Fue una tarde calurosa de 1963, Mara tenía 17 años y su mamá la había dejado organizar un “asalto” en su casa, en la ciudad de Mercedes. A los varones, como se estilaba, les tocaba llevar algo para tomar; a las chicas, la comida. El plan era pasar la tarde entre adolescentes y anochecer juntos, sacarse a bailar; de paso, juntar dinero para el viaje de egresados a Bariloche.
A esa casa, sin conocer a nadie y con las manos vacías, llegó esa noche Jorge, un muchachito de 19.
“Un amigo me pidió que lo acompañara al asalto, y fui, pero no conocía a nadie. Yo vivía en Mercedes, pero en la otra punta. Me acuerdo que apenas entré escuché una risa cascada, una voz que me impactó. Y pensé ‘esa risa… ¿de quién es?’”, cuenta a Infobae el propio Jorge Anzuaga, que ahora tiene 78 años.
Alzó la cabeza entre el resto de los adolescentes, se acercó, empezaron a bailar.
Lo que sigue en la escena fue una casualidad, un detalle que podría haber sido menor pero que atravesó el resto de sus vidas. “Estábamos bailando y ella se me acercó al oído y me preguntó ‘¿de qué signo sos?’, y yo ni idea de lo que era un signo. Y me dice ‘¿qué día naciste?’”, sigue él.
Antes de que él llegara a responder, Mara dijo “yo el 13 de noviembre, escorpio”. Jorge pensó “no puede ser”. También él había nacido un 13 de noviembre.
Mara Comalini estaba por terminar el secundario con el título de Maestra Normal Nacional; Jorge, en cambio, había dejado el colegio. Ninguno venía de una familia pudiente pero no habían tenido las mismas oportunidades: la mamá de Jorge lo había abandonado cuando tenía 8 años. Jorge había dejado de estudiar, entre otras cosas, porque ayudaba a su papá a hacer changas de pintura.
“Así que estuvimos un año y nueve meses juntos, pero a escondidas. Caminábamos por la plaza, nos sentábamos a mirar la luna de la mano, él me iba a buscar a la escuela, a piano, a catequesis. Después me acompañaba a casa pero en la esquina nos separábamos para que mi mamá no nos viera”, sigue Mara, que ahora tiene 76.
Había una razón por la que estaban condenados a esconderse. En la familia de Mara había una regla rígida: para tener futuro, había que estudiar.
Cuando la mamá de Mara se enteró de la relación prohibida puso el grito en el cielo.
“Lo tenés que dejar, este chico no tiene futuro”, le advirtió a su hija adolescente. “Y me hizo dejarlo en una esquina. Así que bueno, nos despedimos, me fui llorando, y cada cual siguió con su historia”.
Habían estado siempre a escondidas, no habían llegado ni a tener relaciones sexuales.
Mara lloró sin consuelo pero no tragó rencores: su mamá era ama de casa y hacía trabajitos de costura; su papá, empleado de correos. Vivían con lo justo y la mujer estaba convencida de que eso era lo mejor para su hija.
Borrón y cuenta nueva
Mara ya era una joven estudiante de Psicopedagogía cuando una compañera le comentó que había un abogado de Chivilcoy que estaba buscando una secretaria para su estudio. Necesitaba trabajar así que se secó las lágrimas y se presentó.
Antes de comenzar la entrevista laboral, Oscar Fuaz, el reconocido abogado en cuestión, le preguntó: “¿Por qué llora?”. Mara le contó que su familia la había separado de su novio y él -un hombre 18 años mayor- le respondió: “Bueno, cuando se cierra una puerta se abre un portón”.
Mara se fue a lavar la cara y empezó a trabajar para él. “A pesar de lo triste que yo estaba en ese momento sentí una unión muy fuerte con él”. Mara venía de pelear mucho con Jorge - “que me decía que iba a estudiar y mentía”-. Con Oscar, por primera vez, se sentía cuidada, protegida, en calma.
La relación entre el abogado y ella empezó a ser cada vez más íntima, hasta que un día él la fue a buscar a la universidad. Le dijo “Mara, yo quiero hablar con su mamá, suba al auto por favor, ella nos está esperando”. Cuando Mara llegó a su casa, la mesa estaba puesta, su mamá había sacado las copas nuevas. Su papá y su hermano también estaban ahí, de anfitriones.
“Desde ese entonces se sintió una corriente diferente. Oscar me cuidaba mucho, y yo empecé a sentir mucho amor hacia él”, cuenta ella. Muchas veces le preguntaron a Mara si era posible amar a dos hombres, y su respuesta fue siempre la misma: “Si. Yo amé mucho a Oscar pero siempre supe que el amor de mi vida era Jorge. Todos lo sabían”.
Mara y el abogado pusieron fecha de casamiento un año y medio después de haber empezado a noviar. Jorge se enteró y lo que se le ocurrió se parece a esa escena de la Banda del Golden Rocket, cuando Araceli González irrumpe en la iglesia con el jardinero de jean color mostaza para evitar que el personaje de Adrián Suar se casara.
“Fui a la Iglesia a impedir el matrimonio. Locuras de muchachito”, se ríe ahora él, y vuelve a esa escena mínima que sucedió hace 55 años. A diferencia de la novela, Jorge no logró impedir la unión.
“Un primo de ella me frenó en la puerta y me convenció de que no entrara. Me dijo que si de verdad la quería le iba a hacer un daño. Tenía razón, así que me retiré, solo”, cuenta él.
A Mara nunca nadie le contó que Jorge había ido a buscarla. “Menos mal”, interrumpe ella. “Te digo que me hubiese muerto ahí mismo”.
Un día de 1968, cuando Mara acababa de ser mamá de su primer hijo y paseaba con el bebé en el cochecito, se encontró con Jorge de frente. “Yo frené -cuenta él- y le dije ‘bueno, veo que sos feliz. Me parece bien. Yo me voy de Mercedes así los dos podemos vivir tranquilos”.
Se fue entonces a Chivilcoy, a 65 kilómetros de distancia, y empezó a trabajar de mozo en confiterías, bares y en servicios de catering. “Trabajé mucho, toda la vida, pero no estudié, no me gustaba mucho tampoco, para qué mentir”, sonríe de nuevo él.
Jorge también se puso en pareja y fue padre de un varón, que hoy tiene 46 años.
Cada uno siguió su rumbo aunque nunca perdieron de todo el contacto. Y acá es donde entra en escena aquella casualidad que sucedió en el “asalto”. Todos los 13 de noviembre durante las siguientes cuatro décadas, Jorge llamó a Mara por teléfono.
“Feliz cumpleaños”, le deseaba él. “Feliz cumpleaños para vos también”, respondía ella.
Jorge armó su vida en Chivilcoy, “pero siempre me hacía una escapadita a Mercedes, con o sin suerte. Si la veía pasar… con eso era suficiente”, confiesa ahora. Mara tuvo un matrimonio amoroso, fue madre de tres hijos, pero Jorge nunca dejó de ser un amor pendiente.
“A veces yo acompañaba a mi marido a Chivilcoy y me cruzaba con Jorge. Lo veía y me moría. Yo le decía a mi marido eh, porque nunca escondí nada, nunca fue un secreto. Mi marido se reía, no le daba importancia al asunto. Como éramos casi 20 años menores que él le parecía como cosa de chicos, no se lo tomaba en serio”.
Una vida después
Llevaban casi cuatro décadas juntos cuando a Oscar, el marido de Mara, le diagnosticaron mieloma múltiple, un tipo de cáncer en la médula ósea. Ya era un hombre de casi 80 años y su esposa y sus hijos vivieron junto a él un proceso muy doloroso, de mucho sufrimiento para todos.
“Y un 13 de noviembre, cuando Oscar ya estaba muy grave, me llama Jorge para desearme feliz cumpleaños, como siempre. A mí me pareció una falta de respeto hacia mi marido, por lo que estaba pasando, y por primera vez en la vida no lo atendí”, recuerda ella.
Jorge volvió a llamarla unos minutos después y como ella pidió que le dijeran que había salido, él colgó el teléfono ofendido y nunca volvió a llamarla.
Jorge, claro, no sabía lo que estaba pasando en la familia de Mara. Diez días exactos después de ese llamado, Mara enviudó. Tenía 58 años.
Mara pasó su primer año de viudez sumida en el duelo, tanteando en la casa vacía. Llegó su cumpleaños número 59 y Jorge no llamó. Pasó entero también el segundo año. Sus hijos le organizaron una fiesta para los 60, Mara esperaba el llamado, que Jorge por fin apareciera con flores, pero no: Jorge no llamó.
“Hasta que un día estaba acá en casa lavando los platos con mi hija -sigue ella-, y le dije ‘Daniela, yo tengo que ir a buscar a mi amor’”.
Mara se subió a su auto y manejó hasta Chivilcoy. Hacía años que no sabía nada de Jorge así que estacionó, entró a una confitería, a otro bar, a un restaurante, y preguntó, mozo por mozo, encargado por encargado, si alguien lo conocía.
“En un momento, ya desorientada, me dije ‘¿pero qué estoy buscando?’. Y me acuerdo que me respondí: soy una señora de 60 años buscando al amor de mi vida”.
Hasta que entró a un bar y lo vio. Jorge estaba impecable, vestido con una camisa blanca prolija, levantando las tazas de una mesa. Ella sintió que se le aflojaban las piernas, él levantó la mirada y le ladró: “¿Qué estás haciendo acá? No tengo nada que hablar con vos”.
Interrumpe él: “Yo estaba ofendido hacía dos años. Pensaba ‘si no tuvo cinco minutos para atenderme el teléfono, no tiene mayor interés. Entonces más que una atención mi llamado es una molestia. Yo no sabía por todo lo que había pasado con su marido, tampoco que había enviudado”.
Jorge seguía en pareja. A diferencia de Mara, él nunca le había contado a nadie que tenía un amor pendiente.
Empezaron a hablar por teléfono, cada vez más seguido. “Hasta que le dije ‘miré Jorge, yo te amo, nos amamos. Pero yo a dos puntas no sé jugar, ya viste”. Y le dijo que resolviera qué quería hacer con su matrimonio.
“Mi intención no era romper nada. De hecho, creo que nadie le rompe el matrimonio a nadie si no está roto de antes”, piensa ella. “Lo que queríamos era hacerlo con todo el amor, con todo el respeto del mundo”.
Hasta que un día de 2006, Mara salió del cine, encendió su Movicom y vio que tenía varias llamadas perdidas. Era Jorge, que le decía: “Me voy de casa, me voy con vos”. Se fueron a vivir juntos hace 17 años, cuando los dos ya habían pasado los 60.
“¿Qué aprendí yo?”, se despide Mara. “Que era un amor real. Que sí había futuro”. “¿Yo?”, se despide Jorge. “Que nunca nada está perdido definitivamente. Que aunque a veces cueste verla, siempre queda una puertita de luz”.