La apodaban “El Ángel” y su apariencia parecía confirmarlo, sobre todo dentro de los cánones de belleza aria que predominaban en la Alemania nazi: alta, rubia, de tez blanca y ojos claros, poseedora de un rostro armónico y un cuerpo opulento, casi un paradigma de la “raza aria”.
Quizás por eso, de todas las imágenes de muerte que poblaron la sala de ejecuciones la mañana del 13 de diciembre de 1945, la del cuerpo de Irma Grese pendiendo de la soga resultaba la más chocante. Más todavía si se tiene en cuenta que cuando su cuello se quebró tenía solo 22 años.
Cuando le ofrecieron decir sus últimas palabras, eligió pronunciar una que casi sonó como una orden para el verdugo británico Albert Pierrepoint.
“¡Rápido!”, le dijo.
Porque “El Ángel” no era el apodo completo de Irma Grese, a quien para entonces los medios de comunicación llamaban “El Ángel de Auschwitz”, responsable de colaborar con el siniestro Josef Mengele, pero también de abusar sexualmente y de torturar con sus propias manos o con su látigo a mujeres y niños, muchas veces hasta matarlos.
Por eso también se la conocía como la “Bestia Bella” o “La perra de Belsen”, por otro de los campos de exterminio donde había estado destinada.
“Ha sido descrita como la peor mujer de todo el campo. No había crueldad que no tuviese relación con ella. Participaba regularmente en las selecciones para la cámara de gas, torturando a discreción. En Belsen, continuó con el mismo comportamiento, igualmente público. Su especialidad era lanzar perros contra seres humanos indefensos”, la describe una de las actas del juicio de Bergen-Belsen, en el que fue sentada en el banquillo en su calidad de supervisora de los campos de concentración de Auschwitz, Bergen y Ravensbrück.
Por esos crímenes los jueces de las fuerzas aliadas la habían condenado a muerte.
Irma Grese también es una muestra acabada de lo que podía hacer, aún con sus propios engranajes humanos, la perversa maquinaria de exterminio montada por los nazis, que en su caso convirtió a una adolescente trabajadora con aspiraciones de ser enfermera en una fría torturadora y asesina.
Una niña alemana
Irma Ilse Ida Grese nació en un pueblo pequeño llamado Wrechen el 7 de octubre de 1923, en el seno de una familia trabajadora que pronto se desestructuró por el suicidio de su madre, cuando ella tenía 13 años.
Su padre, Alfred Grese, era lechero y durante un tiempo, muy al principio, había simpatizado con el Partido Nazi, del cual se alejó pronto, asustado por un fanatismo que no compartía. Irma creció en ese ambiente, donde si algo escuchó de los nazis seguramente no fueron elogios.
Por ser la mayor de cuatro hermanos, la muerte de la madre la puso en situación de cuidarlos y, además, buscar un trabajo para reforzar los escasos ingresos familiares. Primero ayudó a su padre con el reparto de leche, después se empleó en una granja y más tarde consiguió un trabajo de limpieza en un hospital.
En esas condiciones, Irma Grese recién pudo terminar sus estudios elementales cuando tenía 15 años, justo en el momento en que consiguió el trabajo en el hospital de Hohenlychen. Allí, viendo trabajar a médicos y auxiliares, se propuso ser enfermera, pero la rechazaron porque no tenía la preparación requerida.
El director del hospital, Karl Gebhardt, le pidió que no se desanimara y que se preparara para intentarlo nuevamente más tarde. Mientras lo hacía, podía ofrecerle un trabajo mejor y con mejor pago que el de empleada de limpieza como auxiliar de las SS.
Gebhart tenía los contactos precisos para recomendarla con éxito: para ese momento ya estaba realizando experimentos quirúrgicos en un campo de concentración, lo que al final de la Segunda Guerra le valió ser juzgado en Nüremberg.
Su primer destino fue el campo de concentración de Ravensbrück como auxiliar del cuerpo femenino de las SS. Eso le valió también que su padre la echara de su casa al verla vestida con el uniforme de la organización que dirigía Heinrich Himmler.
Esos dos hechos cambiaron su vida para siempre.
La metamorfosis de Irma
Desde entonces, Ravensbrück fue la casa y la escuela de Irma Grese. Al principio no tuvo casi contacto con las 20.000 prisioneras que se hacinaban en las barracas, porque la destinaron a trabajos administrativo.
Al mismo tiempo, junto a otras auxiliares, recibía entrenamiento para convertirse en supervisora de campos de concentración. Entre sus compañeras allí se contaban otras mujeres de las SS que más tarde serían juzgadas por sus crímenes, como Ilse Koch, Hidelgard Neumann, Dorothea Binz o María Mandel.
Irma es la más joven de todas. Tiene 19 años y, al terminar el entrenamiento, la envían al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en Polonia.
Allí fue supervisora de las detenidas y conoció a Josef Mengele, a quien ayudó a seleccionar las prisioneras que necesitaba para los truculentos experimentos que él calificaba de “científicos” y también a las que descartaba y enviaba a las cámaras de gas.
En el juicio, Grese trataría de minimizar su papel. “Los prisioneros tenían que formar de a cinco. Era mi deber que lo hicieran así. Entonces, venía el Dr. Mengele y hacía la selección”, declaró, pero fue desmentida por decenas de testimonios de sobrevivientes.
Las testigos relataron que “El Ángel de Auschwitz” se paseaba por los pabellones “con su uniforme impecable, su pelo rubio milimétricamente colocado, unas pesadas y relucientes botas altas, un látigo y una pistola. Durante su recorrido la acompañaban sus perros, siempre hambrientos y furiosos, que Irma utilizaba a su gusto. Una de sus diversiones era lanzar a estas fieras contra las reclusas para que fueran devoradas”.
También se tomó la costumbre de torturar y matar utilizando un látigo prensado con el que les golpeaba los pechos a las mujeres, generalmente después de violarlas.
“Ella la golpeó en la cara con los puños y, cuando la mujer cayó al suelo, se sentó sobre ella. Su cara se volvió azul...”, describió una sobreviviente.
A las que no morían por los golpes, las remataba con un tiro de pistola.
Testimonios del horror
Los relatos del accionar de la “Bella Bestia” en los tres campos de concentración que supervisó muestran a una mujer fría, sádica, que siente placer en provocar sufrimientos con sus propias manos.
“Durante sus selecciones, el ángel rubio, manejaba su látigo a discreción sobre todas las partes de nuestros cuerpos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que perdíamos la hacían sonreír con sus dientes perfectos que parecían perlas. Con el tiempo agregó otros calvarios: lanzar sobre nosotras perros hambrientos para que nos devoraran, y torturar niños”, dice el diario de una prisionera encontrado por un soldado aliado en Belsen.
“Llegó a sacar los ojos a una niña cuando la encontró hablando con un conocido a través del alambrado”, declaró una sobreviviente durante el juicio.
Entre los testimonios de la acusación, una ginecóloga judía, ex prisionera, declaró que “a Irma Grese le gustaba golpear con su látigo los pechos de las chicas más dotadas y jóvenes para que las heridas se infectaran, y después me obligaba a amputarlos… ¡sin anestesia! Del mismo modo, las forzaba a mantener relaciones sexuales con ella, y cuando se aburría, las mandaba a los hornos crematorios después de matarlas con su pistola. Era la única mujer de su rango autorizada a portar armas”.
A partir de esos relatos se llegó a calcular que la despiadada Irma asesinó a un promedio de treinta prisioneras diarias durante su estadía en Belsen.
También coleccionaba fetiches de sus atrocidades. Después de la caída de Bergen-Belsen, donde los aliados la capturaron, se hizo una revisión de la casa que tenía asignada en el campo de concentración. Allí se encontraron pantallas de varias lámparas de luz hechas de piel humana: las había confeccionado ella misma, después de despellejar a prisioneras que había matado.
Indiferente y desafiante
A diferencia de muchos SS asignados en campos de concentración, Irma Grese no huyó frente al avance de los aliados.
Durante la madrugada del 14 al 15 de abril de 1945, mientras el comandante del Berger-Belsen, Josef Kramer, negociaba la entrega con los británicos, “El Ángel” y otros miembros de las SS subieron a las torres de vigilancia para dispararles a los prisioneros que intentaban escapar, temiendo que los alemanes los mataran antes de entregar el campo.
Después de esa noche sangrienta, las fotos tomadas por los británicos al tomar posesión de las instalaciones la mañana siguiente, muestran a una larga fila de miembros de las SS, con sus uniformes elegantes y perfectamente formados. Entre ellos se distingue a Grese con una mirada fría y desafiante.
Otra foto, tomada el 17 de abril, muestra a Grese firme junto al comandante Kramer en posición de descanso, mirando hacia algún punto en la lejanía
Esas imágenes contrastaron con las escenas de horror que los británicos encontraron dentro de las barracas: cadáveres apilados de centenares de prisioneros.
Durante el juicio, Grese no dio ninguna muestra de arrepentimiento. Por lo general se la veía indiferente o distraída, haciendo garabatos en un cuaderno de nota.
Durante todo el proceso, no admitió ni un solo crimen; tampoco renegó de su ideología nazi. Simplemente guardó silencio o habló lo menos posible. Cada vez que la interrogaban, contestaba con frases cortas y frías, como si no estuviera involucrada en el asunto: “No sé” o “Nunca vi nada de eso”.
El día número 54 del juicio, el tribunal la encontró culpable de cometer crímenes de guerra en los campos de concentración de Bergen-Belsen y Auschwitz.
Tampoco mostró emoción en ese momento, ni cuando escuchó la condena: muerte en la horca.
La noche anterior a su ejecución, encerrada en su celda, entonó una y otra vez las estrofas de “SS marschiert in Feindesland”, el himno de las SS conocido popularmente como “la marcha del diablo”.
Después de eso, no pronunció una sola palabra hasta que, con la soga al cuello y dirigiéndose al verdugo inglés Albert Pierrepoint, le dijo como si fuera una orden:
“¡Rápido!”.