Se llamaba Edward Bunker y su historia, que arranca ligada al mundo criminal tras los barrotes de San Quintín, la cárcel de máxima seguridad más famosa de los Estados Unidos, terminó siendo una siembra de éxitos que él cosechó en la segunda etapa de su vida. Segundas partes pueden ser mejores y la de Bunker estuvo repleta de flashes sobre la alfombra roja de los estrenos cinematográficos y de brindis por los lanzamientos editoriales. Fue la excepción a la regla general: el exconvicto trascendió la marginalidad para ingresar al mundo de la literatura por la puerta grande.
La de Bunker es de esas historias que merecen ser contadas.
Del asilo al reformatorio y a la cárcel
Edward Heward Bunker nació el día en que terminaba el año 1933, en Hollywood, California, Estados Unidos. Se podría decir que aterrizó cerca del mundo del espectáculo porque su madre Sarah, quien tenía algunas turbulencias mentales, era una cantante de coros que aparecía en películas con personajes insignificantes y porque su padre, a pesar de ser un alcohólico perdido, se desempeñaba como empleado en los sets montando escenarios.
Pero el año de su nacimiento venía cargado de malos presagios. Unos meses antes había ocurrido uno de los terremotos más destructivos de Los Ángeles que dejó 115 muertos y, el mismo día en que Bunker asomó su cabeza, arreciaba un temporal de aquellos. Su madre Sarah, perturbada, creyó que todo era una pésima señal para su hijo. Dos años después, mientras los Bunker estaban en un parque haciendo un picnic el pequeño Edward Bunker desapareció. Se necesitaron doscientos hombres para hallarlo sano y salvo.
Un tiempo después Bunker prendió fuego, sin querer, el garaje de un vecino. Viéndolo a la distancia más que un chico con problemas era un chico sin supervisión alguna. En realidad, su casa era un infierno. Las peleas entre sus padres terminaban con frecuencia con la policía tocando el timbre y llamándolos al orden. Cuando el pequeño Bunker tenía cinco años la pareja se divorció y él terminó siendo enviado por los servicios sociales a un hogar de acogida por un tiempo. Ya se sabe que lo temporal suele ser permanente. Este fue el caso. Furioso, Bunker no aguantó y se escapó. Fue hallado vagando por las calles una noche. Su padre volvió a entregarlo a los servicios sociales. Pero la casa de acogida que lo había albergado se negó a tenerlo. Terminaron enviándolo a otras instituciones infantiles que intentaron frenar sus desafiantes conductas sin mucho éxito.
Bunker era rebelde por naturaleza ante la disciplina. Por otro lado, era brillante y tenía un coeficiente intelectual de 152, pero su costado conflictivo superaba a su inteligencia.
Tenía solamente siete años, pero ya con esa corta edad había comenzado con sus tropelías robando en los negocios del barrio. A los 12 años, encerrado en el centro Preston, comenzó a leer a Hemingway, Jack London (autor de Colmillo blanco), Taylor Caldwell y Richard Wright. Más adelante en su vida iría sumando a otros autores más complejos: Thomas Wolfe, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Tolstoi, Dostoievski, Hesse, Camus, Huxley, Miguel de Cervantes y Sartre.
Creció en distintos hogares para chicos problemáticos al mismo tiempo que, cada vez que pisaba la calle, ascendía en su osadía en el mundo del crimen.
Su adolescencia transcurrió en reformatorios donde intentaban contener sus desatinos. Una vez una pelea con otros internos lo mandó al hospital de donde enseguida logró escapar. Lo atraparon con un auto robado que chocó. Lo enviaron a una institución psiquiátrica para ser evaluado psíquicamente. Allí terminó siendo golpeado gravemente. Bunker fue declarado sano mental y lo liberaron, pero otra vez fue detenido viviendo en un auto destartalado en el jardín trasero de alguien y cometiendo ilegalidades.
Fue por esta época, con 13 años, que vivió un tiempo con una de sus tías, pero sus hurtos y constantes desmanes terminaron por hartarla. Era ingobernable y la tía, sin demasiada pena, lo terminó mandando a un orfanato. En todo ese tiempo Sarah su madre se había vuelto a casar y su padre, con solo 62 años, languidecía en un asilo de ancianos con problemas mentales.
Pasó de los robos pequeños a los asaltos a bancos a mano armada, al fraude, a la emisión de cheques falsos, a la extorsión y, finalmente, al redituable narcotráfico. Ahora ya no aterrizaba en establecimientos juveniles sino en prisiones de verdad. Empezó a circular por distintas cárceles. En la de Folsom se hizo amigo de Danny Trejo (otro actor norteamericano que fue adicto a la heroína y que estuvo preso por narcotráfico y por robos a mano armada). Trejo consiguió ser campeón de boxeo en la cárcel y eso despertó la admiración de Bunker. En una de esas cárceles Bunker apuñaló en las duchas a un múltiple asesino y lo dejó herido. Bunker tenía decidido que jamás sería una presa. Eso iba quedando bien claro. Pero no era un asesino a sangre fría, solo se defendería de la manera más brutal que hiciera falta.
La siguiente vez que delinquió fue con el narcotráfico y eso lo llevó a la prisión estatal de máxima seguridad más famosa de los Estados Unidos, San Quintín, donde ingresó con el número A20284 colocado sobre su pecho. Con 17 años tenía un récord: ser el preso más joven en la historia de esa institución.
No podía saberlo en ese entonces, pero esa foto que le tomaron en blanco y negro con el típico número de recluso, sería portada de la revista Harper´s muchos años después.
La maravillosa música del teclado
Cada vez que obtenía una libertad condicional, Bunker sacaba los pies del plato y volvía a caer en la ilegalidad, se fugaba hasta que era atrapado. Su patrón de conducta era repetitivo.
Fue en San Quintín que coincidió con “el bandido de la luz roja” quien había sido condenado a morir en la cámara de gas: Caryl Chessman. Este se había convertido en su propio abogado, había logrado postergar ocho veces su propia ejecución y ya había escrito Celda 2455, Corredor de la muerte. Luego de leer el primer capítulo del libro en una revista, Bunker quedó agitado: “No supe valorar su estilo, pero lo que contaba era tan real que se me aceleró el pulso”, confesó.
En la librería de la prisión los convictos podían tomar para leer hasta cinco libros por semana. Él no desaprovechó la posibilidad. Leía sin pausa. Una noche, desde su celda escuchando la música del teclado de la máquina de escribir de Chessman sintió algo distinto: envidia. En su estómago aleteó una nueva ambición. Él también quería escribir en un teclado. Tenía mucho para decir. Además, reflexionó que si Chessman, que tenía el destino marcado y no iba a poder evitar siempre su condena a muerte (fue ejecutado en 1960), ¿por qué no lo iba a hacer él? Podía escribir, ser famoso y cambiar su destino. “Escribir se había convertido en la única posibilidad de escapar del cenagal de mi existencia (...) Escribir buenos libros me abriría las puertas. Haría crecer una flor en el fango”.
No tenía nada que perder y mucho que ganar.
Empezó por escribir una simple carta a una benefactora suya quien le había dado trabajo durante una de sus libertades condicionales: la ex actriz Louise Fazenda Wallis. Al principio, Bunker no creía en la ayuda desinteresada de Louise. Imaginó que quizá ella quisiera contratarlo para asesinar a su marido o convertirlo en su gigoló. Pero se equivocó. Louise, quien estaba casada con un productor de la Warner Bros, era altruista. Le regaló libros y un buen diccionario para que aprendiera a escribir. Mientras trabajó para ella como chofer conoció a grandes escritores de la talla de Aldous Huxley y Tennessee Williams y al magnate de los medios William Randolph Hearst. Bunker había podido pispear el mundo donde las cosas funcionan del modo correcto y conducen a un buen lugar. ¿Qué fue lo que le pidió, entonces, en esa carta a Louise desde la prisión? Algo muy sencillo: una máquina de escribir.
Louise respondió con rapidez y le envió una que consiguió de segunda mano. Otro convicto le prestó un manual de mecanografía. Así comenzó todo.
Luego, se inscribió en un curso por correspondencia de la Universidad de California que pagó vendiendo su propia sangre. Quería aprender gramática, no ser un improvisado. Enseguida, comenzó a escribir relatos cortos. Había un problema: en la cárcel estaba prohibido relatar crímenes, menos los propios, ofender religiones o razas y meterse con las malas palabras. No era fácil para un preso contar una historia y escribir un buen texto.
Para terminar su primera novela se tomó dieciocho meses. Tiempo era lo que le sobraba. Pero sabía perfectamente que el censor carcelario de los textos no la aprobaría. Transgresor, como siempre, consiguió que el dentista de la prisión sacara su libro de la prisión y se lo diera a su amiga Louise. Ella lo hizo circular entre sus conocidos, pero nada ocurrió. Bunker estaba aprendiendo el oficio. Caminaba por el borde de la dicotomía en que se había convertido su vida: cuando conseguía salidas de prisión se mezclaba con drogadictos perdidos, delincuentes y prostitutas y, cuando estaba tras las rejas, coqueteaba con la fantasía de ser un escritor de verdad. En una de esas etapas fuera de la cárcel empezó a vender marihuana y probó heroína. Era un desastre, cada vez que ponía un pié en libertad, terminaba arruinando la oportunidad y volviendo a “casa”. Así llamaba él a la prisión.
La llamada que cambió su suerte
En 1956, con 22 años, salió otra vez bajo palabra. Vivir honestamente y ganar dinero como cualquiera era casi imposible para un ex presidiario. Encima, Louise tuvo un serio problema anímico y su marido no quiso seguir lidiando con el descarrilamiento contínuo de Bunker. Se la rebuscó y encontró un nuevo atajo: el buen negocio de las drogas. Terminó construyendo una red narco en San Francisco. Fue entonces que el FBI lo puso en su mira y entró en la categoría de los más buscados por la agencia federal.
En 1962 su mentora Louise murió y, hacia finales de la década, luego de cometer decenas de nuevos delitos cayó preso. Su camino parecía en claro descenso y sin retorno. Fue entonces que leyó un artículo de la revista Esquire que le cambió la perspectiva del mundo literario. Entendió que existían los agentes a quienes les podía mandar sus novelas para que ellos intentaran publicarlas. Ya había escrito cuatro sin ningún resultado. Uno de esos agentes observó en él un talento incipiente y lo estimuló para que siguiera mandándole todo lo que hacía. Bunker insistió, no tenía otra cosa qué hacer. Tenía para entonces unas seis novelas y decenas de relatos cortos. Fue recién con la séptima que captó la atención de los editores. La historia ocurría en los bajos fondos de Los Ángeles y estaba narrada desde una perspectiva criminal. Después de haber pasado 18 años encerrado en distintas instituciones Bunker había conseguido algo positivo. No podía saber entonces que algún día el director Quentin Tarantino adoraría esa novela: “No tenía idea de si era buena, pero era la primera vez que escribía sin intentar de seguir una fórmula o una combinación de fórmulas sacadas de los manuales…”, explicó.
Otro día de esos una asistente social le dijo que tenía autorizado hacer una llamada a Nueva York a un número telefónico que le pasó en un papel. Bunker no sabía de qué se trataba esa movida, pero hizo lo que le dijeron. Fue hasta el teléfono de la cárcel, discó el número y una persona le comunicó que la editorial W.W. Norton & Co. publicaría su novela y que la prestigiosa revista Harper‘s estaba interesada en publicar su artículo Guerras tras las rejas, donde hablaba sobre la vida carcelaria.
La buena hora
Había llegado la buena hora de Bunker. Curiosamente, este hombre flaco de mirada glacial, no saltó de alegría. Venía demasiado curtido: “Me sentía contento, desde luego, pero el tiempo transcurrido le había quitado brillo a mis ilusiones”.
En 1973 se publicó No hay bestia tan feroz y la cosa arrancó. Fue un éxito. El personaje es un sujeto que sale de la cárcel luego de ocho años con 65 dólares en el bolsillo y una muda de ropa envuelta en papel. Era un libro atrapante de un escritor enfadado. (Vale la pena salirse de la historia de Bunker para decir que es un libro genuino y con carne que vale la pena devorar).
Una vez que Bunker empezó a cobrar dinero por sus escritos se dio cuenta de que ya no necesitaría robar nunca más.
Dos años después, en 1975, fue liberado y su vida se encausó definitivamente por el sendero de la literatura. Ahora sí tenía la determinación de no volver a la cárcel.
Años después No hay bestia tan feroz fue adaptada al cine por Ulu Grosbard y Dustin Hoffman, quien compró los derechos a Bunker. Se llamó Straight Time y no resultó en un éxito, pero fue gracias a ella que Bunker obtuvo su primer papel como actor en esa misma película. Trabajaría en 27 filmes más. Era una nueva profesión que complementó escribiendo guiones.
En 1977 publicó The Animal Factory (La fábrica de animales). Consiguió buenas críticas y varias notas en The New Yorker, en The New York Times y en Los Angeles Times. El libro fue llevado al cine en el año 2000 y él también consiguió nuevamente un papel en la pantalla.
A la joven abogada Jennifer Steele la conoció estando preso. Luego, en una de sus salidas en libertad tomó un café con ella. Bunker no pensó en ningún romance, enseguida se marchó hacia Nueva York para alejarse de los malos amigos y evitar así caer en viejos hábitos. Desde la gran ciudad le escribió solo una vez a Jennifer. Pero cuando volvió a Los Ángeles volvió a verla y ella se estaba divorciando. La relación se volvió seria. “Por primera vez en mi vida ella me dio la estructura de una familia”, relató Bunker y aseguró que ella había sido su verdadera salvación. En 1979, con 45 años, se casó con Jennifer.
Dos años más tarde escribió su autobiografía Little boy blue. En 1985 escribió parte del guión de la película Runaway Train (El tren del infierno) que fue protagonizada por Jon Voight quien estuvo nominado al Oscar. Pero el gran golpe de su vida lo dio en 1991 cuando atrapó la atención de un grande como Quentin Tarantino. El escritor y director lo seleccionó en un casting para la película de culto Perros de la calle que se estrenó al año siguiente. Bunker terminó compartiendo escenas con Harvey Keitel y Tim Roth entre otros célebres actores. Era el hombre del traje azul que muere, aunque nadie lo ve morir, en un atraco a una joyería. Tarantino lo amó y ponderó su libro No hay bestia tan feroz diciendo que era lo mejor que había leído en su estilo.
Por esos años Bunker también abrió una exitosa compañía de taxis en Ontario con su primo Matt Smith. Estaba reinsertado en la sociedad de la mejor manera.
Hijo y un final prematuro
Fue en 1992 que fue contratado como consultor para la película American Heart (Corazón roto) que era protagonizada por Jeff Bridges. Bridges hacía el papel de un convicto recién salido de la cárcel. Bunker trabajó codo a codo con él para ayudarlo a interpretar su personaje.
En 1994, nació el primer hijo de Bunker, quien ya tenía 61 años, y Jennifer: Brendan. El padrino no fue otro que el mismísimo Danny Trejo. Aquel convicto que también era un exitoso actor.
Eran buenos tiempos aquellos porque todo lo que se había propuesto lo había conseguido.
En 1995 se grabó Heat (Fuego contra fuego) con Al Pacino y Robert De Niro y también recurrieron a él para entender la mente criminal. Al año siguiente escribió otra novela, Perro come perro. Bunker estaba retirado del delito, era un buen ciudadano, pero de alguna manera seguía viviendo de sus crímenes.
Sus libros también siguieron saliendo a la luz: Mister Blue, Memorias de un renegado (1999). Educando a un ladrón (2002) y otros que había escrito con anterioridad. Debido al tinte existencialista de sus libros Bunker ya había cosechado fans hasta del otro lado del Atlántico, en Francia, Gran Bretaña, Italia y España.
Bunker murió a los 71 años, el 19 de julio de 2005, en California. Era diabético y para mejorar la circulación de sus piernas había decidido someterse a una cirugía en el hospital Providence St. Joseph Medical Center, en Burbank, California. Algo salió mal y, como en tantos robos en el celuloide, perdió la vida. Solo que esta vez se fue para siempre.
Quien fuera alguna vez uno de los diez delincuentes más buscados por el FBI nos dejó como legado la prueba irrefutable de que, cuando hay determinación, todo se puede. O casi.