El hecho, ocurrido el 22 de septiembre 1975 en San Francisco, duró unos segundos pero cambió las vidas de sus protagonistas, básicamente tres: Sara Jane Moore, contadora y ama de casa de 45 años, que intentó cometer un magnicidio contra el presidente de los Estados Unidos; Gerald Ford, presidente de los Estados Unidos -sucesor de Richard Nixon tras el escándalo Watergate-, que por segunda vez en diecisiete días fue blanco de un atentado contra su vida; Oliver Sipple, ex marine, veterano de Vietnam, que desvió el brazo de Moore en el momento del disparo que podía ser mortal y luego fue centro de atención de la prensa por algo que nada tenía con ver con el episodio: ser gay. En síntesis: como en una película del mexicano Alejandro González Iñárritu (“Amores perros”, “Babel”, “21 gramos”), los destinos de estos personajes famosos y anónimos, que podrían no haberse cruzado nunca, confluyeron aquel día en la entrada del Hotel Saint Francis, San Francisco, tras una sucesión poco clara de causas y azares.
En este episodio histórico podemos sumar, como actriz de reparto de la realidad, a Lynette “Squeaky” Fromme, seguidora del Clan Manson, que había asesinado a Sharon Tate -por entonces embarazada y esposa de Roman Polanski- y a otras cuatro personas el 9 agosto de 1969 en una mansión de Rodeo Drive, Beverly Hills. Fromme, de 26 años, no había participado en aquella matanza y tampoco tuvo la efectividad de sus compañeros de secta cuando intentó asesinar a Ford, el 5 de septiembre de 1975 en Sacramento, Los Ángeles: corrió hasta él -que se dirigía a una reunión con el gobernador Jerry Brown-, gatilló su pistola y apenas escuchó un clic decepcionante antes de ser derribada por agentes Servicio de Seguridad. Diecisiete días después, al volver a salvarse de milagro, esta vez de Sara Jane Moore, Ford se convirtió en el único presidente de los Estados Unidos sobreviviente de dos intentos de magnicidio; y Fromme y Moore, en las únicas mujeres que estuvieron a punto de asesinar a un presidente norteamericano.
En el caso de Moore, las balas sí salieron, aunque no dieron en el blanco. La mujer esperó a Ford con una pistola 38 en la cartera en medio de un grupo de seguidores que lo esperaba en la puerta del hotel. Cuando lo vio salir, sacó el arma, le apuntó desde unos doce metros, disparó y falló por poco: la bala pasó por sobre la cabeza de Ford y se incrustó en una pared, detrás. En medio del estupor, la confusión y la estampida general, volvió a intentarlo. Pero Sipple, que estaba por azar detrás de ella, la tomó del brazo instintivamente y le hizo fallar el segundo disparo, que hirió a John Ludwig, un taxista de 42 años que finalmente se salvaría. La custodia presidencial lanzó a Ford dentro de una limusina blindada y arrancó raudamente rumbo al Air Force One en el que levantaría vuelo. Atrapada por fuerzas de seguridad, Moore -que iba vestida con ropa formal, pantalones color canela y una chaqueta azul bien planchada- dijo: “Si tenía la 44, no se me escapaba”. La frase y la situación no parecían tener sentido. ¿Lo tendrían?
Juicio y castigo
En el juicio, Moore, que era contadora y había tenido distintos trabajos ocasionales, no le hizo caso a su defensa -que procuraba demostrar que tenía problemas mentales- y se declaró culpable del intento de asesinato. Fue condenada a cadena perpetua. Durante la audiencia de sentencia, declaró: “¿Si lamento haberlo intentado? Sí y no. Sí, porque logré poco, excepto desperdiciar el resto de mi vida. Y no, porque mi acto fue una expresión correcta de mi enojo”. El fiscal federal James L. Browning Jr. sostuvo, en un primer momento, que todo indicaba que había actuado sola, pero que no descartaba posibles conexiones con grupos de extrema izquierda. Las declaraciones de Moore fueron confusas y sin indicios del móvil. Contó, ante la Justicia, que aquella mañana salió de su casa en el Distrito Mission (barrio hispano de San Francisco, California) y que, con el arma en la cartera, condujo por una autopista, “esperando que la detuvieran por exceso de velocidad”. Ya en la puerta del hotel, vio salir -según su relato- a un hombre que le pareció Ford y al que estuvo a punto de dispararle. “Diez minutos después, el presidente salió. Si se demoraba más, yo hubiera tenido que ir a buscar a mi hijo a la escuela”, dijo. Se refería a Frederick, de 9 años, el único de sus cuatro hijos que estaba a su cargo y que quedó protegido bajo custodia. Un amigo de Moore declaró que ella parecía vivir “en un mundo de fantasía”.
Con el paso de los días, surgieron informaciones difusas y contradictorias. Por un lado, se estableció que Moore estaba vinculada con el Ejército Simbionés de Liberación, grupo estadounidense de extrema izquierda que entre 1973 y 1975 cometió asaltos a mano armada, robos de bancos, secuestros y dos asesinatos; por otro, se confirmó un dato que venía dando vueltas: que la contadora era informante del FBI y funcionaba como infiltrada en la organización guerrillera. Quedaban demasiados hiatos, demasiados cabos sueltos. E incluso detalles extraños, como el de una pistola calibre 44 que la policía le confiscó a Moore un día antes del atentado. Eso fue lo que la obligó a comprarse la calibre 38, a la que no estaba habituada, que usó el 22 septiembre de 1975 por la mañana. El juez federal Samuel Conti, a cargo de la causa, especuló que Moore habría logrado su objetivo de haber tenido su propia arma, y que la 38 “funcionó de manera defectuosa”. Moore, evidentemente, pensaba algo parecido, de ahí su lamento que mencionamos: “Si tenía la 44, no se me escapaba”.
Cumplió su condena en la prisión federal de mujeres de Dublin, California, de donde logró fugarse en 1979, aunque fue atrapada y devuelta a prisión días después (“De haber sabido que iban a encontrarme, en cambio de esconderme me iba a un bar a tomar algo y comer una hamburguesa”, dijo, pragmática). En la cárcel trabajó en un programa para reclusos llamado UNICOR, como contadora principal de Internos Operativos, por un dólar con veinticinco centavos la hora. También desarrolló muchas otras actividades, algo lógico, si pensamos que estuvo 32 años detenida. Fue liberada el 31 de diciembre de 2007, a los 77 años: salió bajo libertad condicional, concedida -en aquellos tiempos- a reclusos con más de treinta años de cumplimiento efectivo de la condena y buena conducta. Ford había fallecido un año antes, el 23 de diciembre de 2006, a los 93 años. Al quedar en libertad, Moore declaró lo contrario de lo que había declarado al entrar en prisión: “Estoy muy contenta de no haber tenido éxito en 1975. Ahora sé que estaba equivocada al intentarlo”.
El ejemplo de Patty Hearst
Nacida en Charleston, Virginia occidental, el 15 de febrero de 1930, en 1975 Moore tenía cinco divorcios a sus espaldas y cuatro hijos. Sus dos primeros maridos eran miembros del ejército; los dos siguientes trabajaban en la industria del cine -uno como administrativo y el otro como ingeniero de sonido-; el quinto era médico y había convivido con ella en un suburbio tranquilo de San Francisco. Moore, que había tomado este apellido de su madre, Ruth, y cuyo padre se llamaba Olaf Khan, había sido estudiante de enfermería y recluta del Cuerpo de Mujeres del Ejército; además era contadora. En los meses previos al atentado, no tenía trabajo y pasaba por dificultades financieras. Adeudaba varios meses de alquiler del departamento en 565 Guerrero Street, donde vivía con su hijo. Evelyn Gibeau, una de sus vecinas (que jamás hablan bien de sus congéneres), la definió como “extraña, callada y antipática”. James L. Hewitt, abogado de Moore, sostuvo, después de varios estudios sobre el estado psicológico de su defendida, que su estado mental era “turbio”.
Varios testimonios coincidieron en otro punto. En 1974, Sara Jane se había obsesionado con la historia de Patty Hearst, actriz estadounidense y nieta del magnate mediático William Randolph Hearst (sí, el inspirador de la película “El ciudadano”, de Orson Welles), que había sido secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación, al fue finalmente se sumó con el nombre de guerra Tania, en homenaje a Tamara Bunke, guerrillera argentina que había combatido junto al Che Guevara en Bolivia, donde la mataron. Durante el cautiverio de Patty, su padre, acorralado por los captores, se vio obligado a aportar seis millones de dólares para la creación de la organización People In Need (PIN), impulsora de un programa millonario de distribución de alimentos entre pobres. Moore ofreció sus servicios como contadora de la entidad, en la que comenzó a trabajar. “Se mostró firme, pero a la vez su actitud era extraña -explicó Ludlow Kramer, uno de los directivos de PIN-. Era como un empleado que dos semanas después de haber sido contratado quiere dirigir una empresa. Ella quería participar activamente en la política de la organización, en la toma de decisiones”.
Al poco tiempo fue despedida de aquel trabajo que, según ella, la había acercado a ideales revolucionarios y a la militancia armada y le había cambiado su perspectiva de la vida. “Estaba fascinada, aprendiendo que había todo un movimiento de izquierda del que no sabía nada. Estaba insatisfecha con el mundo y empecé a pensar que la revolución socialista podía ser algo que lo cambiara”, dijo en una entrevista con “Los Angeles Times”. Lo que ocurrió a partir de entonces, ese triángulo con el Ejército Simbionés de Liberación y el FBI, nunca quedó del todo esclarecido; una de las hipótesis del atentado fue que Moore quería demostrar su lealtad al grupo revolucionario. Según una entrevista que dio en 1982, se sintió paranoica cuando el FBI cortó comunicaciones con ella pocos meses antes de que intentara matar a Ford. Se convenció de que el gobierno quería asesinarla. “Yo iba a caer de todos modos -dijo-. Si el gobierno planeaba matarme, tenía que tomar alguna medida, hacer algún tipo de declaración o de acto que llamara la atención. Pensé que matar al presidente podía desencadenar una revolución. Creo que en esa época yo funcionaba únicamente con adrenalina y sin pensar con claridad”. En los días previos, practicó tiro al blanco con su pistola calibre 44, pero la policía, alertada, se la confiscó junto con 113 balas.
De héroe a víctima
En los momentos posteriores al atentado, fallido gracias a la intervención de Sipple, la contadora y el ex marine fueron detenidos en medio de la confusión. Tras haber sido interrogado, al quedar en libertad, Sipple fue abordado por la prensa, que lo trató como un héroe nacional. “Soy más bien cobarde. No sé por qué lo hice. No soy un héroe ni nada parecido”, aclaró. Al día siguiente, su historia estaba en todos los diarios: por su condición de ex militar (había vuelto de Vietnam con graves secuelas físicas y psicológicas), y más allá de su voluntad, se lo trataba como un patriota valiente y ejemplar. Hasta que, tres días después, Herb Caen, columnista del “San Francisco Chronicle”, recibió la información de que Sipple, miembro de una familia ultraconservadora de Michigan de ocho hermanos, era gay. Tras la guerra, se había radicado en San Francisco para vivir libremente su sexualidad sin lo que lo supiera su familia y sin ser discriminado por una sociedad que condenaba socialmente la homosexualidad.
Los informantes de Caen eran el reverendo Ray Broshears, líder de un grupo activista gay llamado Lavender Panthers, y Harvey Milk, defensor de los derechos de los homosexuales, uno de los primeros políticos que hizo pública su condición gay. Ambos querían que se supiera que el nuevo héroe nacional era homosexual. “Por una vez podemos demostrar que los homosexuales hacen cosas heroicas, no sólo toda esa mierda de acosar a los niños y pasar el rato en los baños”, dijo Milk, con buena intención pero sumergido, como los más discriminadores, en prejuicios absurdos. Caen publicó la nota y provocó un revuelo a gran escala que Sipple no había buscado ni querido, y del que terminaba siendo víctima, rechazado por parte de su familia, en especial por su madre. Milk, para colmo, terminó echando más leña al fuego cuando acusó al presidente Ford de homofóbico: de otra manera, según Milk, no se explicaba por qué no le había agradecido al ex marine que le salvara la vida. Finalmente, Ford lo hizo a través de una carta que Sipple enmarcó, le hizo poner un vidrio protector y conservó hasta el 2 febrero de 1989, día en que lo encontraron muerto frente a un televisor encendido, junto a una botella de whisky semivacía, a los 47 años.
En una entrevista de 2004, Ford se refirió no a su salvador pero sí a las dos mujeres que habían intentado asesinarlo en septiembre de 1975: “Supongo que las personas que intentan cometer este tipo de atentados son inusuales. Squeaky Fromme ciertamente estaba enajenada; Sara Jane Moore, también”. En todo caso, ambas fueron condenadas a cadena perpetua, pasaron décadas en prisión, salieron en libertad y sobrevivieron a Ford y a Sipple. Fromme fue liberada el 14 de agosto de 2009 y hoy tiene 74 años; Moore, cuyo caso fue llevado a distintas ficciones y documentales, tiene 93.