presentaciones de la artista en el Lumen Field de Seattle, se registró una actividad sísmica provocada por la multitud: la equivalente a un movimiento telúrico de magnitud 2,3, según explicó la sismóloga Jackie Caplan-Auerbach. El epicentro fueron los más de 72.000 fanáticos que bailaron y saltaron en cada show. Caplan-Auerbach, profesora de geología en la Universidad Western Washington, comparó la intensidad de los movimientos con los de ciertos sismos del noroeste del Pacífico que ella había estudiado. Los terremotos que provoca una chica que nació el 13 de diciembre de 1989, cuyo nombre de pila es un homenaje al pacífico y benigno James Taylor.